ÁRBOLES Y OTRAS DELICIAS

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arboles y otras delicias

Por Manuel Cortés Castañeda*

INFANCIA IMAGINADA

Y esos amaneceres llenos de cantos y olores y sabores y luces y ventanas, reflejos que dibujan pájaros en las pupilas, ecos que siguen vivos igual que los quejidos que fue el primer amor… y tú que aún dormido llegas a la ventana y la abres como se abren las piernas del delirio hambriento de pasión… y ciego, enmudecido, abierto hasta la nada, dejas que todo entre tan dentro como entra el fuego de un suspiro, la llama de un quejido, la vela del dolor… Y te duele y te afanas, te desfondas, naufragas, de no saber adónde se fueron las mañanas, los quejidos, los besos, los cantos, los reflejos, las piernas tan abiertas igual que las mañanas donde se abisma el sol…

LA PRIMERA COSECHA

Sucede que cada vez me acuerdo y con más frecuencia, que cuando niño y ya un adolescente me perdía en los bosques buscando árboles frutales y una vez los encontraba me tiraba debajo de la cosecha a esperar que cayera un fruto maduro, el primero de todos, destinado solo para mí, y aunque quería comérmelo en el instante, lo recogía cuidadosamente y lo metía en una bolsa que siempre cargaba, para guardarlo y protegerlo de los pájaros, insectos y especialmente de mi…

y después iba al pueblo y ya bien entrada la noche amparado por las sombras lo dejaba en la puerta de la casa de una adolescente que yo quería comerme entera como el fruto, lamerla entera, exprimirle su jugo hasta la última gota…

y me escondía como un ladrón entre los escombros a esperar hasta que ella, ya acostumbrada y enamorada de mi fruto, salía semidesnuda y se sentaba en el porche y se lo comía como yo quería comérmela a ella… y alargaba su delicia como yo alargaba mi silencio, mis quejidos y mis espasmos escasamente respirando en las aguas de mi propia intimidad, y una vez ya no quedaba nada, ni siquiera la semilla, los despojos, las miradas, el silencio, a tientas regresaba hecho un asco al árbol de mis sueños y lo sacudía, y los frutos acudían a mi llamado como si quisieran comerme y me los comía y ellos a mí, y me los untaba y ellos me untaban y me desangraba y ellos también… todos los frutos del mundo que se agrupaban y avivaban y consumían el incendio…

EL GUAYABO 

Debajo del guayabo 
apenas escondido 
medio ido, 
casi embrutecido,  
escuchando los pájaros, 
bien metido en su canto,  
casi nada,
bien expiado en sus nidos
de alas el silencio
casi herido
y el asombro que muestra sus abismos
y el delirio que baja hasta el olvido
el olor
la sustancia
Lo comido
Tantas guayabas
Tanto amor…

EL MANZANO 

Estar debajo de los manzanos embriagándome, perdiéndome e inventándome tantas cosas y sueños, —como lo hice tantas veces bajo el delirio de otros árboles, no pudo ser… bajo su sombra y su cosecha abundante nunca pude perderme del todo, reírme del todo, hacerme otra cosa del todo, desgarrarme, entregarme del todo…

Nunca pude arrancarme la razón y tirársela a los perros hambrientos, como tantas veces lo hice sin darme cuenta a la sombra de otros árboles… Y sin que el miedo acechara por todas las rendijas de mi intimidad… y sin que me abriera heridas en mi delirio… y sin que se acostara conmigo dejándome cada noche a la deriva debajo de la cama…

El manzano era como el árbol sacado de los libros, calcado de los libros, arrancado de un libro de pura costumbre y resignación y sin encanto… era como una cosa escrita, solo escrita, y sin vida, sin pájaros, y sin flores, ni olores, ni sabores… solo un remedo de frutos y tardes perdidas y ofendidas… obligadas y doblegadas en el saco roto de los días…

