CARTAS EMBORRONADAS
Por Manuel Cortés Castañeda*
LÁPIZ SIN PUNTA
Querido amigo te escribo para decirte que hoy no sé quién eres; he mirado tus fotos, he leído tus cartas, he pensado en el amor y sin embargo no puedo recordarte… Ni siquiera una sombra, el olor que dejaste, tus zapatos tan tuyos, nada quiere ayudarme… Solo llega un vacío, una puerta que no abre, un dolor que no es mío, un silencio de nadie… Sin embargo, te escribo con la esperanza puesta en que todo se junte, y el destino me ayude a encontrar la moneda que me muestre tu rostro para lograr conocerte.
CARTA ABIERTA 2
Qué pena que muchos intelectuales no se hayan dado cuenta que necesitamos nuevas formas de pensar. No es peregrino afirmar que el conocimiento/saber envejece tan rápido, si no más que la tecnología. Que todos los esquemas de pensamiento, incluso los que se venden como lo post–último, han perdido su vigencia y su frescura —si alguna vez la tuvieron— y hacen parte, querámoslo o no, de eso que nos empeñamos en hacer funcionar solo por egomanía o necesidad. El olvido, aparte de ser un buen mecanismo de higiene mental, también es el comienzo de un nuevo ser… tirar la casa por la ventana, e incluso dejar la casa a la deriva, o a la intemperie no vendría nada mal ahora que la nada se ha puesto de moda no antes, sino después: no ser ni en–sí, ni para–sí…
Por supuesto que la llamada nueva «Intelligentsia» —ninguna sociedad ha podido superar este recurso innecesario de última hora— no se ha dado por aludida y sigue insistiendo en sus perogrulladas y en sus post y en sus ismos y mecanismos de conservación de lo que necesita morir y quiere. Si no debemos enamorarnos de un creador mucho menos debemos hacerlo de su obra. Un buen lector debería olvidar en el mismo instante de la lectura lo que lee y lo que infiere si no quiere vivir toda su vida intentando arrancarse lo que no es suyo, las más de las veces sin conseguirlo. No hay nada peor que ser esclavo del conocimiento sea este cual sea, o sea cual sea su propósito y su mercado.
La mayoría de estos intelectuales, disfrazados muchas veces de lobos para evitar ser puestos contra la pared o en evidencia, siguen cavando sin descanso en las maravillas de su tesis doctoral. Día tras día publican artículo tras artículo que sacan como un conejo–irreductible–irrepetible de esa caja mágica capaz de contener el germen de la sabiduría. Uno no sabe a ciencia cierta si están enamorados de su autor, o de su obra o de ellos mismos. Me imagino que no vendría nada mal que escribieran un tratado sobre la propiedad privada y la fidelidad. La otra cosa es que nunca encuentran presa mala en el maremágnum de su gusto. Yo he conocido algunos que averiguan la tienda donde el autor compraba sus corbatas y empiezan sin darse cuenta a utilizar los mismos colores y marcas… y después los zapatos y no creo que venga al caso sumar… y algunos sueñan con tener el mismo sastre de su ídolo.
Otros, con escuelas de seguidores por doquier, se consagran a la obra de un gran maestro. Por lo general a alguien que les es afín en cuerpo y alma, o que les sirve de sustituto en sus noches de desamparo y soledad. Las reseñas y ensayos y artículos y tratados y apologías se suceden sin cesar. Como un pan que ha engendrado su propia levadura y no puede dejar de hacerse, ellos no saben qué hacer con sus hornadas. Bajo esa foto compartida sueñan y condenan y levantan patíbulos y mandan a hacerse su propia camiseta, y escudriñan en los periódicos y pagan detectives privados para que averigüen si alguien más ha metido las narices en su propiedad… y asisten a conferencias que llevan su nombre y esperan que nadie diga nada hasta no haberles consultado lo que guardan en su saco de maravillas. A algunos los he visto escarbando en el cubo de la basura temiendo haber perdido algo valioso accidentalmente, o por la sola razón de asegurarse que nadie más ha perdido algo que es suyo o debería serlo… muchos son maestros en salvar lo que no sirve con la certeza de que otro maestro más reconocido les dé el sí tan esperado y entonces la gloria de lo recuperado a tiempo se convierta en su propia gloria y consagración.
