ATREVERSE ES VIVIR
Por Nhasly Johanna Aroca*
Desperté a las 5:15 de la mañana del domingo primero de mayo. Estaba entusiasmada, porque iría a conocer un municipio llamado San Pablo en el departamento de Nariño. Nuestro tutor, Víctor Pantoja, nos invitó a Alejandra (una economista cartagenera, que fue mi compañera de trabajo y con quien pasé todo el tiempo) y a mí al Santuario de la Virgen de la Playa en conmemoración del año de la misericordia.
Mientras esperábamos a Víctor en el Empate, el lugar de encuentro, desayunamos en una de las innumerables tiendas del lugar. Escogimos una que tenía un aspecto sombrío, incluso se veían algunas moscas en varias mesas; pero la cortesía de la dueña del sitio nos conquistó. Pedimos un café y un pan relleno de un queso característico de la región, que tiene una textura suave y un sabor delicioso. Aproveché el rato para llamar a mi papá, como era costumbre. Hablábamos por lo menos tres veces al día. Luego de varias frases cotidianas, me dijo: «el perrito murió». Nunca había llamado «perrito» a Duki y me sorprendió lo que dijo, tanto que creí que no era cierto. Desconcertada, llamé a mis dos hermanas con el fin de confirmar lo que aún no podía creer. Ninguna contestó, y tuve que volver a llamar a mi papá, quien me explicó con detalles lo que había sucedido la noche anterior.
Una tela de agua cubría mis ojos, un nudo en la garganta no me permitía hablar y solo podía pensar en Duki, a quien recordaba en su semblante siempre tan noble y moviendo su colita cuando yo llegaba a la casa o cuando quería salir a pasear. Nunca he podido comprender cómo en momentos de desdicha y nostalgia revivimos fragmentos de momentos alegres y vivaces que sabemos que no volverán. Cuando colgué comencé a desahogarme con mi amiga. Al cabo de unos minutos, la dueña del establecimiento se me acercó mientras limpiaba el piso con hipoclorito de sodio y un detergente con olor a lavanda y, sin saber el porqué de mi tristeza, me dijo: «Todos los problemas tienen solución».
Poco tiempo después subimos al bus y lentamente comencé a animarme. El paisaje hermoso y tranquilo del santuario me hizo aceptar la situación y pensar que todo es un proceso y que lo transitorio es parte de la vida. Aun no sé si fue mejor o peor no estar en el momento en que Duki murió, pero sí sé que el tiempo que pasé en San José de Albán, particularmente en el programa Manos a la Paz, me enseñó el valor de la independencia, el compañerismo y el compromiso, además de que me hizo reflexionar y ser más consciente de las decisiones que tomo en la vida.
El martes siguiente regresé al trabajo habitual (allí se trabaja desde el martes hasta el sábado al mediodía), donde desempeñaba distintas funciones. Una de ellas me gustaba particularmente. Se trataba de apoyar a la Secretaria de Planeación elaborando oficios de restitución de tierras, para que las víctimas del conflicto armado puedan ser reparadas con indemnizaciones o predios.
Inicialmente se me había asignado participar en el proyecto de reactivación del centro ambiental, lo que me comprometía a crear una estrategia para poner a funcionar de nuevo tanto el microrrelleno sanitario como la parte de transformación de residuos, una apuesta demasiado grande para un municipio con tan pocos habitantes; aunque en algún momento este estuvo funcionando, tuvo que ser cerrado debido a diversas irregularidades. Sin embargo, la falta de compromiso de la empresa de servicios públicos (Empoalbán) y las diferencias de concepción del proyecto entre la alcaldesa, el asesor financiero y el gerente de Empoalbán crearon un círculo vicioso en el que no se podían armonizar las opiniones, por lo que al comienzo me limité a observar los antecedentes del centro; crear un archivo digital con todos los documentos que encontré, y realizar informes técnicos que permitieran establecer el estado actual del centro y formalizar algunas recomendaciones para su reapertura.
