LA MUJER DE LA MALETA DE ACUARELA
Por: Santiago Cárdenas H.
Inger-Lise Kristoffersen, es una mujer alta y un poco robusta para ser danesa. Tiene sus dientes largos y sus ojos que parecen abrigados ante las arrugas de sus párpados. Es sencilla y serena, siempre viste con colores básicos y tonos blancos y negros. Su voz es delicada, fresca y refleja la rica imaginación de sus pensamientos.
Nació en Koge, una isla de Sealand Dinamarca en 1949. No conoció a su madre, porque murió de cáncer cuando ella tenía sólo un año. Su padre sin embargo, emigró para Brasil junto con su hermano, con el fin de trabajar en la construcción de túneles. Ella se quedó viviendo en Dinamarca con su abuela, mientras encontraba un lugar donde vivir.
El padre de Inger, pensaba que lo mejor para su hija era que creciera junto a una familia. En pocos meses envío a Inger para Aarhus. Allí la adoptó su tía que tenía dos hijos. Pero el esposo de su tía se suicidó y ella enloqueció y terminó internada en un hospital.
Después de esa tragedia, Inger se fue para la casa de otro de sus tíos. Era una familia numerosa de ocho hermanos y hermanas. Él trabajaba en una fábrica y su esposa era una enfermera de tiempo completo. Su padre se casó nuevamente en Aarhus y ella volvió a vivir con él. El matrimonio duró tan poco, que tuvo que volver con su abuela.
El padre de Inger, no tenía educación, ni algún conocimiento sobre construcción. Pero consiguió ese trabajo en Brasil, en buena medida gracias a su hermano que era el jefe del proyecto.
Su padre, odiaba vivir por fuera y al año decidió regresar a Dinamarca. Su tío sin embargo, se quedó y después viajó para Colombia a construir más túneles.
Cuando Inger cumplió los once años, todavía seguía de un lado para otro. Hasta que su tío llegó de Colombia y le preguntó:
– ¿Quieres venir a Colombia conmigo? – le dijo en un tono tímido como esperando una respuesta negativa de parte de ella.
– ¡Claro que si!- le contestó sin dudarlo. Imaginaba lo mismo que cualquier niña de su edad. Un paraíso tropical lleno de palmeras, flores, indios, cocos y animales exóticos.
Mafalda, opio y un esqueleto sin dientes
Llegó a Colombia, a vivir en La Dorada, un paraje caliente y también muy diferente para una niña danesa. No podía jugar en las calles como lo hacía en Dinamarca. Además, su tío estaba casado con una china, que había conocido en la Segunda Guerra Mundial. Se llamaba Mafalda como la caricatura, y era muy religiosa y la controlaba mucho con los niños que la visitaban.
Hans Jørgen Kristoffersen su tío, trabajaba en un barco noruego cuando la conoció. En los días que estalló la Segunda Guerra Mundial él se encontraba en Shangai. La orden fue no dejar salir ningún barco extranjero de los puertos.
Fue una espantosa ley que duró más de siete años. Los japoneses pensaban que él era un espía y no necesitaban pruebas para encerrarlo. Ahí fue donde conoció a Mafalda, una profesora de inglés de ascendencia china y peruana que lo visitaba en la cárcel.
Se enfermó y muchos de sus compañeros de celda, grandes y fuertes no aguantaron y se murieron. Lo curioso fue que los jóvenes y débiles como él sobrevivieron al cólera y al tifo.
Mafalda como una buena ferviente, lo mandó a convertir a la iglesia católica para ver si mejoraba su salud. Además de la religión, Mafalda le cambió la comida por el opio. Los soldados, cuando la veían suministrándole opio la agredían con las bayonetas y la insultaban. Pero ella insistía. Él todavía dice que Mafalda le salvó su vida.
A su tío le sirvió el opio, se recuperó y le ordenaron trabajar en la cocina. También le dijeron que esa noche ayudaría a cargar un camión con harina. Lo acompañó uno de sus camaradas de celda noruegos. Iban en la parte trasera del camión acostados en los sacos, viendo la oscuridad de la carretera. Y fue en ese instante cuando decidieron escapar.
