Arte Cronopio

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LA MÚSICA Y LA ESCUELA

Por Andrés Samper Arbeláez*

Permitir el ingreso de la música al aula puede ser un buen punto de partida para iniciar procesos significativos de construcción de sentido en las primeras edades.  Tal como lo expuso el lingüista y lexicógrafo Imanol Aguirre, es aceptar y promover el «enredo» entre «las músicas» y las «formas de ver el mundo» de los jóvenes con los contenidos tradicionales de la escuela.  Entonces se puede hacer de la clase de música un espacio fértil en relatos que tengan sentido y formen apropiadamente a los estudiantes.

Es posible pensar la escuela de hoy como un espacio alternativo de sentido e identidad. Un lugar que sobrevive a los golpes bruscos de una cultura contemporánea desbordada de mensajes, estímulos y ofertas de entretenimiento, con una marcada tendencia hacia la homogeneización de las subjetividades. Eso lo consideró en cierta ocasión el psicoanalista y filosofo francés Félix Guattari. Por eso, en la actualidad —frente al rompimiento de algunas ideas religiosas y políticas— se ofrece dentro del vertiginoso mundo moderno un espacio para saciar a través de la música las búsquedas insatisfechas de los jóvenes.

La música ofrece una experiencia con un componente de vivencias profundas que involucra distintas dimensiones del ser. Al mismo tiempo es un lugar para la construcción de vínculos sociales a través de las relaciones humanas y la afectividad. La música, desde esta perspectiva, es mucho más que un fenómeno acústico. En opinión de Hormigos & Cabello,  es más bien un territorio vivo y en movimiento que incorpora formas de ver el mundo, afectos, modos de relaciones, estructuras, actitudes, transformaciones y comportamientos rituales.

Pensar la escuela como lugar de construcción de sentido implica, entonces, permitir el ingreso de los territorios musicales juveniles en los currículos y en las prácticas pedagógicas. Supone, por lo tanto, compartir el espacio de los programas con otras músicas y visiones de mundo, que surjan desde la periferia sociocultural. Necesitamos abrirnos a  lo que Giroux  llama las  «pedagogías fronterizas».

El ‘territorio musical’ del alumno está conformado por sus gustos e intereses musicales, su herencia sonora, su cotidianidad expresada a través de ciertos géneros y lenguajes. Al mismo tiempo, este territorio es signo y presencia de una identidad que se construye con las distintas dimensiones: familia, «parche», escuela y grupos musicales informales como las bandas de rock juveniles.

Esta reflexión amerita una atención cuidadosa por parte de las instituciones y de los docentes: ¿Somos conscientes del rico torrente de vectores culturales que atraviesan los espacios por fuera del aula y que pueden ser una fuente invaluable de contextos significativos para el desarrollo de la educación en los muchachos del presente?

Lucy Green, en el libro «Music, informal learning and the School: a new classroom pedagogy», nos invita a través de una propuesta investigativa rigurosa, a que regresemos nuestra mirada a todo aquello que ocurre en las formas de aprender la música que acontecen por fuera de la escuela. Esto implica rescatar los territorios musicales cotidianos de los jóvenes como componente pedagógico de la escuela, pero también la manera como se aprende dentro de ella misma.

Al leer algunos pensamientos de esta autora, se encuentran cosas interesantes. Por ejemplo, se puede comprobar que las formas de aprender la música están íntimamente ligadas con el hecho de ‘hacer’ música; es decir, no existe una separación entre el gozo, la experiencia estética y el proceso de aprendizaje. Son prácticas marcadas por la elección libre del repertorio, lo oral, el trabajo colectivo, la no linealidad, y la creatividad.

Se invita entonces a trabajar dentro de repertorios libres, escogidos por los alumnos, y trabajados de una manera global que va de las partes al todo y del todo a las partes, sin incluir niveles de dificultad secuenciales. Tal y como se aprende en la vida real  (pensemos en el lenguaje, por ejemplo).

Al «hacer música», los alumnos están ingresando en procesos significativos que los ubican en relación directa con el material sonoro, sus sutilezas y particularidades, con la impronta  emocional de la experiencia siempre en primer plano.

Ahora bien, es importante subrayar que la incorporación de la música a la escuela plantea al mismo tiempo la necesidad de desarrollar herramientas críticas que hagan de la experiencia y de la apreciación del arte en general, y de la música en particular, un espacio autónomo de valoración. Así, no basta con «dejar entrar» los mundos simbólicos cotidianos del joven al aula; es importante incorporar juicios críticos que le permitan apreciar y reflexionar sobre «las músicas» a partir de los contextos que les dan origen, teniendo en cuenta las fuerzas y reglas que determinan las dinámicas particulares de dichos campos.

Por ejemplo, al incluir en la enseñanza la cultura contemporánea de masas, sería importante promover al mismo tiempo una reflexión crítica sobre las dinámicas de la industria cultural y el mundo del entretenimiento, estudiando sus asimetrías y las diversas lógicas que los atraviesan.

El aula se convierte así en un lugar de encuentro entre el patrimonio cultural en el que se inscribe una escuela determinada y los propios conceptos de historia que manejan los estudiantes, dentro de una perspectiva incluyente y al mismo tiempo crítica. Esto permite ensanchar los territorios musicales de los alumnos, dentro de la autonomía en la producción, apreciación y contextualización del conocimiento.

Keiith Swanwick, en su libro «Música, pensamiento y educación», propone una diferenciación entre la educación basada en la ‘instrucción’ y aquella basada en el ‘encuentro’.

