Arte Cronopio

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EL MAESTRO ESCULTOR NARRADO POR SU APRENDIZ

Por Alonso Ríos V.*

Antes de conocer personalmente al Maestro yo tenía una imagen muy particular de él y lo imaginaba como una deidad capaz de transformar mágicamente la materia en objetos divinizados. Lo imaginaba de gran tamaño, de piel blanca, brazos velludos y fuertes y con una áurea de Dios del Olimpo preparado a hacernos comprender un mundo mágico de formas y colores fantásticos.

Un día de febrero, hace más de cuarenta años, lo vi por primera vez luego de que él me llamara por teléfono a una casa vecina y acordáramos una cita en la Plazuela de San Ignacio. El sol de las tres era picante y envolvía de sopor el ambiente de Medellín. Lo conocí e incrédulo pensé que este señor tan pequeño y de aspecto aindiado, casi inofensivo, no podía ser el gran maestro de quien todos los medios de comunicación hablaban. Llegó en compañía del doctor Jorge Franco Vélez, médico y personaje famoso de esa época. Los dos venían en el mismo estado de embriaguez y de desorden. Lejos estaba esa imagen de la que en mi imaginación yo tenía del Maestro.

Los medios de comunicación de esa época hablaban profusamente de un hombre extraordinario que había construido la portentosa obra escultórica del Simón Bolívar Desnudo de Pereira, el Prometeo de la Universidad Nacional Autónoma de México, el Monumento a José María Córdoba de Rionegro y muchas obras extraordinarias en otros lugares de Colombia y del mundo. Pero mirando esas pequeñas manos rosadas y delicadas y ese cuerpo frágil y pequeño, daba la impresión de ser un hombre hecho para otras labores diferentes y no para ser el hacedor de imágenes gigantescas y escultóricas de dioses.

Poco tiempo después de conocerlo comencé a trabajar como jefe del taller de escultura, mis dependientes asignados en ese entonces, Jaime y Carlos, eran dos viejos que lo único que hacían era amasar barro gris, fumar y conversar todo el día. Y cuando comencé a techar algunos espacios del patio, ellos ni me obedecían. ¡Qué lo iban a hacer si yo era casi un niño y ellos unos ancianos! El taller no era más que un solar escueto y desolado, sin herramientas, ni techos, ni materiales, ni obreros para la realización de obra escultórica alguna.

El Maestro me dijo: «si usted se siente escultor debe también ser capaz de construir un techo y hacer de este desguarnecido lugar un taller de escultura». Desconsolado miré en derredor y pensé en escapar de ese miserable patio en desorden y poblado de malezas, palos, y materiales de alguna demolición. Sólo se observaba un corredor contiguo al edificio en derribamiento donde anteriormente funcionaba el antiguo Instituto San Carlos de los Hermanos Lasallistas. Al mirar al Maestro fijamente al rostro moreno, descubrí que detrás de esos parpados que tenían unas pestañas parecidas a las de una ternera por su largor y crispamiento, se escondían unos ojos redondos, brillantes y perspicaces que poseían el don de penetrar hasta el alma.

Difícilmente se le podía decir que no a un ser con esa mirada y esa fuerza interior. Poder que hacía que todo a su alrededor fuera posible bajo el saber cautivante de su pensamiento. Como un niño obediente, yo tenía en ese entonces escasos veinte años, comencé mi labor persistentemente en el taller de escultura bajo la dirección de su contemplación alucinante. Desde ese momento comprendí que no eran necesarios, para ser un creador, los músculos ni el tamaño físico del cuerpo cuando en el individuo existe la fuerza portentosa de las ideas y de la imaginación.

Su voz era firme, clarinada, y quien lo escuchara sin mirarlo, se lo imaginaría un hombre de otra raza y cultura. Su conversación era amena, llena de detalles, de una acertada dicción y muy constantemente dejaba entrever en sus historias un dejo de amargura e insatisfacción. Fueron muchas las veces que, en momentos de esparcimiento luego de trabajar todo el día, especialmente los sábados, nos invitaba a algún cafetín y allí, en medio del fragor del licor, empezaba a contarnos historias de los recorridos por Europa y México, deteniéndose muy especialmente en algunos personajes del período del renacimiento y de la Grecia Helénica, de la cual él estaba enamorado. Cuando hablaba del gran Miguel Ángel, sus pequeños ojos se abrían desmesuradamente, enrojecía su rostro y el tono de su voz cambiaba de entonación, se ponía de pie, manoteaba y batía los brazos agitadamente como un molino de viento para describirnos la fuerza expresiva de su arte.