Para eso tiraron dos sacos de harina por fuera del furgón y saltaron a los dos extremos de la vía. Para el tiempo que los persiguieron, ellos se refugiaron en una casa abandonada y se la pasaron comiendo panqueques durante meses. Esa fue la fantástica historia de su tío y Mafalda.
Allí en La Dorada no fue fácil para ninguno de ellos. Inger no entendía nada de lo que decía la profesora. Y no tenía libros, así que le tocaba escribir en el tablero. Tanto, que uno de sus dedos se torció de empuñar la tiza.
Un día en la clase de ciencias, su perro comenzó a mirar un esqueleto. Se le pusieron los ojos muy rojos y mordió al esqueleto en uno de sus dedos. Tan fuerte, que el esqueleto cayó de frente y se quebró los dientes. Era un esqueleto real, no de plástico y eso era lo que más la angustiaba.
Su tío seguía construyendo el túnel en La Dorada. Por esos días llevaba a Inger, para que conociera el lugar. Se introducían unos cien metros bajo tierra. Por túneles pequeños, donde sólo se respiraba la humedad y caían cascadas de agua.
Un bebe en una caja de zapatos
Cuando su tío terminó el túnel de La Dorada, lo contrataron para hacer varios túneles en Medellín. Inger y sus tíos viajaron en tren desde La Dorada. El tren se demoró más de cinco horas en llegar a la estación. Parecía un horrible accidente y la turba de gente alzaba los gritos al cielo.
Las personas estaban atemorizadas y corrían sin dirección alguna. Entre aquella gente presa del pánico, había una extraña mujer que tenía un bebe muerto en una caja de zapatos. Lo estaba cargando y acariciando entre sus manos.
La gente lloraba alrededor de la mujer y rezaban como si fuera una maldición. Pero Inger ya no lo recuerda muy bien. Sólo sabe, que esa mujer le dejó un sentimiento muy amargo en su memoria.
Comenzaron el viaje, pero fueron muchas las paradas que hizo el tren. No sólo en estaciones sino en campo abierto. La luz se fue entre los compartimientos y el tren se paró en plena vía. El miedo fue general y todos temían que pasara algo trágico.
Al fin llegaron a la estación del ferrocarril en Medellín. En ese tiempo era una ciudad agradable, para muchos un paraíso. Inger entró a estudiar en una escuela inglesa. Las clases de pintura las recibían en una casa de estilo español. De un color amarillo resplandeciente, con un patio gigante, donde Inger cantaba con las demás compañeras.
Estaban dirigidas por una profesora inglesa. Una dama colosal y robusta que tocaba el piano. Pero su tía pensaba que no se aprendía lo suficiente siendo tan libre. Así que la envío para la escuela de monjas Mary Mount.
Las monjas eran muy sabias y todas venían de Canadá, España y Francia. Y allí aprendió un poco de francés. Aunque el arte era un asunto secundario, primero estaban el idioma, la urbanidad y las matemáticas.
Kennedy, El Che y las minifaldas
Todas las mañanas iban con las monjas a la iglesia a rezar en latín. Lo recuerda muy bien, porque era la época en que mataron a Kennedy. Rezaban porque el Che Guevara no entrara a Colombia y cosas por el estilo.
Vivían en una finca en Las Palmas, donde no llegaba ni el periódico. Pero si tenían un radio Zenith, y ahí escuchaban la emisora de Inglaterra. Les gustaba mucho oír el himno nacional y las noticias internacionales.
Además de escuchar la radio a ella le apasionaba ver los insectos, las mariposas, y muchos animales que parecían hojas y ramas. Pero su tía Mafalda un día se cansó de vivir en aquella finca y se fueron para la ciudad.
Allí tenían varios amigos colombianos. Uno de los vecinos, invitaba a Inger y a su familia a los asados que hacían en el jardín. Inger la pasaba excelente tomando ron y viendo televisión.
