Ese dolor —y, agrega Arendt, la muerte— que pareciera resistir todo intento de asumir una apariencia, un semblante, y esa experiencia contemporánea en la que no parece haber puentes entre la subjetividad más radical —en la que ni el sujeto mismo se reconoce— y el mundo exterior de la realidad, constituye a pesar de todo la dimensión más política que enfrenta el teatro contemporáneo. Si para la autora alemana la acción es la base de la condición humana, es justamente lo que también sostiene la dimensión política y estética de la praxis teatral. La realidad del dolor y de la muerte se nos presenta hoy obscenamente como ‘imágenes’ que todos podemos ver y oír, pero que no podemos retornar e integrar —como haría el verdadero actor— a nuestra intimidad personal, a nuestro propio dolor. Vemos y oímos diariamente muerte y dolor, en la pantalla del cine o en el televisor o bien a la vuelta de la esquina —no hay diferencia— pero que justamente por ser imágenes manufacturadas, incluso consideradas inapropiadas por la esfera pública, nos inhabilitan para la acción; más que acercarnos a ese dolor, lo sumergen «por entero en la rutina del vivir cotidiano» (Arentdt 54); se nos arrastra hacia esa «igualdad moderna, basada en el conformismo» (52) para asegurarse de que tengamos una conducta (buena o mala, pero siempre calculable y mensurable por las estadísticas), base de la gobernabilidad que, obviamente, necesita someter al rebelde.
Nuestra sensación de realidad ha cambiado, no tiene asideros en ninguna apariencia compartible y compartida, pública, «en la que las cosas [surgirían] de la oscura y cobijada existencia, incluso —agrega Arendt— el crepúsculo que ilumina nuestras vidas privadas e íntimas deriva de la luz mucho más dura de la esfera pública» (60). Ahora todo es crepúsculo y oscuridad; sin embargo, todavía permanecen «muchas cosas que no pueden soportar la implacable, brillante luz de la constante presencia de otros en la escena pública» (60). La esfera pública, vaciada de acción y repleta de la gobernabilidad en que unos mandan y otros obedecen, solo tolera lo que es apropiado. Nos apagan la luz antes de comenzar la función teatral para dejarnos a oscuras: esa convención ya inaugura el teatro de la Edad Moderna, con su sala burguesa concebida como prisión atenuada, y se opone a la luminosidad del teatro occidental y popular desde sus inicios griegos y su desarrollo popular en la Edad Media. En el teatro burgués, moderno, se mantiene a los otros callados y quietos, pero sobre todo, a oscuras: la iluminada es la escena. Pero esa escena, incluso realista, no deja de ser un intento de manipular a su conveniencia ese dolor oscuro que está en las calles, en la ciudad, en el corazón en agonía, al que todavía hay que atemperar y si es posible pacificar, para que no se rebele mediante una acción ingobernable. El objetivo del teatro burgués es alumbrar la escena para devolvernos la luz que, según el gobernante de turno, supuestamente necesitamos para alumbrar el mundo crepuscular, que gime y agoniza.
¿Cuál es el límite de dolor, de intensidad que puede exhibir un teatro? Hay dolores —no sentidos— que no resisten la luz pública, que quedan escamoteados a la presencia de los otros. Permanecen, a su manera, en el recinto privado, íntimo. Esto al menos era lo que imponía la decencia burguesa al teatro; acercarse a ese dolor, pero hasta cierto punto y a condición de darle un encausamiento determinado, según el interés social. Pero hoy ya no tenemos esa instancia regulativa y menos aún doctrinaria. El teatro de la intensidad o de la multiplicidad que emerge de un mundo en el que, como plantea Lacan, el Otro no existe, es eso, puras intensidades, puro dolor, pura oscuridad que, como en la Banda de Moebius, deja ya no a los otros, sino a cada cual, arreglárselas como pueda, circulando por un adentro y un afuera subjetivo sin el amparo de ninguna realidad compartida de la que extraer cierta seguridad. El teatro de intensidades trabaja el dolor en el cuerpo, que es lo más privado, incluso cuando es abusado públicamente. ¿Tendríamos que empezar a pensar en los derechos humanos del público que concurre a nuestras salas y al que le imponemos quietud, oscuridad, silencio, completa desconexión con el mundo exterior (apagar sus celulares), no comer, no beber, etc.? ¿Es todavía este espectador perverso el que queremos mantener mientras en la escena nos proponemos como denunciadores de los males sociales? ¿Es que no podemos todavía elucubrar un teatro en el que establezcamos una relación diferente con el espectador?