Fueron muchas las horas que transcurrieron mientras él nos hablaba de la técnica utilizada para la elaboración de los mármoles y cómo, y en qué forma logró Miguel Ángel la construcción del David, del enorme Moisés, de la famosa Pietá y de todas las demás esculturas inmortales. Recuerdo esa noche de abril, de un año incierto, en un café de Carabobo, hablando del Perseo de Benvenuto Celline  y la gran odisea de la fundición de esta obra extraordinaria. También un día en el taller de escultura, me habló apasionadamente de Gian Lorenzo Bernini destacado su gran capacidad técnica en el tallado del mármol y de la gran columnata de la plaza de San Pedro en el Vaticano. Años después he recordado agradecido estos momentos sublimes, cuando El Maestro me abría al mundo del arte con su conversación amena y sabia.

El Maestro era para nosotros la escuela de arte y los libros que no teníamos en la casa. Cuando departía tomaba el aguardiente a pequeños sorbos, degustándolo, clavaba la mirada en un espacio vacío y empezaba la disertación con palabras lentas, sin mirarnos al rostro, como si hablara para el solo. Luego poco a poco subía el tono de su voz y empezaba su acostumbrado batir de manos mirando de frente con agudeza, arrugando el entrecejo. Las gentes que estaban en ese momento en la cantina interrumpían sus conversaciones para hacer un corrillo a su alrededor y escuchar al loco que hablaba sin parar durante horas sin que se le agotara el tema. Hablaba de arte, de pueblos y personajes.

Luego, cuando terminaba, después de varias horas y cuando el néctar de caña empezaba a crear estragos en su mente, se quedaba en medio de un mutismo completo, agachaba el rostro, dejaba descansar los brazos cansados de batirlos como un excéntrico y sólo se escuchaban, para terminar su conferencia, unas palabras en tono bajo: «no parlo más». Su mirada vidriosa se perdía en el infinito.  En ese momento era ya el amanecer y nosotros, sus aprendices, contemplando la alborada, debíamos irnos trastabillando al taller, sumisamente, para iniciar la labor rutinaria.

Nosotros éramos un grupo de escultores jóvenes que el Maestro había contratado para realizar las obras escultóricas. Recuerdo al escultor Fabio Parra, quien murió hace poco tiempo y era mi segundo en el taller. Nos conocíamos desde jóvenes cuando estudiamos en el Instituto de Artes Plásticas y era mi mejor amigo. Isidro Álvarez, Juan Londoño y los ayudantes Carlos Atehortúa y Jaime Villa, estos dos últimos eran los viejos del cuento, varios de ellos ya muertos. Más tarde el grupo de colaboradores aumentó con los fundidores orientados por Darío Montoya, fallecido también. Sí, de ese grupo de colaboradores la gran mayoría ya está en el cielo acompañando  al Maestro. Sólo sobreviven de esa cofradía de soñadores los colaboradores más jóvenes que trabajaron con el Maestro Arenas en las obras posteriores a la época de la Universidad de Antioquia.

Levantados los nuevos techos del taller, se inició en el año de 1965 la construcción de la obra para la ciudad de Pereira: Monumento a los Fundadores. Esta obra se trata de una figura prometeica en bronce con los brazos en cruz, el pecho llameante y una actitud de querer atrapar completamente el cosmos, la acompañan dos grandes relieves en concreto, con el tema de la colonización antioqueña en el viejo Caldas. Esta obra de tamaño mediano fue la primera y tal vez la única donde empleamos la arcilla para modelar los relieves, como un precalentamiento de las manos y un acercamiento a su obra. Más tarde aprenderíamos a modelar las esculturas con yeso.