Por supuesto que entre todos ellos hay alguno mucho más cortante y de mirada más severa y oblicua que desecha la obra y se consagra a un libro y sueña con volver a decirlo y a reescribirlo de mil formas hasta que son tantos los libros habidos —y–por–haber–habidos— que ya no se puede distinguir el original de sus congéneres. Exprimen y retro–exprimen de tal manera y con tal capricho que de repente ya no les queda ni mano ni zumo ni exprimidor. Conocí a uno que lo había convertido todo en un aforismo preciso y conciso y después se dedicaba día y noche a tratar de descifrar su obra maestra. Tenía varios tratados publicados y otros en imprenta sobre su obra cumbre.
A todos ellos y los que faltan y los que en esto momento están saliendo de su capullo, no les basta con iluminar su sabiduría en los depósitos del otro, sino que se convierten en propietarios inapelables de una pasión que no es la suya. Hace poco me presentaron uno que había adquirido, valiéndose de todo tipo de argucias, los bienes de su maestro amado. Nada había dejado de lado. Lo último que había adquirido era la mujer que había acompañado al occiso maestro durante la mayoría de su vida.
Los últimos que he tenido la des–dicha de conocer lo echan todo en el mismo saco y con la misma destreza de los prestidigitadores se acomodan en la plaza pública y todo lo venden a precio de oro arguyendo que han encontrado el gen responsable de todos los otros que se inclinan devotos como sus compradores y esperan el veredicto final. Cuando era niño en mi pueblo el mismo «tipo» ya aparecía los días de fiesta o de mercado vendiendo purgantes para matar las lombrices. Su éxito era tal que se quedaban por un tiempo en la ciudad, comían gratis, soñaban gratis y no había noche que no se acostaran gratis con la mujer de algún lugareño, con la complicidad de los esposos, por supuesto, que si no les sucedía el milagro lo compraban para no quedarse fuera de la fotografía.
Así que a uno no le queda más remedio que preguntarse, qué es lo que estos intelectuales se juegan con tanto afán, y qué es lo que conservan con tanto celo. ¿Aún no se han dado cuenta que ya no existen los tres reinos de la naturaleza? ¿Que vivimos en un mundo que ha dejado de existir indigesto por su palabrería? ¿Que como el amor lo poco o lo nada que cuenta no tiene discurso, ni lo ha tenido ni nunca lo tendrá? Con esta clase de intelectuales la verdad es que ya no es necesario ningún tipo de conocimiento. Lo que necesitamos es una forma, o unas, para dejar de una vez por todas de pensar.
CARTA DE AMOR
cada noche, como un enamorado que sabe que el tiempo yace muerto a las puertas del amanecer, los pájaros venían a dormir en los árboles que el amor había levantado en una de las orillas de la calle… tres árboles frondosos y deliciosos como los besos que nada saben del comienzo, ni del fin… como esos árboles que trepamos cuando niños en busca de la luz, de las últimas gotas del sueño, de los nidos que el sol acaricia en su intimidad…
tres árboles cuyo único fruto era quitarle grandeza a la oscuridad… abrirles paso a las lagunas del silencio, dejar que millares de ojos por un instante se olvidaran de la pesadilla del mundo… como los niños y niñas, luego de terminar las labores escolares, ruidosos y distraídos y haciendo de las suyas por todas partes, los pájaros llegaban a los árboles y desparecían en la intimidad de las ramas y otra vez el silencio como si nada se deleitaba en las lagunas de la quietud…
un observador minucioso y obsesivo se hubiera dado cuenta que siempre llegaban a la misma hora, el mismo número, la misma algarabía y la misma embriaguez… y en el mismo lugar de siempre, en la misma rama, en el pedacito de rama, se quedaban dormidos, los mismos de siempre, como si obedecieran a un a pacto secreto de antes y de siempre señalado, acordado, mucho tiempo soñado…
además de los niños, los habitantes del barrio y los enamorados de la calle se habían convertido en cómplices, siempre presentes, de ese instante delicioso en que la dicha entra de raíz en la noche… y aun no se han borrado las últimas sombras y ya las puertas del amanecer están abiertas de par en par…
