Arte Cronopio

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COMO EN LA VIDA REAL

Por Ana María Kamper*

Frente al espejo el pincel define una ceja elevada y gruesa para  reforzar el carácter de una mujer perversa, los labios resaltados por un rojo intenso con un brillo tenue, un tono que yo jamás usaría, pero que sin duda le luce a mi personaje, el trazo de una línea oscura y delgada sobre el párpado, la vanidad y la ambición en los ojos, la coquetería de unas pestañas, postizas usualmente, y sombras de colores fuertes para lograr intensidad en la mirada. Dudé si resultaba acertado recogerme el cabello con una soberbia moña para parecer arrogante y altiva, pero me decidí por la certeza de un corte moderno tinturado de rojo borgoña, un tono que da indicios de la dudosa procedencia de la ahora muy respetable Helena Sims.
Acto seguido la visto con un sastre elegante en tonos fríos pero llamativos, pues no le gusta pasar desapercibida, un diseño que yo jamás tendría en mi propio ajuar pero que resulta ideal para ella y por supuesto joyas de brillantes, falsos, pero que por la acción ilusoria de la magia en escena, alcanzan la pretensión de transformarse en diamantes invaluables con oro de innumerables quilates, accesorios que veladamente sugieren las oscuras intenciones que viene dispuesta a alcanzar,  y al mirarme de nuevo al espejo reconozco que cada detalle me acerca a ella, pero aún falta algo, algo que en conjunto puede resultar poco notable y en ocasiones trivial pero que realmente culmina el encuentro con esa otra identidad, el toque final. ¡Los zapatos! Aún llevo puestos mis botines negros y es solo en ese momento, cuando me desprendo de la comodidad de mi propia horma para calzarme los zapatos de Helena. Sólo entonces esa verdad ajena empieza a cobrar, paso a paso, cuerpo y textura en mí.

Ya no me desplazo, ni me siento, ni me comporto como siempre, me he puesto en los zapatos de ella y algo de manera tan sutil como definitiva comienza a obrar.  Empieza en la columna, afecta mi cuello, mi expresión, mi presencia, incluso otro ritmo, otro contoneo musical llevan mis pies al caminar, mis pasos para ella son firmes y decididos, mis movimientos y palabras resultan más calculados y punzantes… No siempre y posiblemente no para todos los profesionales del arte dramático funciona igual, pero yo sin los zapatos del personaje, como dicen, «no me puedo hallar».

Fue hasta hace unos cinco años cuando comprendí en toda su dimensión la  relevancia de salir de mis zapatos al momento de entrar al personaje. Un día en que me enfrenté a un ensayo técnico previo al estreno de una obra que habíamos ensayado durante casi tres meses. La forma y contenido estaban elaborados, diálogos, tiempos y movimientos listos y preparados, este era el ensayo para cuadrar luces y sonido, ensayos que generalmente están impregnados de una alta dosis de ansiedad y nervios ante la expectante realidad cada vez más cercana del estreno.

El cansancio y la tensión forman parte inevitable de estas jornadas que, a medida que transcurren los segundos, son más arduas e intensas, la espera hasta altas horas de la noche es un preámbulo tan necesario como ineludible. Y en esta espera me encontraba cuando me llegó el turno de hacer las  marcaciones respectivas, entré al escenario de manera totalmente desprevenida, con mis prendas personales, mis cargas y reposos del día y mis informales zapatos… Y con solo intentar dar inicio a los parlamentos de mis escenas tantas veces aprendidas, me vi, para sorpresa mía, completamente aturdida en el escenario. Vagas ideas de los textos salían incoherentes de mi boca y de repente ese espacio, tantas veces transitado, me resultó desconocido e impredecible. La estática en este instante se convirtió en la opción más segura, quedé como suspendida en la nada…

Ese día sin lugar a dudas, comprendí como nunca lo que significaba aquello que tantas veces había escuchado de boca de algunos compañeros: «Quedar en blanco». Era como si alguno de los focos frontales de la iluminación del teatro me hubiera absorbido por completo la lógica actoral, fueron tan solo unos segundos pero que en el teatro como siempre, resultan ser una eternidad, suficientes para sumirme en un vergonzoso estado de vacilante bochorno, sólo agradecí el que no hubiera asistido público que pudiera ser testigo de este tropiezo abismal, en ese instante lo único que lograron asimilar mis sentidos fueron las generosas palabras del director quien con voz calma y paciente pareció comprender mucho mejor que yo misma la naturaleza de mi estado:

—«Ve a ponerte los zapatos del personaje» —Me dijo. Palabras que en ese momento penetraron mis oídos con el entendimiento de una lucidez reveladora y de pronto todo recobró sentido de nuevo, debía estar sonrojada sin duda, sonreí tímidamente pero aliviada, primero por la sencillez y sapiencia de mi director cuya comprensión me resultó más que alentadora. Era indudable que reconocía por su experiencia el origen de ese repentino estado que me había sumido, lo que me permitió comprender también que no era la única a quién le había ocurrido algo similar, lo cual era un consuelo, pero aún mas sonriente por el rescate de mis capacidades actorales que por esos instantes creí perdidas.

Entonces confirmé lo que hasta ese momento representaba solo un acto intuitivo en mi búsqueda actoral: la contundente relevancia de los zapatos en el encuentro formal con el personaje. Nunca más volví a exponerme al riesgo de quedar despojada en medio del escenario. Ese día  cuando volví al ensayo después de un momento, ya con los zapatos del personaje incorporados, me desplacé sin dudas por el escenario, completamente apropiada de quien ahora era, dueña del personaje, de la puesta en escena, de mi, de algún modo perpleja y a la vez fascinada por la particularidad de los sucesos que pueden cumplirse en medio de la búsqueda  actoral.

Podría mantener esta anécdota en la reserva pues, vista de cierto modo, no resulta halagador dejar en evidencia mi momentáneo tropiezo actoral, pero tampoco pude escapar al valor de la íntima reflexión que ese instante en particular me provocó: la ganancia de aprender que efectivamente sólo andando en los zapatos de otros podemos acercarnos realmente a su verdad, no solo a los personajes literarios o de ficción, se aplica a todos a nuestro alrededor, visto así, la valía de lo aprendido por esta experiencia superaba en gran manera la vergüenza momentánea de mi bochornoso traspié… Cómo en la vida real.

Parece que sí es cierto, que sólo al ponernos en los zapatos de otros podemos entender sus motivos y razones, una comprensión que nos permite incluso justificar sus actos, acercarnos a sus crudezas y tesoros y no pocas veces enamorarnos de su intimidad… Si, sólo andando en los zapatos de otros podemos comprender sin juicios la verdad que implica recorrer los pasos de otra humanidad.

Tal vez, solo tal vez, ese andar en los zapatos de otros contribuye en parte a darle relevancia por encima del brillo a este oficio nuestro, tal vez por ese momento único en que logramos alcanzar la verdad de otras vivencias, alcanzamos también la transcendencia en la memoria de los tiempos que reflejan los pasos de una sociedad.

Cuánta generosidad alcanzaríamos si camináramos más en los zapatos de otros, y cuánto menos incomprendidos seríamos si otros se acercaran a nuestro caminar… No encontraría una ocasión más propicia para traer a colación un extracto breve de un poema de Gal, con el cual me despido y continúo mi andar:

«Tengo la certeza de no estar muerta, porque los muertos no llevan zapatos»
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* Ana María Kamper es una reconocida actriz colombiana de cine, televisión y teatro con formación en ballet clásico. Estudió teatro y expresión dramática con Francisco Rincón. Su primer trabajo teatral fue remplazando a Luisa Fernanda Giraldo. Luego participó en El diario de Ana Frank y en Macondo y La cándida Eréndira y la abuela desalmada, dirigida por Agustín Núñez. Ingresó luego a la Escuela Nacional de Arte Dramático, donde también dictaba clases de danza. Ana María se siente a gusto con la comedia, especialmente con las obras de Molliere; por eso actuó en Las preciosas ridículas, Pantaleón y las visitadoras y Tartufo. Más tarde Roberto Reyes le dio una oportunidad en Musidramas y luego la llamaron para la comedia Pero qué familia. Su más reciente aparición en televisión fue en la serie Operación Jaque y la telenovela Oye Bonita. Fuente: Revista TV y Novelas No. 051, 12 de octubre de 1992.

3 COMENTARIOS

  1. Excelente vivencia de una estupenda actriz. Todos tenemos una manera diferente de actuar. Ella comparte con inteligencia, uno de los momentos de su vida artística. Abrazos

  2. Hola Ana María, felicitaciones de todo corazón. Muy buen relato y, sobre todo, demuestra una vez más tu sencillez y profesionalismo. Un abrazo

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