Bajo el manzano todavía me llegan a la memora niños y niñas bien vestidos, que se acercan con sus canastas entre risas y cantos y miradas furtivas a recoger el fruto cada vez más vestidas y a veces con sombrillas y sin vida… muñecos de cuerda que una criatura infame manipula a sus anchas, mientras se traga, y digiere sus despojos… y nosotros, apenas vestidos, tan untados de tierra, consumidos de tanto sol, metidos hasta la madre en el jugo de los días…

Y los vi, escondido —detrás de las ventanas— los ojos ahogados en el espanto, los vi regresar a su casa sin gracia y sin jugo y sin sustancia, impecables y perfectos, sus canastas llenas de manzanas podridas en el tiempo, podridas en mi memoria, podridas en mi intimidad… tan llenas de gusanos, todavía…

El manzano para mí siempre fue no más que una sombra que se me subía y se me agarraba a las espaldas, y me apretaba como se aprieta una bestia recién montada, y me consumía y me golpeaba como se golpea insistente una puerta que queremos que se abra, pero que nunca se abre y lo sabemos… golpes cada vez más como manzanas, cada vez más en la mesa de mi propia casa, pero nunca tuve la oportunidad de recibir el golpe ideal, el perfecto, el golpe que me doblegara como doblega el amor, como doblega la primera gota de sangre en las heridas del placer… el golpe que me hiciera recoger tantas manzanas regadas en la tierra, y hartarme de ellas hasta quedarme dormido y casi podrido y bien comido como tanto lo soñé y lo quise, cada vez más metido en las rendijas del silencio… en las llagas que le supuraban a la angustia…

Las manzanas no tienen gracia… son una cosa demasiado comida, demasiado soñada y narrativa… no estilan, no huelen, no se untan, ni sangran… no envenenan de amor el corazón y no se quedan como las manos en el fruto que se unta y se lame y se relame, se quedan… y meternos los dedos y atragantarnos y vomitarnos como vomita la noche cada amanecer, no es cosa de manzanas… las manzanas nos las vendieron podridas una noche de palabras y de angustias, y podridas hemos tenido que tragárnoslas incluso en los sueños…

EL AGUACATE 

Debajo del aguacatero
sentado a mis anchas
trasmutado
bien perdido
refundido
el mismo cuchillo  
en la mano 
con el que mi padre  
despelleja una a una, sus presas 
el mismo cuchillo 
de mano en mano 
a la zozobra 
un poco de sal en el bolsillo  
y el cuchillo que delira de verde 
que se unta de verde 
y que se traga de verde 
y los aguacates  
que una y otra vez 
se dejan caer  
uno a uno en mi apetito 
y me lleno 
y se llenan 
y el cuchillo se llena 
y el silencio se llena 
y el árbol que se sacude  
como un demente enamorado 
y se entrega 
y todo lo entregamos  
debajo del árbol bien dormidos  
solo lo suficiente 
lo necesario 
ya sin piel como las presas de mi padre 
a la intemperie 
los ojos apenas abiertos  
para ver a los dioses 
sorprender a las diosas 
que se acercan en sigilo  
ahí a su lado  
casi en vilo 
a comerse los restos
a lamerse el cuchillo 
a limpiarnos las manos y la boca 
todavía untadas de sangre… 

LOS MINCHES 

El árbol de minches era tan alto y frondoso que uno se quedaba impávido, casi nada, convertido en un insecto diminuto, bajo su sombra. Siempre que me sentaba, ahí, a su lado me quedaba dormido y soñaba como si siempre fuera la primera vez. Siempre el mismo sueño. Soñaba que agarraba mi sueño de una de sus patas y tiraba y me alegraba y me ufanaba, solo que una vez se hacía herida el espejismo, me daba cuenta de que estaba agarrado de mis propias patas como un insecto que lucha contra un monstruo y, entonces, los frutos maduros saben a lo que sabe el primer delito, el primer odio, el primer eco de la derrota en el delirio…