cuentan los curiosos que los enamorados se acostaban con la llegada de los pájaros y solo dejaban un instante de amarse cuando el aleteo furioso del amanecer explotaba en sus pupilas…
y un día, que se ha quedado como una cuchillada que no cesa en el corazón de los vecinos de la calle, en la agonía de los habitantes del barrio, en la desdicha de los niños, unos señores importantes vinieron y cortaron los árboles, sin que nadie lo supiera, sin que nadie se hubiera dado cuenta, sin que nadie hubiera tenido la oportunidad de defender su alegría y sus largas noches de amor… ni siquiera los niños que cosechaban sus nidos y sus pichones y sus secretos en su delicia, en su frondosidad…
habían estado ahí desde antes del comienzo de los tiempos, y así, de repente, no más porque sí, ya no estaban, ni las noches, ni los amaneceres, ni los niños que salían de la escuela con sus canastos repletos de sueños y de pájaros…
los pájaros llegaron a la hora de siempre, a la hora convenida, señalada, soñada, y el dolor se hizo más grande que una pena de amor… y el atardecer una llaga encarnada… volaron en círculos alrededor de los árboles que ya no estaban… dibujaron geometrías inimaginables acosados por el horror… revolotearon como locos endemoniados toda la noche y las noches por venir, y las que nunca fueron, buscando cada rama, su rama, su sueño, su cabeza aun dormida entre las alas… revolotearon, como puños incontrolables de un boxeador ciego, en los árboles que se habían quedado dormidos para siempre en sus pupilas…
revolotearon acosados por el terror, el miedo, el espanto, los pelos de punta, la piel de gallina, la voz entrecortada… encabritados y amoratados como bestias salvajes que no encuentran sus patas, su respiración, el salto al vacío… revolotearon ya casi indiferentes apuñalados por el horror de la noche que les mostraba indecente sus agujeros negros…
y siguieron revoloteando hasta el final de los tiempos… hasta que muertos de cansancio se murieron uno a uno, todos, en manadas, golpe a golpe, ala tras ala, grito a grito, amanecer tras amanecer…
la calle parecía un río adormecido de leves suspiros… un montón descolorido que el viento toca y tiembla… un solo corazón atrapado desde dentro, despellejado, regado, antes de abrir la puerta de su último pálpito, su último lamento, sus cenizas, el viento…
algunos lograron escapar y se refugiaron en unos árboles cercanos… unos pocos solamente… los que se pueden contar con los dedos de la mano… una sola mano… pero el amanecer también los sorprendió muertos de tristeza…
CARTA INFANTIL
que por qué sigo durmiendo debajo de la cama y me refugio en la algarabía de los niños y huyo de los adultos dando tumbos y casi ciego… y que por qué paso horas enteras detrás de la puerta como si esperara a alguien todo el tiempo, o hubiera olvidado algo… y que es absurdo que a esta edad los rayos y los truenos y las tormentas me hielen la sangre y me dejen a la deriva buscando de mil formas hacerme roca, lluvia, sombra, o uno cualquiera de ustedes para poder sobrevivir…
acaso ya no recuerdan que sangré por primera vez en la misma tierra donde ustedes se desangraron por primera vez… y que desde muy niño vi que los ríos eran de sangre y las tormentas y los rayos y los relámpagos golpes de sangre, aullidos de sangre, fantasmas de sangre, cadáveres que se desbordaban y bajaban con la creciente, también hechos de sangre, y animales muertos que sangraban sin cesar y heridas y machetazos y balazos y traiciones y lamentos y venganzas y odios que llovían como grandes gotas de sangre, estallidos de sangre, lágrimas de sangre, que no dejan de caer, cada vez más enormes, monstruosas y que arrecian, y se hinchan y se desbordan y lo sangran todo de un líquido pegachento y espeso del color del crepúsculo, del color del odio, del abismo, del color de la muerte…