Esta técnica era nueva en Colombia y la aprendió el Maestro en México. Con ella se pueden hacer esculturas gigantes y se trabaja construyendo primero una estructura en hierro como soporte, luego se cubre el esqueleto de hierro con costal de fique impregnado en yeso y encima se ponen capas del material aprovechando los diferentes estados del fraguado. Al comienzo se aplica en forma acuosa, luego el fraguado es como una arcilla y se modela rápidamente la forma buscada, al final se forja el material y es posible tallarlo como si fuera una piedra blanda. Esta forma de trabajar es al comienzo un poco difícil, ya que el yeso es un poco arisco y no tiene la plasticidad de la arcilla, técnica que aprendimos en el Instituto de Artes Plásticas bajo la dirección de Jorge Marín Vieco y Gustavo López, quienes fueron nuestros primeros maestros y nos enseñaron el difícil arte de la escultura.

En el mismo año de 1965 se hizo una obra pequeña de una Flautista para la Universidad de Antioquia, actualmente se ve emplazada en un patio interior del edificio del Paraninfo. Esta obra se vació en concreto con fragmentos de cerámica de diferentes colores para que resaltaran en su superficie. Cuando se hizo esta obra, recuerdo que El Maestro me la encomendó personalmente para que yo la modelara y fue muy poco lo que él incidió en ella. Evoco que una tarde me entregó un pequeño dibujo a tinta negra y me dio unas cortas anotaciones y no volvió a mirar la escultura hasta cuando estuvo terminada. Más de una ocasión expresó que esta obra no era de su autoría y que el responsable era yo.

Entre los año de 1966 y 1967 se hizo el Cristo Cayendo para la Universidad de Antioquia. En esta época trabajamos solos en el taller Fabio Parra y yo, ya que el Maestro viajó como consejero de Misael Pastrana ante el Quirinal, en Roma. Las observaciones de las obras se hacían mediante las fotografías del finado Diego García, Digar, fotógrafo de cabecera del Maestro, y el acompañamiento de Ariel Escobar, arquitecto que actuaba como su vocero e interlocutor. Las fotos se las enviaban a Roma, y él después de estudiarlas les hacía cambios con un pincel y pintura témpera indicando las  correcciones. Ponía textos y flechas revelando detalles y posteriormente las retornaba a Colombia para que nosotros los plasmáramos en el modelo en yeso. Esta forma de dirigir las obras era muy común y lo aplicó en esa ocasión y posteriormente. El Cristo Cayendo simboliza el cambio permanente de la iglesia católica, y el Maestro escribió por esa época una descripción de esta obra:

«El desenvolvimiento anímico del hombre es oscilatorio entre las formas depresivas y el júbilo; y es que el artista ve la vida y ve la muerte; ve lo que está aquí, huyendo y gritando; y lo que está adentro espinando y mordiendo. Cuando proyecté el Cristo, estaba viendo hacia adentro, recordando ecos de la especie, remordimientos ancestrales, en síntesis, la muerte».

Terminado el Cristo Cayendo vendría un receso hasta el año 1968, cuando se inició para la Universidad de Antioquia la obra El Hombre Creador de Energía, otro Prometeo, y la extraordinaria escultura El Monumento de La Batalla del Pantano de Vargas, en la cual trabajaríamos veintidós meses de constante y fatigante labor.

La figura del dios del fuego era invariable en su obra, y este tema lo fui descubriendo en la medida en que empecé a trabajar con el Maestro. Poco conocía yo de este personaje mitológico, pero fui asimilando y aprendiendo de la cultura griega. Esas formas estiradas verticalmente, con la mirada desmesurada y agónica dirigida hacia el cielo, los brazos por encima de la cabeza como queriendo alcanzar lo imposible y el cuerpo elástico y liviano empezaron a cautivarme. Como todos lo sabemos, Prometeo, luego de robar el fuego del carro de Zeus, lo entregó a la humanidad para que sirviera como lumbre y le diera calor y ayuda en la construcción de objetos artesanales y conocimientos básicos. Por su acto de rebeldía, Prometeo fue castigado y encadenado sobre una gran roca del Cáucaso, donde los buitres destrozaban sus  entrañas con sus fieros picos de acero en la medida que renacían y volvían inquebrantablemente a ser devoradas sin fin.

El taller de escultura de la Universidad de Antioquia de esa época, ocupaba el mismo lugar en que actualmente está el edificio del SIU, Sede de Investigaciones Universitarias. Fue precisamente en este lugar donde se hizo la escultura del Monumento del Pantano de Vargas y otras más como las obras del edificio de la Beneficencia de Antioquia, y el Hombre Creador de Energía.

