700 AÑOS DE LA MUERTE DE DANTE EN EL 2021, QUEVEDO, LECTOR Y GLOSADOR DE LA COMEDIA
Por John Jaime Estrada González*
«Y caí entonces en que los ángeles,
para ser diablos,
fueron primero ingratos».
(Sueño de la muerte, p. 11)
Hasta hoy en día el papiro Derveni es el documento más antiguo en relatar los sufrimientos de quienes habitan el Hades. El papiro órfico vuelve sobre la preocupación por la vida después de la muerte en los rituales funerarios. No puede ser casual que esos vestigios estén vinculados a los cultos religiosos. No sorprende entonces que esa insudación de los sufrimientos de la vida de ultratumba haya pasado a la literatura en sucesivas recepciones, y que bajo diferentes cultos o religiones establecidas, tengamos concepciones de los horripilantes sufrimientos de los muertos en el Hades.
La obra literaria más conocida en nuestra trayectoria occidental la encontramos en La Comedia de Dante (Florencia, 1265 – Rávena, 1321). Una producción extensa en versos que a través de tres cantos: Infierno, Purgatorio y Paraíso, ha inspirado el arte y las fantasmagorías del acontecer después de la muerte en el mundo cristiano, sin importar que se hubiera nacido antes de Cristo, en el llamado «mundo pagano». Esa es una de sus apercepciones más propias, sostenida de paso, en la soteriología cristiana de la época que premia o castiga por toda eternidad.
La Comedia ha recibido múltiples recepciones desde el siglo XIV cuando fue publicada. Es bien sabido que Giovanni Boccaccio (1313–1375) le agregó a su título el de divina, con lo cual por siglos se dio por sentado que La Divina Comedia fue el nombre que Dante dio a la obra. Los estudiosos contemporáneos han descalificado el añadido de Boccaccio y han reivindicado el nombre que le dio Dante en el texto: «cosas que de contar aquí no cura / mi comedia…» (Infierno, XX; 3).
La lectura de La comedia alcanzó rápida difusión en las llamadas lenguas romances; por ejemplo, fue traducida al castellano en 1427 por el poeta Enrique de Villena (1384–1434). Se disputa si fue el poeta italiano (hay todavía una polémica en torno a quienes defienden su origen español) Francisco Imperial (¿1350–1409?) quien introdujo a Dante en la península ibérica. Lo que todas estas indagaciones y pruritos nacionalistas revelan es la recepción entre literaturas que poco a poco se iban consolidando en los parámetros del nacionalismo. Aún con esa trayectoria, otros estudiosos insisten en que la mayoría de las citas de La comedia en la literatura española de aquellos siglos, son debidas a los comentarios que hizo Cristoforo Landino (Florencia, 1425–1498) de quien se sabe conoció y estudió a fondo el extenso poema de Dante. Como es sabido, la obra del florentino circuló en un marco reducido de intelectuales.
De allí que hacia finales del siglo XIV ya se tuvo en España la primera edición crítica de la obra. Sus lectores fueron poetas como Juan de Mena (Córdoba, 1411–1456) quien su Laberinto de fortuna, retoma la variable de los temas de La Comedia e incluso lo organiza en círculos, siendo junto con la mencionada obra de Dante las dos únicas obras medievales que guardan esa estructura. Los estudiosos contemporáneos nos han traído a colación la obra del poeta castellano Diego de Burgos, (¿—1515?) quien, entre sus actividades, fue secretario del Marqués de Santillana (Íñigo López de Mendoza, 1398–1458). Considerando los estudios sobre Diego de Burgos, se puede decir hoy en día que escribió quizá el segundo poema en castellano más extenso en consonancia con La comedia. No hablamos de influencias, mecanismo que actúa para críticos y lectores de estas obras al igual que el lecho de Procusto de la mitología.