El teatro de la intensidad o multiplicidad no es un teatro que trabaje sobre el sentido o que intente hacer sentido con el dolor o darle un sentido al dolor, como es el caso de ciertas variantes del trabajo teatral que, sin duda, son también políticas, pero que se amparan en un simbólico compartido, que no se ha despedazado, que no ha estallado. Estos teatros son todavía actos de fe que, desde la perspectiva de Arendt, parten de algo privado como el amor, que no es necesariamente algo inapropiado; son teatros basados en un lazo de amor llevado a la esfera pública, que lo torna «falso y pervertido cuando se emplea para finalidades políticas, tales como el cambio o la salvación del mundo» (61). El teatro abusó bastante de este recurso al amor para resolver los problemas del mundo, pero ya, en el estado presente del mundo y del planeta, donde cultura y naturaleza ambas se ven comprometidas, en que la sociedad de masas —que ha absorbido y cancelado la diferencia entre las esferas privada y pública (68)— nos ha devuelto a la animalización y al goce mortífero por satisfacer necesidades artificiales, el teatro enfrenta también él la dificultad (y es admirable que algunos lo sigan intentando) de sostener la ilusión y la utopía de la acción y la rebeldía, aunque queden todavía atrapados por los contenidos de la escena y no por cuestionar la consistencia del lazo social con el espectador (más que con el público). Cabe, pues, hacer aquí una diferencia entre un teatro que tiene por objeto político el dolor y un teatro de la intensidad que es dolor y trabaja políticamente no con él sino en él. Ambos, sin duda, utilizan sus propias estrategias escénicas, ambos son socialmente válidos pero, sin embargo, tienen búsquedas (¿debo decir lenguajes o discursos?) diferentes.
El segundo sentido de público que Hannah Arendt nos ofrece es el que más se acerca a nuestro «público teatral», sin confundirse con él. Se trata de ‘público’ como «el propio mundo, en cuanto es común a todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente en él» (61). Este mundo no es el que Agamben publicitará más tarde, a partir de Arendt y Foucault, como el zoé de los griegos; no se trata del mundo como espacio donde se desarrolla la vida natural y orgánica de los hombres. El mundo, para Arendt, no es el planeta Tierra sino el de la acción humana en su inherente pluralidad. Es un mundo que «está relacionado con los objetos fabricados por las manos del hombre, así como con los asuntos de quienes habitan juntos en el mundo hecho por el hombre» (62). Es un mundo no-natural —como la esfera pública— propiamente humano, bíos, biopolítico, donde todos vivimos y cuya característica, como la de una mesa, es que «está en medio, une y separa a los hombres al mismo tiempo» (Arendt 62). Es una mesa que «impide que caigamos uno sobre otro» (Arendt 62), mesa incluso invisible, que enlaza a la vez que separa. Desde nuestra perspectiva de la praxis teatral podríamos decir —como ya intentamos alguna otra vez (Geirola 2000, 2009)— que esa mesa es la teatralidad. Toda teatralidad parte del supuesto de ciertos determinantes básicos: (a) un lugar (b) iluminado, en el que haya (c) dos cuerpos enfrentados (d) pero con cierta distancia regulada, que no puede ser cero ni infinita. Es decir, la teatralidad exige axiomáticamente que haya la posibilidad de una mirada, look y gaze —para usar una diferencia que permite el inglés y que no tenemos en castellano o en francés— del otro o del Otro, respectivamente. Pero para que emerja la mirada es necesario que, en ese lugar (zoé), se construya un espacio (bíos) concebido como una distancia regulada entre el cuerpo mirado y el sujeto mirante. La construcción de ese espacio es una tarea eminentemente política, porque hay diversas maneras de regular la distancia entre cuerpo mirado y sujeto mirante, y también porque dicho espacio y dicha distancia suponen la apelación a un Otro que la sostiene, es decir, que los une y a la vez los separa, asignándoles asimismo una estrategia de dominación determinada. Es por eso que desde hace tiempo hablamos de estructuras de la teatralidad (tal vez convendría llamarlas «estrategias» de teatralidad), como instancias lógicas que dan cuenta de diversas posibilidades (que no son muchas) de constituir un lazo a partir del cual todos podamos mirar y oír, de compartir y disentir. Esa teatralidad, pensada en estos términos, nada tiene que ver con el sentido decorativo que tomó en la primitiva (fatalmente popularizada) definición barthesiana, como esa suma de sustancias inarticuladas que se oponían a la articulación más precisa de lo verbal. La teatralidad, para Barthes, era todo lo que, en el teatro, no era el texto verbal. La insuficiencia de esta definición no vale la pena ni siquiera de una discusión detallada.