Estábamos en los inicios de la obra del Pantano de Vargas en el año de 1968 cuando murió la madre del Maestro. Recuerdo que trabajábamos él y yo en el proyecto cuando esto sucedió. Sin embargo, a pesar de su sufrimiento no dejó de trabajar en el propósito. Mientras él dibujaba yo iba plasmando en yeso las ideas para crear la maqueta. Lo miraba con curiosidad y notaba cómo él diseñaba pacientemente en una mesa que estaba cerca de la mía y por momentos interrumpía su labor, clavaba la mirada en el suelo y así permanecía durante muchos minutos sin mover un solo músculo.

En ese entonces llevaba el cabello corto, estilo cepillo, no tenía la barba larga y era muy joven, tenía sólo 49 años. Trabajaba envuelto en un gran silencio y cuando se me acercaba para darme alguna instrucción, lo hacía con pocas palabras, se notaba la soledad y la tristeza en su rostro y sus ademanes. Sólo una vez me demostró su dolor diciéndome: «Si el presidente tuviera compasión de mi, no me exigiría la presentación de esta maqueta tan pronto ¡No se qué es más duro, si parir una obra o perder la mamá!»

Permaneció nuevamente en estado de gran mutismo y abatido en su asiento. Esa vez sentí su dolor como si fuera mío. Con toda razón, crear una obra de arte es como parir un hijo, es doloroso sacar de la nada una idea. Y si a esto le añadimos un dolor profundo como es la pérdida de un ser querido, es doble el dolor.

Durante cerca de veintidos meses trabajamos incansablemente en esta obra, desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde con breves interrupciones. Nunca antes lo había visto tan laborioso y tan dinámico. Todo esto sucedía en el año de 1968. Llegaba temprano con la camisa remangada, y luego de un breve saludo se internaba en su estudio a dibujar y dibujar sin descanso. Luego salía con unos dibujos hechos con tinta negra en hojas de papel blanco, con las figuras de los lanceros y los caballos para ir haciendo como un rompecabezas gigante y me las entregaba con algunas explicaciones que hacía con voz firme. Muchas de estas figuras dibujadas de caballos y lanceros, fueron reformadas por mí en algunos detalles para ser adecuadas a la composición, esto sin que el Maestro se diera por enterado. Sólo dos meses antes de su muerte, mirando un libro y estando en su casa El Pombal, le hice notar los cambios en algunas de las figuras que él desconocía, y sorprendido me dijo «¡putas, porque no me lo habías dicho antes, carajo!».

En un momento de excitación impetuosa del trabajo y mirando el modelo en construcción, muy preocupado por el tamaño y peso que iba adquiriendo la obra, le pregunté: «Maestro, ¿ha pensado usted cómo es que la vamos a sujetar allá en el monumento cuando esté vaciada en bronce para que no se vaya a caer?» Primero me miró de frente, clavó sus ojos en los míos, y luego, asumiendo una posición paternal, me respondió: «Primero es lo primero y segundo es lo segundo. Primero hacemos el modelado de la obra y la fundimos, luego llamamos a los ingenieros para que resuelvan ese problema. Por lo pronto sigamos en lo que nos toca, concentradamente y sin equívocos». Yo me quedé como cuando mi padre me decía para corregirme: «Primero se piensa y luego se habla, hombre. No quieras ensillar la bestia sin haber primero cogido el caballo». Por eso el Maestro era para mi una persona muy importante, porque él primero quería formar al hombre y luego al artista.

El Maestro era además un excelente dibujante. Él consideraba fundamental que un escultor dibujara bien, y decía: «un buen escultor debe ser siempre un buen dibujante, de no ser así no podría entonces plasmar las ideas». Por cada obra, él hacía muchos dibujos, no solamente del conjunto de la obra sino también de los detalles. Es así como siempre se le veía dibujando. Se instalaba en el estudio horas enteras en la dura brega de descifrar la futura obra con un rapidógrafo de tinta negra, ya que él dibujaba directamente y en forma espontánea y segura, sin previo dibujo con lápiz o borrador.