Minches regados como ligeras manchas de luz bajo una sombra espesa y voraz… su color amarillo, a la vez intenso y sutil, se desborda y se atraganta y se riega y se difumina… minches bien definidos, bien marcados, trenzados en una sola manta de luz, refundidos en un silencio hecho de puntos que arden sin entrar en contacto ni un solo instante: solo la magia del color hecho jugo y olores y sabores y la pupila embriagada, el sabor que delira, el aire que se atraganta…

Allí, bajo su sombra pasábamos días enteros y noches, hartándonos hasta convertirnos en cosas inservibles, animales abandonados en los resquicios del sueño, solo intestinos cegados y trasgredidos de tanta luz… allí, todo el tiempo, llenándonos los bolsillos y las maletas de estrellas, como seres que han logrado comerse y sentir y digerir y defecar el mundo que sueñan…

EL COCOTERO 

Por alguna razón desconocida —que aun hoy en día no he podido descifrar del todo—, el cocotero era para mí como el pescuezo de un pollo enorme, al que le han cortado las patas y las alas y la cabeza bien alta, bien arriba, cada vez más metida y perdida en un mar de sueños y silencios muy íntimos… una cabeza que se multiplica como un espanto y que flota en lo más perverso de nuestra intimidad…

Allí, una hermosa culebra cascabel me mostró un día, por primera vez, el rostro de la muerte. Estaba allí enchipada, quizás dormida, o esperándome, al acecho, y de repente, muy cerca de mí, se desenvolvió y como un látigo de odio y sangre envenenada, se dejó caer con su cabeza y la boca abierta tan cerca de mí que el día se me oscureció de repente, y el sol se apagó como se apaga una vela de un solo soplo al amanecer…

De repente, igualmente, la luz regresó a mis pupilas, o saltó de ellas, de su miedo, de su espanto, una vez el machete de mi hermano —que me había seguido camuflándose entre los arbustos— le cortó la cabeza de un solo tajo, antes que la boca se cerrara con sus colmillos en el espanto de mi sangre que se detuvo y me detuvo como un único espasmo que se queda en vilo…

Entre los cocoteros, sin embargo, también otra boca me metió su lengua en la mía y me mordió los labios hasta que la sangre se regó delicadamente en los abismos del placer, en las grietas del horror…

Yo aun niño, muy niño, ella mucho mayor que yo… crecida y abundante en sus caderas y generosa en sus pechos y sus ancas. Si mal no recuerdo, la única hija de una mujer extraña que vivía en una pequeña casa del otro lado del río.

Ella también apareció, así, de repente, como la culebra, como un latigazo de placer, sin que me diera cuenta y se metió en mi boca, solo en mi boca, y siguió apareciéndose y metiéndose en mi boca muchas veces más, cada vez más adentro, cada vez más abismo, hasta que sentía que ya no me quedaba una sola gota de sangre en el cuerpo, y entre más sangre y más vacío que sentía, más grande era el deseo de que me sorprendiera como la cascabel, in fraganti, ausente del peligro, y ella cada vez más grande también, más abundante de boca y de lengua, más aparecida, más muchas lenguas que se ahogan en mi boca y mi garganta…

Aprendí entonces a subir por el pescuezo del pollo bien alto, cada vez más alto, con la ayuda de una correa bien apuntada, donde metía mis pies desnudos y abrazando el cocotero me comprimía y me impulsaba y mis manos cada vez más grandes se fundían a la palma, cada vez más convertidas en las manos de un monstruo, que yo imaginaba y transgredía para poder subir hasta la cabeza del pollo, sin ninguna queja y, una vez allí, arrancarle uno a uno los cocos que ella recogía como una demente riendo y saltando y tocándose los pechos como si ellos fueran también dos cocos enormes y jugosos que yo le tiraba incansable hasta que el pollo se quedaba sin cabeza a pesar de las muchas que le seguían saliendo…