Mi rutina en San José de Albán no cambió mucho durante mi estadía. Me despertaba habitualmente entre las 6:00 y las 6:15 de la mañana, y luego de alistarme le tocaba el turno a Alejandra. Nunca entendí por qué no se alistaba primero, pero yo estaba contenta con el arreglo y no lo cambié. Al principio, en el baño de la habitación que compartíamos había una ducha con agua caliente, pero la dicha nos duró solo tres sdías porque se dañó. De ahí en adelante, el agua salía helada, y sufrí en las mañanas frías, particularmente cuando tenía que lavarme el pelo.
Después de estar listas y desayunar, salíamos a la Alcaldía Municipal, que quedaba a tan solo dos cuadras subiendo por una pendiente pronunciada. La alcaldía, un edificio antiguo de color curuba, tiene dos pisos y ocupa menos de la mitad de una manzana. Adentro tiene cubículos que separan las dieciocho dependencias del segundo piso y un auditorio más bien pequeño, equipado con sillas plásticas rojas, varias de ellas rotas.
A mi compañera y a mí nos asignaron un cubículo con dos escritorios: uno grande y uno pequeño. Al principio, Aleja tenía el grande, pero luego de un tiempo cambiamos, pues la secretaria de planeación, Mónica Salcedo, me solicitó revisar el Esquema de Ordenamiento Territorial, que comprendía alrededor de diez carpetas y adicionalmente una carpeta de mapas del tamaño de una mesa plástica cuadrada. El cubículo también tenía dos sillas, una con almohadillas y la otra de plástico rojo. La ventana estaba cubierta con un cartel que promocionaba el programa del adulto mayor y, además, cumplía la función de protegernos del sol.
Generalmente llegábamos a la alcaldía a las ocho de la mañana, aunque las puertas se abrían media hora antes, y nos dirigíamos a nuestro cubículo a trabajar. A las diez pasaba la señora Florencia, haciendo chanzas y ofreciendo tinto o aromática. Al mediodía regresábamos a la casa a preparar el almuerzo. A menudo hacíamos arroz o pasta, papas fritas o tajadas de plátano amarillo y huevos, salchichas o queso. Nuestra dieta era algo escasa de proteínas como la carne, el pollo o el pescado, pues estos alimentos son costosos en Albán. Después de almorzar podíamos tomar una siesta o relajarnos un rato, pues teníamos dos horas de almuerzo. En Bogotá, la situación es diferente; en un trabajo regular solo se tiene una hora para almorzar, por lo cual es imposible regresar a casa.
Al finalizar la jornada de trabajo a las cinco de la tarde, regresábamos a la casa, aunque algunas veces —muy pocas, de hecho— hacíamos ejercicio en un lugar al que llaman «el estadio», ubicado en la vereda San Luis, a unos quince o veinte minutos caminando. El estadio en realidad era una cancha de fútbol deteriorada, con el césped sin podar y gradas en el lado oriental. Al occidente, los árboles cubrían una maravillosa vista de montañas al otro lado del abismo, mientras que en el sur del estadio había unas cinco casas separadas de la cancha por una malla metálica. Para entrar al estadio se debía salir de la vía principal y pasar un pastizal, en el que casi siempre había unas vacas paciendo. Luego de darle varias vueltas a la cancha, por lo menos unas seis, regresábamos a casa. En el camino de regreso escuchábamos música o buscábamos frutas en los árboles. Pasar todo el tiempo con Aleja era muy agradable, pues a todo le sacábamos el lado divertido; no había día en que no nos riéramos.
Estando ya en casa, preparábamos la cena y estudiábamos inglés, pues nos propusimos aprender dos verbos diarios. Escuchábamos música y veíamos la tele, aunque esto último no era tan agradable, porque solo salía un canal amarillista y constantemente presumía en su programación. Para contrarrestar esto, a veces descargábamos películas o documentales, puesto que en la alcaldía teníamos Internet, y los veíamos en su mayoría durante los fines de semana.