De los cientos de dibujos que hizo en ese entonces, y que pasaron por mis manos, fueron muy pocos los que me quedaron. Yo solamente guardo uno de un detalle de un caballo del Monumento del Pantano de Vargas y no me explico porqué no tengo más en mi poder. Tal vez no le dábamos mucho valor a esos dibujos que se volvieron tan naturales e imprescindibles para desarrollar las obras. Sus dibujos eran de alta calidad y en cada uno de ellos se veía su gran talento como dibujante. Nunca le vi dibujar utilizando colores y en los pocos que advertí en su casa en El Pombal que tenían matices, indicaban que El Maestro no era propiamente un pintor colorista y más bien le gustaba utilizar el monocromo. En sus libros se destaca profusamente la obra escultórica, pero es poco lo que se destacan sus dibujos. ¡Qué bien se vería una muestra de dibujos del Maestro!

De esa época lo mas son las anécdotas, hay un fragmento del libro de mi autoría A Golpes de Cincel en la Memoria, que me parece muy bello y que hoy me ayuda a contar segmentos de esta historia íntima del taller de escultura.

Guillermo González, alias Moya, era un trabajador del taller, fundidor por más señas y empedernido fumador de marihuana. «…una vez se ofreció a lavar en la noche con ácido nítrico la escultura de Rondón, comandante de los catorce llaneros que hacen parte de la obra del Monumento del Pantano de Vargas;(después de cada fundición las piezas de bronce contienen en su superficie pegado el grafito que se le aplica a los moldes para defenderlos del calor del metal caliente, y debe ser lavado antes del acabado de la patina). Esta obra pesa cerca de 40 toneladas, y de la cual la figura en mención pesa cerca de tres toneladas.

« De acuerdo a lo convenido, Moya comenzaría a trabajar  a las seis de la tarde y lo haría toda la noche removiendo el grafito de la superficie del bronce. Aquel día lo vi fresco y animado, con ropas limpias y blancas. Nos despedimos al salir y él se dispuso a preparar todo lo necesario: sacó la manguera y la conectó a la canilla, colocó el ácido nítrico y los cepillos de cerdas en el andamio, sintonizó su emisora preferida y a punta de tangos inició la labor lenta y silenciosa de la limpieza de la obra. Al día siguiente llegué muy temprano al taller, no era aún las siete de la mañana y el sol se veía brillante sobre el cerro del Pan de Azúcar. Venia desprevenido y no recordaba lo de Moya. Abrí la puerta del taller y el sol que penetraba por encima de un muro iluminaba todo el espacio interior.

«Cuando levanté los ojos quedé asombrado de ver la figura de Rondón, perfectamente limpia y brillante como de oro. Me acerqué a la escultura y observé que la manguera del agua estaba conectada y botaba agua profusamente, los frascos de ácido estaban desocupados, y por la parte de atrás, debajo de la escultura, acurrucado como un niño, estaba Moya completamente negras sus ropas, su cara y sus brazos, y dormía placidamente. El Maestro, que llegó en ese momento detrás de mí, al ver el extraordinario espectáculo, sacó rápidamente la infaltable cámara y sin mediar un saludo martilló repetidamente el obturador. Luego me miró asombrado y, seguidamente, miró nuevamente la escena fantástica, y la volvió a fotografiar  expresando palabras de satisfacción y alegría: momentos así como éste son muy contados en la vida, vaya esta buena  por Moya el marihuano y su jinete de oro en su lecho de mugre».

El carácter multifacético del Maestro Rodrigo Arenas Betancourt era ejemplar. No solamente era un escultor genial sino que también, y como lo dije más arriba, era un extraordinario dibujante. Con el manejo de la cámara de fotografía era igual. Sus fotos siempre me parecieron excelentes no solamente por el manejo de la luz, sino también por el de la composición tan sorprendente que hacía que cada foto adquiriera ese valor intrínsico que la hacía ver como una obra de arte. Siempre lo vi cargando una cámara enorme de marca Refles, cuadrada,  pantalla en la parte superior, y encima de un trípode. Todo lo fotografiaba y de todo detalle de las obras o de las personas que trabajaban en el taller guardaba un registro fotográfico. Para ello demostraba también una gran paciencia. Varias veces lo vimos esperar filósofamente todo el día hasta cuando la luz era propicia para disparar el obturador; plasmar un jinete en yeso o bronce, un desnudo, un grupo de personas, un dibujo en el suelo, o escenas extraordinarias de crisoles en ebullición o sombras mágicas de objetos quietos o en movimiento. Era su placer. Todo lo que se percibía era susceptible de caer en el embrujo de su mirada investigadora y perspicaz.