y yo inundado, desangrado, debajo de la cama, maniatado, amarrado a mis fantasmas con dientes y uñas, cocido de cuerpo entero en lo más íntimo del miedo, lamiendo mis heridas, cegado y sangrado y destazado hasta lo más recóndito de mi intimidad, y solo para sobrevivir una noche más, otro cadáver sangrando en el río, en las tormentas, en los residuos del tiempo, los despojos de la cama, el aullido del último agujero, la última grieta, el último hueco del sueño… otro amanecer que anochece sangriento y vaciado y degollado…
y el río y la lluvia que arreciaban y se desangraban y cada vez más cadáveres apilados en el borde de la cama, empujados, metidos, apeñuscados, miembros y cabezas cercenados y órganos todavía calientes, y olores sangrientos de esos como solo puede oler el odio, metiéndose por todas partes, el odio empujando por todas partes, rasgándome la piel, arrancándome las entrañas, lamiéndome los últimos intestinos de la muerte…
y yo siempre amarrado, bien atado y anudado debajo de la cama, como nadie, como nunca, como todos, como nada… siempre debajo de la cama, velando y malgastando como un condenado a muerte, ciego y mudo y desnudo y cada vez más desplumado, atravesado en el instante que también sangra y se desangra y busca refugio y se acomoda como una criatura herida a mi lado, agarrándose al calor de mi intimidad…
acaso se les olvidó que sangramos el mismo día en la tierra que nos vio por primera vez desangrarnos de placer y de dolor y de odio…
CARTA PARA MI ABUELO
No conozco a mi abuelito y si lo vi alguna vez cuando era más pequeño todo se ha perdido en el hueco podrido de mis recuerdos… y sin embargo cada navidad y para el día de mi cumpleaños siempre me llega un cheque de $100 dólares…
No sé si su nariz es aguileña o un poco chata y respingada como la mía, o si lleva botas de vaquero y un cinturón con chapa de plata y pantalones apretados como el abuelito de mi mejor amigo… pero cada navidad y para el día de mi cumpleaños siempre me llega mi cheque de $100 dólares…
Y si mi abuelo tiene los ojos del color del cielo cuando está a punto de llover, tampoco lo sé… y se me aceleran las palpitaciones y me rascan las piernas y me da náuseas y dolor de cabeza… y si es calvo como el vecino que me mira y me sonríe, o si lleva un reloj como el mío, o si sus dientes son un poco torcidos y blancos como el silencio, o si camina como los héroes de las películas de vaqueros, tampoco lo sé… pero para navidad y para el día de mi cumpleaños siempre me llega mi cheque de $100 dólares…
¿Será cómico mi abuelito y tendrá las manos grandes como las manos del amor; y dará largas caminatas por el campo deteniéndose a escuchar los pájaros que cantan y los insectos que se retardan en el camino? ¿Y me pondrá una manotada de dulces en el bolsillo guiñándome el ojo? ¿Y por debajo de la mesa agarrará la comida que no me gusta y con maña se la comerá a la vista de todos? No lo sé, pero para navidad y el día de mi cumpleaños, siempre me llega mi cheque de $100 dólares…
Y si mi abuelito ya está muerto… eso sí que menos lo sé… y tengo miedo y casi terror de que mi cheque que tanto amo y espero durante 365 días, cada día, cada uno de los dedos de mi mano, cada una de las estrellas del firmamento, me lo mande un fantasma ya sin cuerpo y sin huesos, y sin una mirada en mi mirada, y puras cenizas y fuego que se quema en mis entrañas, y pasos que ya nada saben de la noche, y solo gusanos que siguen esperando en su agujero un trozo de recuerdos para hartarse de nada… nada de esto, ni de lo otro, ni lo que me queda y ya dije, lo sé… pero cada navidad y para el día de mi cumpleaños siempre me llega mi cheque de $100 dólares…
¿Y si mi abuelito fuera inmortal como esos cuentos de hadas que, aunque nunca son lo mismo siempre son el mismo? Entonces yo tendría la posibilidad de soñar y mi abuelito tendría la nariz como yo quiera, y la mirada que tanto he querido que me mire, y las manos grandes del amor que se quedan en el cuerpo sin acordarse de nada… y los mismos pantalones que yo llevo al colegio, y un cinturón que me regaló una chica que dice que me ama, y los pasos del viento que pasan y nunca dejan de pasar… y un diente ligeramente torcido como el mío, y en la casa se sentaría desnudo como mis recuerdos en la silla del patio a leer un libro de aventuras (Tarzán sería la mejor opción) y a fumarse un buen cigarro no sin antes darse cuenta que esta solo… y que nadie más tiene llaves de la casa, al menos hasta que se acabe el libro y el cigarro… nada de esto lo sé, ni quiero saberlo, ni debo, ni puedo… pero cada navidad y el día de mi cumpleaños siempre me llega mi cheque de $100 dólares…
