Escritor invitado

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ANIMALES MISTERIOSOS

Por Alejandro Baravalle*

Los gatos son animales misteriosos. No descubro nada, ya sé. Alguien dijo que el único misterio del gato es que haya aceptado convertirse en un animal doméstico. La frase es falsa, pero no por eso menos reveladora. Su mayor mérito reside en sintetizar la paradójica fascinación que el gato ejerce sobre nosotros: es un animal que nos resulta cercano, en el sentido de que siempre podemos adoptar un gato y, con ayuda de la castración, mantenerlo en los confines de nuestra casa o departamento. Podemos jugar con él, dormir con él, convivir con él. Y, sin embargo, nunca nos libraremos de esa sensación de que estamos cometiendo un atentado contra la naturaleza, un acto aberrante. En el gato doméstico hay algo, justamente, antinatural, algo de femme fatale devenida en ama de casa. El gato siempre nos descoloca, con sus reacciones a menudo arbitrarias y con su movimiento grácil y silencioso, al borde de lo sobrenatural. Igual de inquietantes resultan esa costumbre de caer parados y esa mezcla, tan paradójica como ellos mismos, de tranquilidad apática y de alerta constante. Por eso la frase citada da en el clavo. Y por eso a nadie le hubiera interesado un cuento titulado «El perro negro».

Matías, el niño que protagoniza nuestra historia y al que me disculpo por haberme demorado tanto en presentar, no había reflexionado sobre estas cuestiones. Tampoco había necesitado hacerlo: le bastaba comparar la conducta de los perros de sus amigos con la de Rodolfo, su gato. A pocos días de que su madre recogiese al cachorro de la calle y se lo regalara, Matías se dio cuenta de que a esa criatura no le cabían términos como «fiel», «obediente» y mucho menos «sumiso», incluso si él ignoraba el significado de esos términos.

Verdad que durante las primeras semanas de ese invierno Rodolfo condescendía a dormir junto a él en la cama, acurrucándose sobre el recoveco de colcha que resultaba del espacio entre sus pies. Esto duró mientras duró el frío. Con el aumento de la temperatura, Rodolfo prefirió el sofá del living o alguna azarosa silla de la casa.

Matías también advirtió que Rodolfo lo acariciaba con la cabeza, y que se dejaba acariciar por él. Pero solo cuando tenía hambre, o más bien cuando quería que le llenaran hasta el tope el plato de alimento balanceado. Aprendió que los gatos siempre quieren ver su plato rebalsando, como si temieran quedarse sin provisiones, o desearan hacer ostentación de poder. Y Matías terminó por formularse la inevitable pregunta: ¿quién era el amo y quién el esclavo? Claro que tampoco se formuló la pregunta en esos términos. Al igual que la mayoría de nosotros, carecía del tiempo y el deseo necesarios para leer a Hegel. Así y todo, la pregunta le quedó resonando en la cabeza.

Pero el carácter interesado de las acciones de Rodolfo, un interés que revelaba a su vez cierto rechazo implícito hacia Matías, o al menos una negación o corrupción del afecto puro que debía regir su vínculo con Matías, terminó por incrustar una idea más noble en el corazón del niño: tenía que ganarse el amor puro del gato. Y si ese amor no era posible, vale decir, si no existía en la especie felina, él lo debía inventar.

Matías tampoco había tenido tiempo para leer a los conductistas. Eso no impidió que aprendiera lo que tarde o temprano aprendemos todos, a excepción de las maestras mal enseñadas: las criaturas vivas se rigen por un sistema de premios y castigos. Y, en paralelo, Rodolfo fue entendiendo que a determinadas acciones suyas las sucedía una cucharada de atún o una feta de jamón cocido. Esos dos alimentos eran los preferidos del gato, muy por encima del alimento balanceado. Matías sabía esto. Y también sabía que, por fortuna, en su casa siempre había al menos uno de esos productos.

Rodolfo también padeció lo que, sin exigir a la imaginación, podríamos llamar «sobredosis de afecto». Matías lo acariciaba hasta el hartazgo, aun si Rodolfo cada tanto lo mordía o lo arañaba levemente para mostrar su disgusto ante aquella insistencia meliflua. El niño nunca le gritó, ni mucho menos le pegó: toleró estoico la intolerancia de su mascota. Y entonces fue el umbral de tolerancia de Rodolfo el que empezó a agrandarse. Y más cuando Matías combinó metodologías, y lo premió con jamón o atún cada vez que una sesión de caricias transcurría sin quejas.

Rodolfo fue cambiando su actitud felina por una más perruna: dormía con su dueño todos los días, hiciera frío o no, y ya no solo no se quejaba de las caricias sino que se acercaba a buscarlas. Por supuesto, a Matías no se le escapaba el hecho de que este cambio seguía siendo producto del interés. En otras palabras, el amor incondicional de Rodolfo era hacia el jamón y el atún, no hacia Matías. Pero el niño confiaba en que pronto podría prescindir de esos artificios culinarios. De tanto actuar como si lo moviera el amor, el gato olvidaría el interés que lo había motivado inicialmente y confundiría sus acciones con su naturaleza. Matías tampoco había necesitado leer aquel consejo de Pascal: «Reza, actúa como creyente, y la fe vendrá sola».

Hasta que llegó el día en que Rodolfo se convirtió en ese animal «fiel, obediente y sumiso». Al menos, así lo juzgó Matías. El demonio felino se había retirado de su mascota para dar lugar a esta criatura aperrunada, sin más deseo ni horizonte vital que la aprobación de su amo.

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Esa tarde, mamá lo dejó solo con Rodolfo. Matías fue hasta la cocina y llamó al gato, que lo siguió mansamente. Se puso en puntas de pie y abrió el primer cajón. Rodolfo esperaba, con la cabeza gacha y un ronroneo apenas audible. Quizás soñaba con otra lata de atún, o alguna agradable sorpresa para su paladar. Matías metió una mano en el cajón, y con la otra mano lo tomó del hocico. Se lo levantó apenas un poco, ante la pasividad del gato. Sacó del cajón la mano que ya empuñaba el cuchillo, y un instante después Rodolfo maullaba desesperado y arañaba en el aire. Fue un último y tardío acto de rebeldía.

Matías acarició al gato tieso. Se lo quedó mirando unos minutos, con gesto melancólico. Después, lo metió en una bolsa que sacaría de la casa apenas terminara de limpiar el charco de sangre. Fue a buscar el trapo de piso, y ya tenía de nuevo una sonrisa en la cara. Los niños son animales misteriosos. No descubro nada, ya sé.

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El presente cuento hace parte del libro «La sombra en el reflejo», publicado en 2022 por Bucanera Ediciones.

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* Alejandro Baravalle nació en Buenos Aires, Argentina, en 1981. En 2016 le editaron en España el libro Utopía (y otros encierros oscuros). En 2020 apareció, en su país natal, su segunda colección de cuentos: El sueño del amor engendra monstruos. En 2022 la editorial Bucanera le publicó otra colección: La sombra en el reflejo.

Participó en antologías y publicó en revistas web. Hoy tiene su propio taller de escritura y canal de YouTube: El sur, taller literario. Esta actividad le resulta casi tan grata como la de escribir.

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