Según ella fue la primera televisión que vio en Colombia. Su tío en cambio, odiaba los televisores y decía que eran ¨Bullshit¨. A Mafalda tampoco le gustaban, le parecía que era mejor leer. La llevaba a la librería para ojear libros en inglés y debe ser esa causa de la afinidad de Inger hacia los escritores ingleses.
También era el tiempo de las minifaldas y el rock. Hubo un día que las monjas vieron a todas con mini-falda, las encerraron en un salón y las obligaron a bajarse las faldas. A las niñas que no lo hacían les cortaban el uniforme, para asegurarse de que compraran uno nuevo al día siguiente.
Huevos de pato, fantasmas y land- hockey
Después de vivir en Colombia Inger se fue para Hong Kong. Allí vivieron en una montaña que quedaba en la mitad de un campo de arroz. Una aldea donde vivían suecos, daneses e ingleses. Era como una ciudad diminuta y perdida.
En Hong Kong, Inger estudiaba por las mañanas y por las tardes jugaba land- hockey. Por las noches comía comidas extrañas, como huevos de pato preservados que guardan por años debajo de la tierra
En ese tiempo China era colonia inglesa y los policías tenían uniformes ingleses, de color caqui y shorts. Pero ellos eran muy bajos y tenían piernas muy delgadas, entonces se veían muy cómicos para Inger, con la ropa que les colgaba y con los sombreros que se les caían, cuando manejaban el tráfico.
En 1967 hubo un gran tifón en la aldea en la que vivían. Así que tuvieron que evacuarla e irse para un hotel pequeño. En los balcones se sentaban a ver a las chinas cultivando el arroz, arreglando las verduras y regando los cultivos con agua. Inger se la pasaba pintando esto con sus acuarelas.
En el hotel había un televisor y eso le gustaba mucho a ella, porque se la pasaba viendo en sus tiempos libres películas en blanco y negro de fantasmas. Lo que más le interesaban eran las historias místicas, que luego interpretaba en sus dibujos.
King George VI Grammar School, se llamaba la escuela y tenía una torre alta donde estaba el reloj. Encima de ese reloj eran las clases de arte. Y cerca de la villa, habían muchos derrumbes y las nubes volaban muy bajas por las montañas, entonces habían días en los que la escuela se cancelaba.
El manicomio y su tía al volante
La tía que había enloquecido por el suicidio de su esposo, se había logrado casar con uno de los jardineros del manicomio. Pero era la clase de jardineros artistas. Los que diseñan con los árboles y tienen gente trabajando para ellos.
Middelfart Stats Hospital, era un manicomio casi como un paraíso, cerca de un bosque y había también una bahía. Los locos se la pasaban nadando y disfrutando del mar. Se veían por ahí caminando por la playa. Todos con sombreros grandes, que les cubrían los hoyos que les hacían los médicos en las cabezas para sacarles la presión.
También les daban mucha medicina, que los dejaba caminando como patos desorientados. Algunos se la pasaban también recogiendo manzanas, arbejas y papas. Pero no era que tuvieran que hacerlo. La mayoría lo hacía por disfrutar del aire fresco y el mar.
Inger había vuelto a vivir con sus tíos a los 17 años. El jardinero y su tía dibujaban en lápiz y se la pasaban con Inger haciendo bocetos en papel.
Un día de aquellos, Inger estaba dibujando un cuadro en su habitación. Era algo sobre unas mascaras que había visto en Hong Kong. Precisamente un fantasma que tenía sangre en los ojos. Entonces su tía vino y tocó la puerta del cuarto. Estaba muy ansiosa y le preguntó:
– ¿Quieres ir a charlar un rato y dar un paseo en el auto? – se notaba algo inquieta y enojada.
– No puedo. Estoy trabajando en un dibujo. – le respondió Inger, concentrada en lo que estaba haciendo. Luego pensó que su tía no tenía nadie que la acompañara, y se decidió a ir con ella.
Eso fue lo último que volvió a recordar. Hasta el momento que despertó en el hospital. Estuvo tres meses bajo cuidados intensivos. Lo supo días más tarde. Su tía había tratado de adelantar un auto, pero chocó de frente contra otro que las sacó de la vía.