Un cheque como las hojas de los árboles que se caen sin que nunca tenga que caer una última hoja… como las manos de la mujer amada que se quedan por todo el cuerpo cuando ella se marcha… un agujero inmortal… como todo lo que no sabemos y que sin embargo tenemos… un cheque de $100 dólares que me sigue llegando cada navidad y para el día de mi cumpleaños ahora que ya estoy muerto y ya se ha hecho un hueco el último de mis recuerdos… un cheque de cien dólares tan eterno como los labios de la mujer que dice que me ama… un cheque de cien dólares que se ama como se ama lo que no es de uno…
Un cheque de $100 dólares que siempre me llega y me sigue llegando para navidad y el día de mi cumpleaños…
CARTA PARA MIS FANTASMAS
Cuando niño lo único que soñó fue con un fusil… el mejor de todos, la mejor mira telescópica, un diseño perfecto, una gota de sangre en las pupilas, un solo agujero en el blanco…
Y todos los días se despertaba con el mismo clic entre ceja y ceja, el mismo eco, el mismo olor a pólvora en las manos…
Un día se enamoró con locura, pero el fusil pudo más y volvió a despertarse cada vez que podía y cuando no, con la memoria todavía untada de sangre, agujereada, quemada por la pólvora…
Se compró en una armería el mejor de todos, el de siempre, el mismo amor, la locura misma, la misma pólvora, el mismo sueño, la memoria misma, el mismo tiro, el mismo día en que nació…
Y el mismo día y todos los días, cada día, el de siempre, el de nadie, el de nunca, iba por ahí matando ardillas, y mataba tantas, y lagartos mataba, que después de matarlos perdía la cuenta y los volvía a matar para poder seguir contando y matando…
De regreso a casa, aún sin saberlo, el mismo sueño, el mismo tiro, el mismo muerto, se sentaba en el porche, el fusil en las piernas todavía caliente, enamorado, y despellejaba una a una las ardillas, y los lagartos despellejaba uno a uno, y uno a uno a una se los tiraba a los perros hasta que los últimos rayos del sol sangraban, y a la noche se le ponían los pelos de punta y a los perros la piel de gallina…
CARTA A UN ILUMINADO
Los iluminados casi nunca tienen conciencia total de este estado adverso o traverso y quizás perverso, a su propia existencia vital. El iluminado ilumina ajeno a su propia luz y se ilumina huérfano de su propia ilusión. ¿Acaso una verdadera búsqueda no termina cuando el sujeto de la acción encuentra lo que no buscaba sin darse cuenta de que no era ni eso, ni lo otro? El sujeto no es más que ficción y el encuentro se nos da cuando volvemos a ser lo que nunca hemos sido. Unos se iluminan con el propósito de que los vean y se hinchan y es tanta la luz que nada se puede ver ante tanta exageración… como el sapo que quería imitar al buey y al final ¡cataplún…! y voló mierda al desván. Otros pecan de humildad–generosidad ante las estrellas y es tan débil la luz de la vela que el corazón se queda en tinieblas y el manto que lo recubre hace de coraza y de límite… ¿A qué, entonces, el corazón que concede y cede hasta que la luz se le apaga? O quizás, otros la apaguen con la mano de la generosidad? ¿Alguien, acaso te puede robar el pabilo y la luz de la estrella se te hace agua entre las manos? Al final de cuentas no todos saben saborear la fruta madura que el otoño nos prepara a destajo… de repente una mano ajena se antecede y la fruta se nos cae en la boca ante la mirada atónita de los presentes…
LA CARTA
Compré en un mercado de pueblo un libro viejo, bien encuadernado y conservado. Uno de esos libros que uno compra más para impresionarse a uno mismo, para ponerlo en la biblioteca donde uno pone lo que más le gusta, aunque nunca lo lea, o dejarlo por ahí a la vista de todos para que los amigos también se impresionen y la impresión sea aún mayor.