Un día, ya no regreso más… y ese día fue como si el río que nos separaba se hubiera secado para siempre, cada atardecer… y yo sentado bajo el cocotero, en el mismo lugar de los hechos, solo, abandonado, desangrado, rogando y esperando que la culebra regresara y me metiera la lengua y toda la cabeza, como ella lo hacía, para siempre en la boca…

Colofón: un día fueron tantos los cocos que le tiré, —como ya les dije, era como si la cabeza del pollo tuviera la propiedad de reproducirse entre más cabezas le arrancaran— que ella, mientras yo bajaba, los abrió todos con la misma boca que metía en mi boca y desnuda, se bañó y se untó y se escurrió y me miraba de tal forma, mientras bailaba y se agachaba y se contorsionaba y me mostraba sus partes más íntimas… y ese día desaparecí sin darme cuenta, y sin darme cuenta regresé debajo del cocotero, todavía sin darme cuenta… y sin embargo ya no estaba…

EL MANGO 

Debajo del mango conocí el placer de mis manos y de otras tantas manos que también conocieron el placer y el delirio de las mías… manos que jamás terminan su fiesta y que se las amañan para que el placer se desborde y se escurra y se caiga por entre los dedos hasta llegar jamás a conocer el fin… hasta meterse ya sin manos y sin el temor que aun siento, en los días que me quedan y que me faltan y que nunca fueron, ni serán…

Manos que me entregaron a manotadas la caída final, la caída absoluta, la caída del asombro y del abismo, la caída que nos deja en ascuas y sin destino y sin otras manos, siempre las mismas, que se sigan cayendo y escurriendo por entre los dedos… manos fantasmas que me acarician en mis noches que nunca fueron, aunque siempre estuvieron… mis noches de ladridos y lamentos y quejidos que vuelven como regresa el viento… y olores y sabores que regresan sin que regrese el tiempo…

El olor de los mangos que ya maduros se quedaban aun en el árbol, como escondidos en el silencio, como si no quisieran enfrentar su delirio, la caída final, los despojos del tiempo, la mordida que aun siento… ese olor infame que atraía a los pájaros que pasaban volando aún y otra vez, todo el tiempo, como locos enamorados, sin atreverse a picotear la delicia, como fantasmas que solo quieren aparecerse y sin saber por qué… pájaros que pasaban de largo sin saber que ya fueron y pasaron y se fueron, atemorizados, quizás, de meter la cabeza en la delicia del jugo, de ahogarse en el delirio de las sustancias hechas a la medida de su propio delirio… un olor que embriagaba e inundaba hasta el último deseo, el más íntimo, lo más pérfido de nuestro apetito, lo más hundido y perdido de nuestras mucosas y nuestras manos y nuestro silencio bien podridos, cada vez más podridos, y olores que se pudren en el sueño…

Siempre desnudos bajo su magia y su misterio… cada vez más desnudos junto a su generosidad desbocada y trasbocada, recogíamos los que estaban en el suelo, recogíamos a manos llenas la abundancia y pelábamos con los dientes y en silencio como bestias celosas, como criaturas hambrientas, como locos sedientos, los ojos cerrados, maniatados, refundidos y nos los untábamos por todo el cuerpo, cada vez más huecos y grietas y rendijas, nos los metíamos bien adentro, de pies a cabeza nos los metíamos, y después nos lamíamos hambrientos y nos pelábamos los dientes como si estuviéramos defendiendo una presa tantos días codiciada y sufrida, y desangrada… consumidos en nuestro territorio, nuestra última conquista, un pedazo de nuestro destino… nos lamíamos y nos relamíamos como un perro le lame la vulva a la perra en celo, antes de montarse y meterse y pegarse a ella y dar la vuelta y sin tener que mirarla quedarse ahí pegados, a la intemperie, a la vista de todos, como se queda el viento, esperando que los mangos sigan cayendo y oliendo y pudriéndose a manotadas llenas, cada vez más, cada vez más huecos y grietas y rendijas y manos que sacuden el árbol y que se buscan y se encuentran y se pierden una y otra vez, y se meten y se quedan y se mueren bien adentro y se lamen y se relamen los desechos más íntimos, pegadas todavía como los perros que también se quedan maduros para siempre en las orillas del tiempo…