El auto quedó destruido completamente. Y por fuera estaba Inger tirada en la calle, sangrando por la cabeza y con su pierna como la de un elefante. Su tía murió aplastada por los metales. Ella nunca lo supo.
Cuando preguntaba por su tía, le contestaban que tenía que descansar por el golpe sufrido en la cabeza. Inger no sabía que llevaba tanto tiempo internada allí. Esos tres meses se la pasó durmiendo.
Después del incidente, estuvo viviendo con su tío. Con él pintaba casi todo el tiempo, y él le mostraba muchos libros que tenía. Era un hombre que se la pasaba leyendo. Entonces Inger comenzó a conocer pintores como Picasso, Matisse y Gauguin.
La mujer de la maleta de acuarela
A los meses llegó la hermana de Peter Truelsen, y dijo que la chica era una artista. Les advirtió de una escuela nueva, que quedaba muy cerca, llamada The School of Art and Crafts en Kolding. Inger se fue inmediatamente a presentar los exámenes.
Esperó en su casa los resultados y le llegó una comunicación diciéndole que no había pasado los exámenes. A los tres días sonó el teléfono:
– ¿Hablo con la señorita Inger-Lise Kristofferesen?- preguntó una voz muy formal.
– Si soy yo.- dijo Inger.
– Le habla la directora de la escuela de arte. La llamaba para preguntarle ¿Por qué no está asistiendo a las clases de arte?
– Recibí una carta que decía que no había aprobado los exámenes. – le respondió Inger.
– La carta tiene que estar equivocada. Usted fue la mejor alumna que se presentó este año. – Le dijo la rectora.
Inger llegó a la escuela de artes y todos le preguntaban que si ella era la chica que venía de Hong Kong. Por ese tiempo no había ninguna que hubiera vivido en Hong Kong y Suramérica.
En la escuela de arte no les enseñaban a ilustrar. Pero Inger siempre quiso ilustrar libros. Los libros le gustaban porque contaban historias. También hacía ilustraciones para revistas juveniles. Su primer dibujo a los 16 años, fue para una revista de cine, música y arte.
Cuando terminó la universidad era muy difícil encontrar trabajo. En ese tiempo nadie conocía la escuela de arte. Entonces ella viajó a otra ciudad, donde quedaba la única agencia de publicidad.
Fue allí donde mostró sus primeros dibujos, pero el jefe de la empresa quería otra cosa. Inger desilusionada le dijo que eso lo podía conseguir con cualquiera. El hombre le dio la razón y le ordenó ilustrar un libro infantil. Inger lo terminó y el hombre le pagó muy bien, pero nunca fue publicado.
En Dinamarca no había tanto trabajo, entonces Inger se fue para Suecia en 1974. Se fue a vivir con uno de sus amigos que trabajaba con cerámica y tenía su propia galería. Vivía en una casa con su esposa danesa. Allí Inger comenzó a probar la cerámica, tratando de mantener a una hija que ya había nacido.
Por ese tiempo, aceptó también el trabajo en un periódico local llamado Fyns Stifts Tidende. Pero un día sin más lo dejó. Pensó que la vida era muy corta y que debía concentrarse más en el arte y menos en el dinero, si quería ser una artista. Para lograr eso, emprendió una búsqueda profunda en reencontrarse otra vez consigo misma. Una tarea que dura hasta el día de hoy.
En la actualidad, Inger es catalogada como una de las mejores ilustradoras del mercado editorial. Logrando unir la gran variedad de técnicas del arte plástico, con el trabajo social con niños y regiones en las que el desarrollo no es el mejor aliado. Inger ahora tiene 60 años, pero su personalidad relata la historia de alguien; que tiene más imaginación que un niño y la fuerza de una persona que lo ha vivido casi todo.
Entonces las monjas eran sabias, creo que aun quedan unas cuantas!
Saludos viendo tu articulo me di con esta gran informacion, que por cierto me intereso demasiado, te congratulo por esto, estare atento a mas contenido que estes aportando en tu blog… un saludo