Nos adentramos a finales del siglo XVI con el poeta Francisco de Quevedo y Villegas (Madrid, 1580–1645) uno de los más afamados lectores de La Comedia; pero no sólo eso, también corrector de las traducciones al castellano y glosador de sus contenidos. No es de extrañar que Quevedo, quien estudió lenguas clásicas en Alcalá y teología en Valladolid, hubiera fatigado las horas analizando y cotejando las traducciones de la obra. Tal como lo señalan, «la historia de la Commedia de Quevedo podría ser la siguiente: pasó a ser de su propiedad en Italia y la anotó entre octubre de 1618 y junio de 1619, coincidiendo con una etapa en la que dispuso de más tiempo libre al haber sido destituido de su puesto diplomático por el Duque de Osuna». (Cacho, C. Rodrigo. Dante y Quevedo. Valencia: SPLASH Ediciones, 2020, p. 11). Llama la atención este autor que en el ejemplar de la Commedia que poseía Quevedo, se encontraron muchas anotaciones al canto del Infierno, lo que parece indicar un interés particular en este tema y quizá menos interés por los cantos del paraíso y el purgatorio.
A su muerte, presentida y temeroso de perder su biblioteca, la esparció en baúles y gran parte la prestó a sus amigos más allegados. Lo cierto es que en ella se hallaron varias ediciones de La comedia, en diversas lenguas, glosadas y con correcciones a las traducciones, hechas de su puño y letra. El hecho material anota cierto gusto y pasión por aquella obra que tantos debates suscitó. Tenemos pues un Quevedo que como lector y estudioso asumió desde La Comedia, elementos que también constituyen la creación quevediana. No se trata de hablar fácilmente de influencias, pues ya los filólogos siempre interesados en las fuentes de los autores del llamado siglo de oro, las han estudiado. En esa dinámica de nada nos sirve hablar de influencias, ya lo hemos dicho, puesto que la creación quevediana fue variada y abarcó distintos géneros de expresión.
Conviene mencionar en estas líneas sólo algunas de sus producciones en las cuales los estudiosos han encontrado de manera denotada lo así llamado, dantesco. En lo que más se estima se trata de cinco obras no muy extensas, Sueño del juicio final, El alguacil endemoniado, Sueño del infierno, El mundo por dentro y sueño de la muerte. Vamos a referirnos de manera particular al de la muerte, escrita en 1622 cuando ya vivía días aciagos. Un hecho que pudo influir mucho en la elaboración de estos textos fue el haberlos tenido que corregir varias veces para que pasaran la censura inquisitorial. De todas maneras, se presentan en un marco onírico que en la literatura ha sido un recurso para aumentar la flexibilidad y las posibilidades más inextricables del sueño.
La vida de Quevedo se puede consultar en cualquier enciclopedia virtual, por lo que no la referimos en esta columna. Lo cierto es que mantiene un sentido de humor muy marcado y la retórica de la ironía y la expresión satírica (estudiada en fuentes latinas como Luciano y Lucrecio) recorren todas las oraciones de la obra. Es un caso en el cual la retórica está al servicio del concepto para captar en lo dicho más de lo que se ha dicho.
EL SUEÑO DE LA MUERTE
Quevedo fue siempre un estudioso de filosofía, en particular la estoica y la teología de su tiempo. Familiarizado con el mundo social y político, la obra «Sueño de la muerte» no excluye para nada el entorno social del momento. Pero no a la manera de un acto reflejo en la escritura en su aquí y ahora, sino elaborando focos de atención moral en los cuales se configura el mundo al revés o lo que se llama también la realidad escatológica de la vida ordinaria, la defecación. Esta categoría establece el denuesto continuo de los lugares comunes, los dichos populares, las muletillas en el habla y la impropiedad para referirse a las cosas. Los nombres usados para ilustrar cualquier situación se acomodan en la vida y los textos que la reinstauran, por ejemplo, es usual decir: «Perico de los Palotes», «Perogrullo», expresiones que se repiten sin ningún referente y se acomodan a cualquier discurso. A esos nombres o expresiones manidas se refiere Quevedo para ridiculizar a quienes las usan en sus escritos o en el habla coloquial y por ello aquellos lugares comunes están condenados en el infierno.