EL NARANJO

Había naranjos por todas partes, en la colina más cercana, en el patio más pequeño del vecindario y los alrededores, en la casa más humilde, muy cerca del río, en la colinas, y eran tantos los naranjos y naranjales, que las naranjas eran el único fruto que nunca desaparecía de la mesa… y hasta los animales tenían naranjos donde venían por manadas a guarecerse del sol y de la lluvia y a beber el agua y a lamer los enormes bloques de sal que los dueños dejaban en grandes canoas hechas de madera bajo su sombra y su delicia… Tantos naranjos y naranjas había, que por mucho tiempo creí que era el único fruto que había sobre la faz de la tierra.

Con su fruto jugamos a la pelota hasta quedar untados y olorosos y golpeados de risas y de encantos… con su fruto hacíamos malabares, montábamos nuestro propio universo, nuestro circo, y logramos usar el cuchillo a la perfección arrancándole la piel en largas rodajas que colgábamos al cuello y en la frente de las amigas y hermanas para convertirlas en nuestras reinas y en la razón última de cada uno de nuestros sueños y deseos… perfumándolas con nuestro apetito… coronándolas con nuestra sed de abundancia… y nos untábamos las manos y nos las metíamos de improviso y fugaces por todas partes, y nos pasábamos capullos de boca en boca y nos escurríamos el jugo en lo más íntimo del silencio, hasta que olíamos como huele el atardecer, el sol que se ahoga y se inunda y se muere en la pulpa de tantas naranjas, gozadas, tiradas, abandonadas… a medias comidas por los insectos y los pájaros…

Era el único árbol al que subían las vecinas y las amigas y hermanas con cestas a recoger los frutos… y una vez los árboles se llenaban de chicas, sin que faltara, nunca, ninguna de ellas, los chicos aparecían por todas partes, casi siempre los mismos de siempre, aunque siempre, cada vez más, y llegaban y se apaciguaban y clavaban su mirada en lo más alto del árbol, en su abundancia, en el placer de tener al alcance de otras manos la fruta ya mancillada antes del banquete… y las cestas seguían llenándose como si nunca se llenaran y las chicas seguían recogiendo la fruta como si siempre fuese la primera… una sola, la única, la fruta…

Y las chicas apretaban las piernas cuanto podían a cada naranja que arrancaban, como si quisieran evitar que el jugo de las que pelaban a manotadas con sus dientes y se comían a carcajadas, se escurriera por las grietas de su intimidad… y se cerraban y se abrían a cada naranja, a cada mordida, a cada golpe seco de las que caían al piso y estallaban como bocas enamoradas… fue entonces cuando aprendí que todo lo que se cierra se abre y viceversa…

Siempre asocié las naranjas y su olor tan amado y tan sentido con la vida pastoril, lo doméstico, la familia y lo prohibido, siempre tan al alcance de la mano y tan lejano a la vez… y cuando me como una naranja, cuando vuelvo a desenredar su cáscara en el filo de mi cuchillo de siempre, y ya sin nadie a quien coronar y adorar y mirar hasta quedarme ciego, pienso que la felicidad es posible a pesar de su imposibilidad…

EL LIMONERO

Arrancar hojas, unas todavía tiernas, otras más amarillentas, y comérmelas, o machacarlas y untármelas por todo el cuerpo para después disfrutar de su olor aceitoso y fresco era lo que me empujaba a pasar mucho tiempo entre los limoneros, que abundaban como un encanto, en las tierras de mis padres… Eran tantos los limones que producían estos árboles encantadores qué una vez llenábamos las cestas para llevar a casa, la cosecha se multiplicaba y tanto que gravitados por el peso de los frutos, los árboles parecían inclinarse, achicarse hasta solo quedar en la tierra un montón de felicidad que el sol pintaba de un verde amarillento que de momento desaparecía bajo el placer de la luz…