La instrucción proviene de una visión conductual de la enseñanza, cimentada en objetivos predecibles, observables y evaluables. Tiene que ver con lo que Swanwick llama una ‘estructuración fuerte’ en la enseñanza de la música; esta se caracteriza por un rol preponderante del docente, quien toma las decisiones él solo frente al tipo de repertorio que se va a trabajar en clase y tiene el control sobre «la selección, organización y ritmo del aprendizaje».

El encuentro, por otra parte,  tiene que ver con una concepción de la educación menos fragmentada y lineal, y con un componente colectivo muy fuerte. Haciendo referencia a la manera en que los ‘venda’ aprenden música, Swanwick explica esta noción de encuentro de la siguiente manera: «La música es, por encima de todo, un arte social en el que la interpretación con otros y la escucha de otros es la motivación, la experiencia y el proceso de aprendizaje. A eso se llama educación musical por el encuentro. La música no queda fragmentada en pequeñas parcelas para fines prácticos o de análisis, sino que se presenta y acoge como un todo dentro de un contexto social global. Por eso la experiencia musical de los participantes es polivalente, rica en posibilidades y desde luego no está organizada secuencialmente por orden de dificultad».

Nos encontramos frente a dos modelos de enseñanza musical a primera vista antagónicos. Sin embargo, Swanwick insiste en que el diálogo entre los dos y la tensión producto de este diálogo, es «inevitable y fecunda al mismo tiempo».

Se puede decir que pensar el campo de la educación artística en ámbitos escolares, supone aceptar nuevas formas de entender y reconstruir los currículos que planteen espacios alternativos de identidad frente a un mundo contemporáneo con territorios simbólicos cada vez más fragmentados y volátiles.

En este contexto, es posible permitir el ingreso de los territorios musicales juveniles al aula de apreciación musical, a través de experiencias que aporten nuevos significados dentro de perspectivas críticas. Lo anterior lleva a aportar valiosos elementos a la construcción de identidad, al tiempo que abre espacios para nuevas experiencias estéticas.

En palabras de Imanol Aguirre: «concebir el arte como experiencia y la obra como relato abierto, nos ofrece un punto de partida privilegiado para mejorar la motivación de los estudiantes hacia la educación artística, porque permite incluir como objeto de estudio a los artefactos de su propia cultura estética […] en la medida en que los estudiantes son activos tejedores de ese relato siempre inacabado, que constituye cada producto artístico, el ejercicio de interpretación amplía la capacidad de experimentar como propias, formas ajenas de experiencia estética y reduce el hastío que produce la exégesis academicista».

La experiencia musical del joven ingresa al aula y encuentra nuevos significados; en el mismo sentido, el universo de la cultura que busca encaminar la escuela (por ejemplo, los estilos, lenguajes y obras de la música clásica occidental) también es reinterpretado de manera activa por el estudiante, en la medida en que «el aula» le ayuda a «enredarse en él». Se debe continuar con la confección de su tejido y descubrir en las manifestaciones musicales que le son desconocidas, experiencias estéticas posibles así como la representación de espacios comunes a todos los seres humanos. Miremos entonces a Estanislao Zuleta cuando interpretó a  Heidegger. Música y escuela estrechamente relacionadas con el dolor, el amor, la muerte, lo sagrado, aspectos fundamentales de la vida que no son ajenos a los cuestionamientos y experiencias del estudiante.

Con frecuencia, el aburrimiento en la escuela aparece cuando esta intertextualidad no es posible, cuando el objeto no interpela, afecta ni provoca al estudiante. No fue descabellado cuando Roland Barthes aseguró que «aburrirse significa que uno no puede recrear el texto, abrirlo, hacer que fluya».

De otra parte, permitir el acceso de las tendencias juveniles al aula, en el caso concreto de la música, abre un escenario para el abordaje crítico de los campos en que estas se producen; el desarrollo de posturas reflexivas que hagan consideración de las particularidades de las reglas  y asimetrías propias de los campos.

Hay que «abrir» el aula para permitir el ingreso a la escuela de las culturas juveniles con sus propios contenidos y mediaciones; adoptando miradas que reivindiquen la dimensión afectiva, global, no lineal, vivencial y gozosa que con frecuencia encontramos en los procesos de aprendizaje informal de la música y que a veces encontramos desvanecida en la escuela.

Esto supone aceptar la fertilidad de los límites de la escuela para reconstruir las prácticas pedagógicas; el arte como relato abierto que a manera de puente, acerca el mundo cotidiano del joven al mundo académico para oxigenarlo y hacer de él una fuente de construcción de sentido. ¡Viva la música en la escuela! ¡Bendita sea!

«Quizás necesitamos todavía descolonizar el pensamiento, entender al otro desde su lógica y no sólo desde la objetividad científica, profundizando la idea misma del diálogo de saberes. La búsqueda de un pensamiento fronterizo puede ir entonces de la mano de la búsqueda de pedagogías fronterizas. Comprender que la escuela misma puede ser, para muchos jóvenes una frontera sociocultural, la emergencia de un espacio simbólico que puede dar lugar a nuevos horizontes de sentido» (Gabriel Kaplun).
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*Andrés Samper Arbeláez es músico y guitarrista de la Universidad Javeriana y de la Universidad de Quebec en Motreal. Ha realizado también conferencias sobre historia y apreciación de la música en varias instituciones culturales y educativas de Bogotá. Dirige el programa de radio «Una guitarra, mil mundos» transmitido por la Emisora Javeriana. Actualmente es profesor de Apreciación Musical y de guitarra en la Universidad Javeriana . Coordina el Programa Infantil y Juvenil de la Facultad de Artes.

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