La teatralidad que funda nuestra perspectiva en la praxis teatral es como la mesa de Arendt, la que habría en un sesión espiritista «donde cierto número de personas sentado alrededor de una mesa pudiera ver de repente, por medio de algún truco mágico, cómo ésta desaparece, de modo que dos personas situadas una frente a la otra ya no estuvieran separadas, aunque no relacionadas entre sí por algo tangible» (62). En efecto, nuestra teatralidad es como esa mesa: está allí, funda la mirada, pero no la vemos; une y separa, pero no la vemos. Y entre uno y otro de los comensales o participantes de la sesión espiritista, está ese Otro que los funda y que se encarga del «truco mágico» de la ilusión teatral. Esta teatralidad definida como una política de la mirada recupera la acción humana y recupera la dinámica política de la esfera pública. Los artistas y los críticos decidirán si recuperan esa acción para la rebeldía o el conformismo.
BIBLIOGRAFÍA:
Agamben, Giorgio. Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-Textos, 2006.
Arendt, Hannah. La condición humana. Buenos Aires: Paidós, 1996.
Foucault, Michel. Castigar y vigilar. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 1976.
Geirola, Gustavo. «Praxis teatral y puesta en escena: la psicosis como máscara espectatorial en el ensayo teatral (2ª parte)». Telondefondo Revista de teoría y crítica teatral 9.18 (2013).
https://www.telondefondo.org/numero18/articulo/487/praxis-teatral-y-puesta-en-escena-la-psicosis-como-mascara-espectatorial-en-el-ensayo-teatral-2-parte-.html
—. «Praxis teatral y puesta en escena: la psicosis como máscara espectatorial en el ensayo teatral (1ª parte)». Telondefondo Revista de teoría y crítica teatral 9.17 (2013).
https://www.telondefondo.org/numeros-anteriores/numero17/articulo/464/praxis-teatral-y-puesta-en-escena-la-psicosis-como-mascara-espectatorial-en-el-ensayo-teatral-1-parte.html
—. «Aproximación lacaniana a la teatralidad del teatro: desde la fase del espejo al modelo óptico. Notas para interrogar nuestras ideas cotidianas sobre el teatro y el realismo». Pellettieri, Osvaldo, ed. En torno a la convención y la novedad. Buenos Aires: Galerna, 2009. 33-52
—. Teatralidad y experiencia política en América Latina. Irvine, California: Gestos, 2000.
Lacan, Jacques. Seminario 18. De un discurso que no fuera del semblante. Buenos Aires: Paidós, 2009.
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* Gustavo Geirola, Hazel Cooper Jordan Chair in Arts and Humanities. Es director e investigador teatral, Profesor en el Departamento de Lenguas Modernas y Literaturas de Whittier College, Los Angeles, California. Obtuvo su Profesorado en Letras en la Universidad de Buenos Aires y su doctorado en Arizona State University. Ha enseñado en la Universidad de Salta, Sede Regional Orán, en la Escuela de Teatro de la Facultad de Artes de la Universidad de Tucumán; en The Catholic University of America, en Washington D.C. y en Arizona State University. Autor de Teatralidad y experiencia política en América Latina (Irvine: Gestos, 2000). Es co-editor con Lola Proaño de los tres volúmenes de la Antología de teatro latinoamericano 1950-2007, publicada en 2010 por el Instituto Nacional de Teatro de Argentina. Ha publicado seis volúmenes de Arte y oficio del director teatral en América Latina con entrevistas a directores de las Américas (vol.1 México and Perú; vol. 2 Argentina, Chile, Paraguay and Uruguay, vol. 3: Colombia y Venezuela, vol.4: Bolivia, Brasil, Ecuador, vol. 5 Centroamérica y Estados Unidos. El vol 6. Caribe: Cuba, Puerto Rico y República Dominicana). Ha publicado también innumerables ensayos y artículos sobre literatura, teatro, cine, televisión y cultura popular desde perspectivas diversas: estudios gay y lésbicos, queer theory, psicoanálisis, culturas asiáticas en América Latina. Muchos de sus artículos han sido publicados en libros y prestigiosas revistas académicas en los Estados Unidos, Europa y América Latina. Finalmente, ha organizado múltiples congresos y dictado conferencias, talleres y seminarios en Europa, América Latina, Estados Unidos y China.
Excelente artículo y, además, escrito con un excelente uso idiomático -lo que es muy raro en estos tiempos-. Felicitaciones