Y sin tener que subirse a los árboles, agarrar los limones, los más atractivos y tiernos, y pelarlos con los dientes y metérselos a la boca enteros y dejar que el sumo picante y ácido te recorra uno a uno todos los sentidos… Y que en tu rostro se dibuje la osadía de otros rostros, mientras dejas que tu intimidad se desgarre en tus gestos y los chasquidos de la lengua, que ya no le importa si es angustia o placer lo que genera la extrema presencia del fruto en su agonía…

Y después recoger las cáscaras y exprimirlas en los ojos de las amigas más queridas y deseadas, solo para poder iniciar un juego ya de todos conocido y poder tocarnos y abrazarnos y caernos y rodar por la tierra perfumada de limones hechos un ovillo, simulando que se trataba de una pelea, cuando lo único que se buscaba era saborear el jugo de los limones en los labios de la elegida, que no hacía nada para detener tal agresión…

Y a las tetillas de las chicas que empezaban a crecer, una vez entraban en la preadolescencia y las hormonas empezaban a trazar extraños comportamientos y decires, las llamábamos limones. La frase más usual era «José, ¿ya viste como le están saliendo limones a Valentina?» Y después de algún tiempo, «Jacinto, ¿viste como le han crecido los limones a Valentina?» Y después, Julián, «¿viste como los limones de Valentina en tan poco tiempo se han convertido en naranjas?» Seguro que mañana serán pomelos…

Y la imaginación siempre tan perversa, tan fiel, tan buena amiga, a la expectativa, al acecho, esperando y buscando el momento preciso para poder chuparle los limones a Valentina. Bañarse de encanto con la limonada fresca y caliente de las toronjas de valentina… Y hubo días y muchos en que nos llenábamos los bolsillos de limones, los acuñábamos por doquier entre la ropa interior y los brasieres nuevos de las chicas, o llenábamos la camisa que convertimos en bolsa amarrando uno de los extremos… y entre risas y miradas cómplices nos subíamos al campanario de la iglesia y a cada transeúnte que pasaba le tirábamos una buena limonada en seco, y así limón tras limón por mucho tiempo hasta que solo quedaba el olor abundante y mágico en el campanario y ahí una vez se aparecía la noche nos quedábamos a dormir amontonados para poder disfrutar el frío de la noche… Recuerdo que mi madre preparaba con limones y otros frutos un dulce que ella llamaba nochebuena… Y era tal la cantidad qué hacía que había limones melados para todo el resto del año… Pero lo que más amaba de los limoneros era cuando florecían y su olor intenso y penetrante inundaba toda la comarca y llegaban los pájaros a la fiesta y tantos insectos, pero especialmente las abejas que en enjambres tomaban posesión de tal delicia… Era la única vez que podía acercarme a las abejas sin que me picaran… Para qué gastar el tiempo con un ser humano cuando la embriaguez y la dicha se escribe con el florecer de los limoneros… Y entonces aprovechaba para echarme como un animal sin tiempo debajo del árbol que más quería a escuchar el zumbido de las abejas hasta quedarme dormido… Ahora vivo en un país extranjero ya hace mucho tiempo, un país donde las estaciones me roban el placer sin principio ni fin de oler y ver los limoneros en flor… Y desde que estoy por aquí he plantado muchos limoneros y algunos han crecido sanos y fuertes, pero ninguno de ellos nunca me ha dado su fruto y su aroma…