En palabras de un estudioso, «Los sueños son más bien una caricatura del infierno dantesco, en los que las imágenes terribles del segundo han sido sustituidas por una sátira grotesca. Además, las visiones quevedianas tienen una estructura muy sencilla, casi desordenada, y su finalidad es más burlesca que moralizante». (Cacho, C. Rodrigo, p. 41). Lo que todo esto nos dice es que no podemos dejar de lado la perspectiva histórica de la recepción de La Comedia y más aún en sus aportaciones temáticas, el imaginario completo del poema de Dante.
Un día cualquiera la instancia narrativa, es decir, el aquí y ahora de la enunciación, nos cuenta que leyendo a Lucrecio y desengañado de tantos avatares, entró en un estado cercano al sueño y pasaba por su cabeza el libro de Job, «Guerra es la vida del hombre / mientras vive en este suelo, / y sus horas y sus días / como los del jardinero». (de Quevedo, Francisco. Sueño de la muerte. USA: CPSIA, 2020, págs. 4–5). De allí en adelante su visión de todo lo acontecido se topa con la muerte. Lleno de pánico la increpa: «—¿Pués a qué vienes? —Por ti dijo. —¡Jesús mil veces! Muérome según eso. —No te mueres —dijo ella. Vivo has de venir conmigo a hacer una visita a los difunctos, que pues han venido tantos muertos a los vivos, razón será que ya vaya un vivo a los muertos y que los muertos sean oídos. ¿Has oído decir que ejecuto sin embargo? Alto: ven conmigo» (p. 9).
Atenidos a lo dicho, la muerte será su guía a lo largo del mundo del Infierno. Comienza el recorrido espantado y se dejará llevar por donde a la muerte le plazca. Pero allí no ve «unos huesos descarnados con su guadaña», tal como en la iconografía de la época se solían representar a los muertos. La muerte le recuerda que solo el esqueleto es lo que queda de los vivos: «la calavera es el muerto y la cara es la muerte y lo que llamaís morir es acabar de morir y lo que llamaís nacer es empezar a morir y lo que llamaís vivir es morir viviendo…» (p. 9).
Los avatares de la muerte comienzan con los vivos: los embusteros, chismosos, los entrometidos, soberbios, satisfechos y presumidos. Todos ellos pecaban con algún órgano de su cuerpo: «fui con ella donde me guiaba, que no sabré decir por dónde, según iba poseído del espanto» (p.9). Este punto de partida guarda cierta semejanza con otros comienzos como el del Laberinto de fortuna de Mena o The House of Fama de Chaucer. Hasta en La comedia, Dante (el narrador) lo ha dicho al hallarse en la selva oscura: «esta selva salvaje, áspera y fuerte / que en el alma renueva la amargura: / Amargura y pavor que es casi muerte» (Infierno, I; 5–7).
Una vez pasado este primer momento, la muerte lo increpa, «¿Conoces esa gente? —Ni Dios me las deje conocer —dije yo. Pues con ellos andas a las vueltas —dijo ella— desde que nacistes; mira cómo vives —replicó— : estos son los tres enemigos del alma: El mundo, es aquel, este es el Diablo y aquella la carne» (p.10). Quien tiene uno de ellos los tiene a los tres, a esta conclusión llega la soflama contra los enemigos del alma.
La jornada es también un descenso a través de una puerta chica hasta llegar al infierno. Un poco más sosegado, el poeta declara que le parece que ya ha visto el infierno. La muerte sorprendida le pregunta, dónde y empieza el narrador su perorata: «En la codicia de los jueces, en el odio de los poderosos, en las lenguas de los maldicientes, en las malas intenciones, en las venganzas, en el apetito de los lujuriosos, en la vanidad de los príncipes, y donde cabe el Infierno todo sin que se pierda gota, es en la hipocresía de los mohatreros de las virtudes, que hacen logro del ayuno y del oír misas» (p.11). Como quien dice, estando en el otro mundo nunca se olvida de este. Sin más sorpresa que ver desfilar su sociedad por el Infierno, descienden a un «grandísimo llano». Era un lugar oscuro donde se establece el tribunal de la muerte.