Pero eso importa poco. La cosa es que lo abrí una vez en casa, aunque no quería hacerlo por su olor a viejo y para no estropear alguna página ya casi hecha polvo y —aparte de las ilustraciones que me hicieron alegrarme más, aun, de mi compra— encontré una carta de amor bien doblada y conservada y escrita de tal forma que parecía que las palabras aun saltaban de deseo y amor.
La leí a solas, no sin sentir cierta pasión, como si lo que decían las palabras hubiera sido escrito unas horas antes y me perteneciera… y aunque no les voy a decir todo lo que decía, por delicadeza, puedo asegurarles que era la primera carta de amor que un amante escribe. Y el detalle principal, a pesar de que estaba escrito al margen: era una cita de amor y el lugar y la hora convenida y la pasión que en las palabras se sentía.
Doblé la carta casi sin darme cuenta, la volví a poner donde estaba, como si sin saberlo quisiera guardar su secreto, y cerré el libro y no lo dejé donde estaba, sino que lo llevé a mi cuarto y lo puse debajo de la almohada… y últimamente no hago más que pensar en esa cita de amor y cada vez más… una cita que jamás tuvo lugar, quizás; que se quedó perdida en las páginas de un libro que ahora está debajo de mi cabecera. Y no puedo evitar imaginar cada noche a los amantes, cualquiera de los dos, todavía esperando en el lugar señalado…
la carta no está firmada
CARTA DE UN EXTRATERRESTRE
En la casa últimamente ocurren cosas extrañas, fuera de lo común, como cuando uno siente que lo miran todo el tiempo sin que nadie esté presente… y entonces uno hace cosas, cosas que quizás nunca hace, solo para decirle al otro que lo mira, que no sabe que lo mira… vieja artimaña: hacerse el pendejo, o ignorar como una forma de negar y de sobrevivir.
Cosas extrañas, como cuando uno tiene el presentimiento de que algo le va a ocurrir, pero nunca le ocurre… como cuando uno está seguro de que ha dado un paso en falso y se ha caído, pero ninguna de las dos cosas ha sido, ni ocurrido…
Esta mañana, por ejemplo, mi hija fue a la casa del vecino a sacar al patio y a alimentar a los perros que cuidamos, mientras ellos están ausentes… y yo también fui como ella a la misma hora, si no estoy mal a las 8:30 de la mañana, a sacar los perros y a alimentarlos, y ella los sacó y los alimentó y yo también, a la misma hora, los mismos perros, y yo no la vi sacando los mismos perros, a la misma hora y, ella, a mí, tampoco me vio… aunque los dos tuvimos la corazonada de habernos visto…
Y más tarde ya en a casa, ella me dijo que había sacado los perros del vecino y les había dado de comer, y yo le dije lo mismo. Y la casa se ha puesto tan extraña, más extraña que antes, como cuando una mariposa negra se estrella en la ventana y solamente queda una explosión de sangre en el vidrio… y entonces uno se cubre los ojos y se agacha y espera, aunque no ocurre nada… Y mi hija me mira en silencio diciéndome cosas, solo por decirme cosas, y yo lo mismo y en las mismas. Y ahora no sabemos si son cuatro los perros que cuidamos, aunque solamente son dos… y la casa es como manada de ojos a la deriva… ojos de perros que nos miran…
CARTAS POR ENCARGO
buscando los lugares menos posibles y decibles, lo primero, siempre lo primero, les llevaba cada día, y a toda hora, a los amantes de mis hermanas cartas de amor… si se tienen siete hermanas, que se enamoran a cada instante, las cartas que llevé y entregué y camuflé son tantas que lo mejor sería decir que llevé una sola carta, la misma carta de siempre, el mismo amante de siempre, la misma hermana de siempre, la misma carta de amor…