Esperaba el segundo milagroso en que la luz era única para hacer el registro. Por eso, en cada momento del día, salía de la madriguera del estudio con las gafas en la mano, mirando al cielo y calculando la hora, como un metereólogo escudriñando los fenómenos de la luz y de las sombras. Fueron muchas las veces que se le vio encaramado en un muro, o en una escalera, en un andamio y hasta encima de su Studebaker amarillo, buscando el ángulo preciso para la foto. Luego, con su cámara repleta de imágenes, marchaba donde su amigo Digar. Se internaba en el laboratorio a jugar con los químicos, las cubetas y los papeles fotográficos hasta lograr que la magia de la luminiscencia recreara sombras y luces fantásticas y permitiera ver las imágenes.

La escultura, símbolo de la Universidad de Antioquia, El Hombre Creador de Energía, en la cual trabajé solamente con un ayudante y una modelo, me trae muchos duros recuerdos, ya que fue una época crucial en mi propia vida. Por ese tiempo había sufrido el ataque de los dardos de Eros con tal crueldad, que solamente tenía cabeza para mirar unos ojos claros y un cuerpo fino de mujer que me sometió con tal egoísmo que solamente vivía para ella. Por más que mirara la modelo que tenía en el taller, encima de un andamio, yo solamente veía el cuerpo fino de mi verduga. Cuánto sufrí y viví por ella. Hoy cada vez que paso cerca de esta obra en la Universidad, lo que reparo en mi imaginación es la escena de un momento terrible de mi vida. Esa mujer de bronce que acompaña al Prometeo y hace juego en la composición fue mi amante, modelo y compañera en un momento aciago de mi existencia. Un año tardó la ejecución de esta obra y una eternidad son las vivencias que me quedaron marcadas en mi espíritu como una cicatriz imborrable.

Cuando modelábamos la obra de El Hombre Creador de Energía y sin terminarla,  iniciamos con El Monumento del Pantano de Vargas.  Ese año y el siguiente fueron los años más febriles vividos en el taller de escultura trabajando en dos obras gigantes que hacen parte de las siete obras más importantes del Maestro Rodrigo Arenas Betancourt, como bien lo clasifica él mismo en orden de importancia en uno de sus libros editado por la Secretaría de Educación del municipio de Medellín. En su orden: Monumento a la batalla del Pantano de Vargas, El Bolívar Desnudo, El Cristo de la Liberación, Monumento a la Raza Antioqueña, El Bolívar Cóndor, El Prometeo (México), El Hombre Creador de Energía.

El hombre Creador de Energía es en realidad otro Prometeo, como lo describe él mismo en uno de sus escritos: «…al hombre nuevo, navegante del mañana, de cara al sol, frente a los caminos cósmicos, entre explosiones, cataclismos y tinieblas siderales…»

Entre el año de 1970 y 1974 hubo un receso en mi trabajo con el Maestro, volví cuando el taller en las instalaciones de la Universidad se clausuró por terminación de contratos con ella. Al volver al estudio del Maestro, este funcionaba en predios de Suramericana de Seguros. El nuevo espacio era construido elementalmente de palos y techos de teja de asbesto – cemento, como se aprecia en algunas fotografías de esa época, con pisos de tierra desnuda y sin ninguna comodidad. Era, mejor dicho, otro potrero como el primero que yo conocí. Y fue allí donde hizo la obra escultórica del Monumento a la Gaitana para Neiva y La Fuente de la Vida para Suramericana de Seguros.

En realidad trabajé muy poco en la obra de Suramericana, y solamente hice algunos detalles de ésta hacia el final. El Maestro lo que pretendía era que yo nuevamente calentara mis manos y empezara la ejecución de la obra del Monumento a la Gaitana. Todo esto entre 1974 y 1975. La Gaitana es la imagen de una diosa con un grueso cordel en la  mano izquierda con la cual arrastra el cadáver de Pedro de Añiazco, el español al cual exterminó con crueldad y luego arrastró por los caminos para que fuera escarmiento de los conquistadores españoles. A Pedro de Añiazco se le ve como un ser humillado y vencido.