Ahora veía la envidia; la discordia que recorría colegios y universidades, pero en medio de todos, un inmenso horno donde se quemaba la ingratitud. Los oficios más comunes como el de sastre también llevaba a estos al infierno; pero de repente le llama la atención encontrar a los muertos de frío, ¿quiénes pueden ser estos? Lo son: «los obispos y prelados y los más eclesiásticos, que como no tienen mujer ni hijos, ni sobrinos que los quieran, sino sus haciendas, estando malos cada uno carga en lo que puede, y mueren de frío» (p. 12). La presencia de otros muertos de frío son los tiranos, los déspotas, y gran número de poderosos.
Como podemos darnos cuenta, ya el narrador en este episodio se encuentra a sus anchas explicando por qué han ido al Infierno todos los que ve. Dedica especial atención a uno de ellos, Juan de la Encina (1468–1529) un destacado noble con muchas ejecutorias en vida. Quizá por estar muerto lo menciona. No es usual que Quevedo mencione nombres, cosa que sí hace Dante en su Comedia. La abundancia de nombres en la obra de Dante, lo comentó un estudioso en estos términos: «muchos de los citados por Dante en su comedia no habrían tenido ninguna importancia si él no los hubiera mencionado» (Auerbach, Eric. Dante Poet of the Secular World. NY: Review Books, 2001, p. 38).
En el descenso por el Infierno encuentra después al rey, pero este los representa a todos, no hay mención de alguno en particular, ya que no hay rey que se salve; en boca de todos todo lo malo lo hace el rey. De igual manera acontece con otros personajes de los cuales el narrador no se atreve a mencionar su nombre. Ellos representan los hombres que están en el poder rodeados de aduladores. Le llama la atención uno que encuentra en una redoma y es nada menos que un laureado poeta acusado de necromancia y alquimia. Es muy posible que se trate de Enrique de Villena, aunque de nuevo, no lo menciona por su nombre, por eso lo colegimos, dadas esas acusaciones que concuerdan con el final del poeta.
«Hay plaga de letrados —dije yo—. No hay otra cosa sino letrados, porque unos lo son por oficio, otros lo son por presumpción, otros por estudio (y destos poco), y otros (estos son los más) son letrados porque tratan con otros más ignorantes que ellos (en esta materia hablaré como apasionado), y todos se gradúan de dotores y bachilleres, licenciados y maestros, más por los mentecatos con quien tratan, que por las universidades, y valiera más a España langosta perpetua que licenciados al quitar.» (p. 17). El mundo de los intelectuales también va a parar al infierno, pese a las universidades como tales, «los letrados tienen todos un cimenterio por librería y por ostentación andan diciendo ´tengo tantos cuerpos´ y es cosa clara que las librerías de los letrados son cuerpos sin alma, quizá por imitar a sus amos» (p.18). Esta diatriba contra ese grupo de los letrados era ya un mal que circulaba de viva voz sobre aquellos que regentan las universidades. Los mismos profesores constituían un contubernio que adulaba las autoridades y con mayor razón a los poderosos nobles. De igual manera acontecía con los escribanos pues, «estos nos vuelan con las plumas, mas el dinero delante» (p. 23).
Descendiendo halla el mundo de las «dueñas,» sorprendido de que aún en el infierno se crean mozuelas como si todavía pudieran fingir la edad. Doña Quintañona representa este grupo cuyo tufo es de cementerio. En toda esa conjunción de «dueñas»: «allí se engendran las angustias y sollozos, de allí proceden las calamidades y las plagas, los enredos, los embustes, marañas y parlerías, porque las dueñas influyen acelgas y lantejas y pronostican candiles y veladores y tijeras de espabilar». Esa imagen de las mujeres es muy común encontrarla en la literatura satírica de la época, de carga misógina. La llamada novela picaresca hace gala de estos temas que ya tienen un largo trayecto cuyo marco literario podríamos situarlo en La Celestina. Se trata de la personificación de la mujer común, carente de atributos diferentes a ser solo mujer. Su lugar en el Infierno las cobija bajo un mismo título, «las dueñas». Con todo el espanto que produce La Comedia, en el infierno no encontramos específicamente un grupo de género, sino los pecados y pecadores en general, representados en seres humanos cuyos nombres pertenecen a la realidad, tienen un referente histórico, aunque no exentos de los odios políticos que mantuviera el florentino.