hoy todavía me tiemblan las manos que siempre querían abrir cada una de esas cartas como si fuesen mías, y el corazón se me atraganta en la memoria como si yo mismo fuera el enamorado de turno que las esperaba escondido en el mejor de los huecos del tiempo con un billete siempre del mismo valor en la mano para pagarme mis servicios… y como si otro fuera el mensajero que corría como un loco detrás de su sueño y no yo, que me retardaba en entregarlas, luchando con mis fantasmas para no abrirlas…
muy pronto el mensajero se convirtió, sin saberlo y sin que mis hermanas tampoco se dieran cuenta de lo que estaba escrito en esas cartas —fue lo acordado— en el escribiente que escribía esas cartas de amor y que las leía en voz alta y que las cerraba y las perfumaba y las entregaba —como si se tratara de una ceremonia sagrada— a mis hermanas que ya habían encontrado otro mensajero del cual nunca supe nada, seguras de que su amor llegara pronto a su destino.
después vinieron las cartas que escribía por encargo a las amigas de mis hermanas y a los conocidos de estas y tantas otras y otros que habían puesto el destino de su dicha en mis manos, en mis propias palabras, en mis propios delirios…
y un día, después de haberme escrito muchas cartas de amor a mí mismo y de haber respondido a todas ellas sin falta, yo también encontré a quién escribirle una carta de amor; y se la escribí, y se la sigo escribiendo hasta el día de hoy esperando todavía encontrar el mensajero adecuado para que la carta, a pesar de los hechos, aun pueda llegar a tiempo…
EL ESCRIBIENTE
sentado en cualquier rincón de la vida, como en un sueño vago, he reconocido otra vez al todavía adolescente que escribía cartas de amor… las primeras que escribió decían de sus propias pasiones, de sus deseos más íntimos, de su silencio… y de mano en mano iban a parar a las manos de un amor que se quedó en veremos, que nunca cumplió su cita, que se perdió para siempre en los últimos vocablos del delirio…
cartas de amor, sin una firma que identificara al culpable, debajo de los pupitres y en los caminos del sueño todavía haciendo su viaje, buscando la palabra adecuada en las pupilas de todos y de nadie, la dirección de todos, el amor de todos… un papel que todos abren a medias y cierran a medias; un mensaje que una vez llega a su destino se queda mudo y se borra y se unta de soledad y se mancha de silencio y el desconocido que todavía escondido en el agujero de la dicha espera una mirada fugaz, unos labios que le digan que sí, sin tener que decirle que sí, una pierna que tiembla y se exalta y se abre para que el sueño agarre su forma y su materia y se haga realidad…
con el pasar de los días y de los sueños y de los huecos y las materias en desuso, y una vez el delirio se había roto las uñas y marcado con sangre las heridas del silencio, los agujeros del deseo, las grietas de la inocencia… vinieron a montones las cartas de amor que escribía por encargo, o por simple necesidad de satisfacer las oscuras pasiones de sus amigas y amigos y conocidos y desconocidos cada vez más abundantes y despedazados en las orillas del sueño, esperando finalmente encontrar a alguien que amasara los desechos de su agonía, los desperdicios de sus noches en vela, el silencio cada vez más silencio de su intimidad…
cartas que salían de sus manos a montones como salen las cosas que no son de las manos de un mago que lo entrega todo sin entregarnos nada… cartas que todo lo podían sin poderlo todo… cartas que deshojan la dicha hoja a hoja sin deshojar una sola de sus ramas…
cartas que olían a sangre derramada y reseca y relamida y contagiada… cartas que respiraban al ritmo de los huecos que le faltan a la noche… cartas tan tiernas y delicadas que una vez salían de la fábrica se deshacían gota a gota como un agua desnuda… cartas que eran solamente órganos y materias en descomposición y fluidos que se derraman y se pegan y glándulas endurecidas y apéndices que le salen al delirio y heridas y huecos y grietas y agujeros que se le pudren a la respiración y ampollas que nacen y crecen y se reproducen y no mueren…