LIBÉLULAS

Las libélulas han sido todo  
lo que yo no he sido  
y no he podido  
aunque no lo quise, ni nunca ya lo quiero,  
son la inocencia que tanto me mancharon  
el golpe fugaz que se derrumba  
siempre en vilo  
Son el asombro tan incierto  
tan perdido 
el miedo son  
que yo tengo escondido  
son la derrota sin haber nacido  
una gota de luz que estalla y que se muere   
son solamente acercarse sin tocarse, 
sin detenerse, apenas rozar
iluminarse
son lo que se queda y que no quiere quedarse 
el eco del silencio que palpita sin mostrarse,
ni asomarse,   
y sin decirse,   
son la palabra que jamás fue escrita  
la punta de una hoja que se agita
la superficie del agua que se estremece y grita  
sin sentir apenas su golpe y se marchita
en las pupilas el sol  
que igual que las libélulas  
todo lo toca y se va y nada se lleva  
son lo que siempre se espera y nunca llega
apenas un rumor,  
apenas una queja  
apenas un amor  
apenas un dolor que en el agua
se ahoga  
y se hace luz 
y se marchita. 

LUCIÉRNAGAS

Cuántas luciérnagas aún me quedan encendidas, siempre a medias, casi nada, un suspiro en el horror y en la delicia… con ellas en mis manos, tan devotas y entregadas en mis manos, crucé las fronteras del deseo y del delirio, tantas veces apenas encendido, tantas veces apenas apagado, un pálpito que me arrastra al otro lado, una explosión fugaz en el olvido…

Las luciérnagas fueron mi lámpara de Diógenes, mi coraza invisible, la palabra secreta tanto tiempo esperada… un hechizo sin tiempo, una luz que se enciende y que no estaba…

Con ellas tan sumisas en un frasco —remolino de fuego en mis pupilas— caminé de la mano de la muerte, al filo del peligro que me amaba… y el miedo fue mi guía, fue mi embrujo, mi talismán, mi espejismo, mis manías, y en las pupilas de un monstruo que crecía con las luciérnagas me eché a dormir sin esperar el día…

También las vi apagarse en un instante, igual que en un instante encendidas se quedaban, de repente a las puertas del silencio como si fueran su voz, su marejada… criaturas insondables, tan amadas, que todo quieren decirlo y dicen nada, la herida, la cicatriz, la sangre tan soñada, respirar como el pabilo de una vela y dejar de respirar cuando se apaga…

__________

* Manuel Cortés Castañeda, nacido en Colombia, es licenciado en Español y Literatura de la Universidad Nacional Pedagógica (Bogotá), director y actor de teatro. Cursó estudios de doctorado en la universidad Complutense (Madrid). Enseña español y literatura del siglo XX en Eastern Kentucky University. Ha publicado seis libros de poesía: Trazos al margen. Madrid, España: Ediciones Clown, 1990; Prohibido fijar avisos. Madrid, España: Editorial Betania, 1991; Caja de iniquidades. Valparaíso, Chile: Editorial Vertiente, 1995; El espejo del otro. París, Francia: Editions Ellgé, 1998. Aperitivos, Xalapa, México: Editorial Graffiti, 2004; Clic. Puebla, México: Editorial Lunareada, 2005. Dos antologías de su trabajo literario han aparecido recientemente: Delitos menores, Cali, Colombia: Programa editorial Universidad del Valle. Colección Escala de Jacob, 2006; y Oglinda Celuilalt, Cluj–Napoca, Rumania: Casa Cărţii de Ştiinţă, 2006. Ha sido incluido en antologías tales como Trayecto contiguo. Madrid, España: Editorial Betania, 1993; Los pasajeros del arca. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1994. Libro de bitácora. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1996. Donde mora el amor. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1997. Raíces latinas, narradores y poetas inmigrantes, Perú, 2012. Además, escribe sobre poesía, cuento y cine. Actualmente está traduciendo al español textos de poetas norteamericanos de las últimas décadas: Charles Bernstein, Leslie Scalapino, Andrei Codrescu, Susan Howe y Janine Canan, entre otros.

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