Continuando en su descenso se topa con Diego de Noche. Este personaje muy bien podría representar al hombre común que lo husmea todo, que va en busca de lo que no le importa y pretende poder asistir y participar de todo. Por algo es de la noche, su lado siempre oscuro, aprovechándose de cuanta posibilidad tenga para hacerse con lo suyo y beneficiarse de lo que los otros hagan y tengan. Por eso su invectiva: «¿Decir que después de muerto descanso? Aquí estoy no me harto de muerte; los gusanos se mueren de hambre conmigo y yo me como a los gusanos de hambre, y los muertos andan siempre huyendo de mí porque no les pegue el don o les hurte los huesos o les pida prestado, y los diablos se recaten de mí porque no me meta de gorra a calentarme, y ando por estos rincones introducido en telaraña» (p. 27). Este personaje muy bien representa gentilhombres, hidalgos, señores todos venidos a menos. Dada su condición social se granjearon su mala fama y ahora en el infierno replican su vida en sociedad.
El narrador se asusta aún más cuando encuentra posteriormente a un grupo de traperos, mesoneros, venteros, pintores, chicharreros y joyeros, todos ellos querían mandar mensajes a los vivos, mas con tanta algarabía no era posible saber que decían, pues su mala fama en vida y su comportamiento en la vida social les daba un lugar en el infierno del cual querían escapar. Ya en este punto de la narración el poeta quiere huir, no quiere ver más de todo lo que ha visto, recordemos que al comienzo le había dicho al mismo diablo que todo en el infierno ya lo había visto en la sociedad, con lo cual los que se encuentran en el infierno no hacen mas que reflejar la sociedad en la que ellos han urdido sus vidas.
El final de la narración es predecible: «Con esto me hallé en mi aposento tan cansado y tan colérico como si la pendencia hubiera sido verdad y la peregrinación no hubiera sido sueño» (p. 32). El narrador encuentra que todo aquello no ha sido solo sueño que deba despreciarse y quizá algún provecho pueda sacar de ello. Es un recurso fácil para finalizar el texto.
ALGUNAS CONCLUSIONES
Quevedo pudo haberse valido muy bien del mundo maloliente y grotesco que sirvió de escenario en La Comedia. Las imágenes nos asocian directamente aquellas del poema del Infierno. Seguramente motivos que no pueden extrañarnos al leer el sueño. No podemos pensar que imitaba a Dante, pero sí tenemos la perspectiva del infierno a medida que recorremos el texto. Pese a esto, es posible ver en el infierno de Dante un cierto orden que no vemos en el de Quevedo, el carácter azaroso en el que aparecen los condenados es aleatorio y no guarda mayor consistencia. Es una aparición de cuadros sociales que amplía en el escenario de la sociedad madrileña o de las grandes ciudades españolas.
Quevedo fue muy leído en su momento y su capacidad para manipular sus fuentes lo llevó a que obras como los sueños nunca hubieran sido criticadas por imitar a Dante como sí se hizo en su momento con el Laberinto de fortuna de Juan de Mena.
Hemos querido con esta columna homenajear a Dante y en particular hacer alusión a su obra magna, La Comedia. Nuestras reflexiones han perfilado a uno de sus lectores asiduos y estudiosos de la obra en la España del siglo XVII.
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* John Jaime Estrada. Nacido en Medellín, Colombia. Graduado en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Estudios de teología y literatura en la misma universidad. Maestría en literatura en The Graduate Center (CUNY). Es PhD. en literatura en la misma institución. Actualmente es profesor asistente de español y literatura en Medgar Evers College y Hunter College (CUNY). Miembro del comité de la revista Hybrido e investigador de filosofía y literatura medieval. Su disertación doctoral abordó el periodo histórico de las relaciones entre el islam, judaísmo y cristianismo en Castilla durante los siglos XI–XIV. Investigador personal de tales interrelaciones a través de la literatura medieval castellana, en particular en la obra el «Libro de buen amor». Es miembro adherente del CESCLAM-GSP Centro de Estudioa Clásicos y Medievales Gonzalo Soto Posada.