cartas escritas como escribe un niño que escribe líneas y dibujos y garabatos y bisontes y lanzas en las paredes con mierda… cartas ilegibles, rotas, pedazos de fragmentos, sílabas desconocidas a la deriva… cartas náufragas, cartas desconocidas, cartas extraviadas y perdidas…
y tantas veces cartas perfumadas con perfumes baratos y esencias desconocidas, y axilas y vaginas y tetas y labios y culos y ungüentos que se adelgazan y se derraman y se pierden y se pudren en las bodegas de la nada…
no recuerdo si alguna vez escribí por encargo alguna carta de amor a la divinidad, o si yo mismo se la mandé a mi nombre, con mi mejor letra, pidiéndole ayuda para que terminara de una vez para siempre esta pesadilla de las palabras, esta dicha de los huecos sin fondo, este delirio sin alas y sin nombre… lo único cierto es que la pequeña oficina que había montado para tales menesteres siempre estaba atiborrada de clientes y no siempre los mismos, sino que la clientela era cada vez más abundante y diferente… más huecos y delirios y silencio…
un día, por causalidad, mientras intentaba poner mis asuntos en orden, me di cuenta que una de mis hermanas me robaba las cartas… las mías, las de otros, las de tantos, las de nadie… y las escondía en los sitios más íntimos de su cuarto y las leía, y las lloraba y les cambiaba los nombres, dos o tres palabras les cambiaba, y se las mandaba a sus novios y amigos y desconocidos y amantes…
ese día, sin preguntarme por qué, decidí cerrar la oficina para siempre y buscar un trabajo y dedicarme a estudiar y escribir poemas eróticos y de amor…
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* Manuel Cortés Castañeda, nacido en Colombia, es licenciado en Español y Literatura de la Universidad Nacional Pedagógica (Bogotá), director y actor de teatro. Cursó estudios de doctorado en la universidad Complutense (Madrid). Enseña español y literatura del siglo XX en Eastern Kentucky University. Ha publicado seis libros de poesía: Trazos al margen. Madrid, España: Ediciones Clown, 1990; Prohibido fijar avisos. Madrid, España: Editorial Betania, 1991; Caja de iniquidades. Valparaíso, Chile: Editorial Vertiente, 1995; El espejo del otro. París, Francia: Editions Ellgé, 1998. Aperitivos, Xalapa, México: Editorial Graffiti, 2004; Clic. Puebla, México: Editorial Lunareada, 2005. Dos antologías de su trabajo literario han aparecido recientemente: Delitos menores, Cali, Colombia: Programa editorial Universidad del Valle. Colección Escala de Jacob, 2006; y Oglinda Celuilalt, Cluj–Napoca, Rumania: Casa Cărţii de Ştiinţă, 2006. Ha sido incluido en antologías tales como Trayecto contiguo. Madrid, España: Editorial Betania, 1993; Los pasajeros del arca. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1994. Libro de bitácora. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1996. Donde mora el amor. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1997. Raíces latinas, narradores y poetas inmigrantes, Perú, 2012. Además, escribe sobre poesía, cuento y cine. Actualmente está traduciendo al español textos de poetas norteamericanos de las últimas décadas: Charles Bernstein, Leslie Scalapino, Andrei Codrescu, Susan Howe y Janine Canan, entre otros.
Me llama mucho la atención el tema de las cartas, porque las viví, me pregunto por las nuevas generaciones que podrán asemejar, cuando ya no existen, no se pueden perfumar, en fin, de las que leí todas tienen su aporte, pero La Búsqueda una cita de amor… valiosa, la carta a un extraterrestre certitica lo paranormal, 4 perros cuando son dos y dos personas haciendo lo mismo al mismo tiempo, salgo fantastico ! en fin cartas, cartas con muy diversas miradas Vivan las cartas!! eran las conexiones perdidas o truncadas …pero que revitalizaban