Se puede seguir entonces el hilo conductor de la temática del Maestro en sus obras. Prometeo como el que hizo para la Universidad Autónoma de México. Igual para la obra de los fundadores de Pereira y la Universidad Tecnológica de la misma ciudad. Es prometeica la escultura del Bolívar Desnudo de Pereira con su brazo portando una antorcha abrazada de fuego. Es Prometeo vencido el Cristo Cayendo de la Universidad de Antioquia, también el Cristo de la Liberación de Barranquilla y el famoso Bolívar Cóndor de Manizales. Es prometeica la figura endiosada de La Gaitana. Y es aterradoramente prometeica la serie de las innumerables figuras de cristos, pequeños y grandes, siempre desgarbados y deformes, pero terriblemente humanos. Una obra quizá monotemática pero profundamente humana, realista y autobiográfica. Prometeo y artista escultor son el mismo personaje.

«…al hombre nuevo, navegante del mañana, de cara al sol, frente a los caminos cósmicos, entre explosiones, cataclismos y tinieblas siderales…» Ese personaje mítico era él mismo. Un hombre nuevo de pensamientos avanzados y de cara al sol, siempre navegando en la búsqueda infinita del conocimiento y la poesía, con su mente y su pensamiento en alto, más allá de lo terráqueo, de las mezquindades de los hombres pequeños, con un sueño superior que lo hacía ver diferente entre los hombres, más parecido a un Prometeo siempre rebelde y sabio. Con sus brazos siempre en lo alto y su mirada llena de poesía y de pasión, dando a esta humanidad el fuego de su deslumbrante pensamiento por medio de los instrumentos de la pluma y el cincel. Plasmando nuevos caminos y nuevas aventuras pletóricas del fuego sideral de su inmenso poder espiritual.

Pero también, como a Prometeo, lo vi castigado y derrotado por los sufrimientos, por las persecuciones de los hombres que no lo entendían  y lo juzgaban con la crueldad de sus críticas, de fustigadores que creían falsamente, equivocadamente, que él era un personaje desfasado de su tiempo y su memoria, sin entender que para hablar de sus hermanos debía ser realista y poder, de este modo, comprenderlos, quererlos y sufrirlos. De que le valía al Maestro emplear otra forma de comunicación más conceptual y, entre comillas «más moderna», si lo que tenía al frente era un pueblo agrario con raíces campesinas, que venía de sufrir las derrotas y los desplazamientos de una sociedad injusta y sobre todo corrupta.

El Maestro Rodrigo Arenas Betancourt era entonces un hombre de su tiempo y para su tiempo y me atrevería a decir más: un hombre actual y futurista. En sus últimos tiempos describió su forma de pensamiento de una manera genial y certera cuando dijo a manera de postulado: «No me interesa la escultura por la escultura misma, me interesa expresar, con los medios a mi alcance, mí concepción y mi visión del mundo actual, me interesa rebelarme contra la opresión y contra la miseria, me interesa protestar por la injusticia del mundo en donde hay tantos hombres perseguidos».

El Maestro Rodrigo Arenas Betancourt era el mismísimo Prometeo.

*Alonso Ríos, es escultor, pintor y desde hace 15 años escritor. Fue profesor de la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia durante 30 años, de 1964 a 1994. Algunas de sus obras escultóricas más importantes son El sembrador de estrellas y El maestro forjador de futuro, que se encuentran en los bloques 19 y 9 de la Universidad. En la actualidad sigue dedicándose a la escultura, pertenece a la corporación Amigos del Arte de Marinilla y colabora con algunas publicaciones.

5 COMENTARIOS

  1. Excelente y entretenida publicación bibliográfica del más grande entre los grandes: RODRIGO ARENAS BETANCUR.

  2. Señor Álvaro Noreña. Gracias por su observación. En el momento de buscar las fotografías, no encontramos referencias de los autores. Si alguien tiene información al respecto, o los mismos autores se comunican con nosotros, con gusto añadiremos esos datos.

  3. Los felicito por la publicación sobre el maestro Rodrigo Arenas Betancur. Sólo un detalle: los créditos de las fotografías de donde fueron tomadas.

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