Todo lo hacíamos Aleja y yo, pues no conocíamos a casi nadie. Había una chica en particular que trabajaba en un punto de Vive Digital, un lugar donde las personas podían tener acceso a internet gratuito. Pasó mucho tiempo antes de que supiéramos que se llamaba Daniela. Era una persona algo rara; tenía una obsesión por los temas de miedo, contaba historias aterradoras y, aun así, nada la asustaba. Cada vez que hablábamos con ella tenía algo nuevo que contar, siempre hechos que a cualquiera no le pasan. A pesar de sus ocurrencias, siempre nos hacía reír.
Durante los meses que vivimos en Albán nos hospedamos en la casa de los señores Narváez, personas amables y serviciales. Su casa estaba compuesta por dos plantas: en el piso de arriba vivían ellos, y abajo, Alejandra y yo, en una habitación ocupada por dos camas dobles, un pequeño televisor sobre una gran mesa de madera y un baño en el fondo. En este piso quedaba el área de procesamiento del café que ellos mismos cultivaban. Frente al lavadero se encontraba un pequeño cuarto en donde se trillaba y tostaba el café. La primera habitación que se observaba apenas se llegaba a este piso era la nuestra, al frente se encontraba un baño y a su lado izquierdo, una habitación disponible para ser arrendada. Seguido estaba el cuarto de molienda del café y, por último, se podían observar dos habitaciones que estaban en construcción y la cocina.
El lado occidental de la casa proveía una maravillosa vista todo el día. Podíamos ver el cultivo de café, algunos árboles de naranja, mandarina, limón, guayaba, guanábana, guamo y chirimoya, que estaban en una pendiente inclinada, y en el fondo del paisaje se veían las montañas cubiertas por la niebla en las mañanas y el resplandor del sol hacia el mediodía.
EL FLORECIMIENTO DE UNA DECISIÓN
Antes de conocer este paisaje me encontraba en mi ciudad de origen, Bogotá, recibiendo capacitación durante dos días por parte del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), para realizar una pasantía de cuatro meses en alguna ciudad o municipio del país que haya sufrido los efectos adversos del conflicto armado. En el destino asignado, San José de Albán, Nariño, yo debía trabajar en el área de Alianzas Territoriales para la paz con el proyecto de reactivación del centro ambiental.
Así, el lunes 14 de marzo fue el día en que los participantes asignados al departamento de Nariño debíamos desplazarnos al territorio. No obstante, yo aún no lo sabía y tampoco tenía mi tiquete de avión. Mi compañera Alejandra —a quien conocí en ese momento— me escribió para recordarme que ese día viajábamos. Llamé de inmediato a la oficina del PNUD, reconocieron que había un error con ello y enviaron a mi correo el pasaje de avión para las tres de la tarde. Eran las nueve de la mañana cuando recibí el tiquete; me encontraba en la universidad, no había alistado la maleta y el recorrido era de hora y media para llegar hasta mi casa. Después de la travesía en Transmilenio (un transporte que para muchos es caótico) y de haber alistado mis cosas, mi papá me acompañó al aeropuerto y estuvo conmigo hasta que entré a la sala de espera. Aunque ya estaba lista para viajar, fue muy triste no poder despedirme personalmente de la mayoría de mis familiares ni de mis hermanas Damy y María.
En la sala de espera, conocí personalmente a Alejandra y a varios compañeros, personas de diferentes lugares, edades, razas y costumbres reunidas por una sola causa: fortalecer institucionalmente zonas vulnerables y amenazadas por la violencia. Con ellos estuve dos semanas en la ciudad de Pasto, durante las cuales visitamos distintos sitios turísticos y realizamos actividades que nos distrajeron en los momentos libres.
Llegó el día de traslado al municipio en donde debía desempeñar mis funciones. Aleja y yo sentimos mareo y náuseas en el trayecto entre Pasto y Albán, dado que el camino es muy «quebrado», como llaman los habitantes de la región a vías con curvas muy pronunciadas, así que tuvimos que bajarnos del auto y caminar por un rato. Estábamos en esas cuando encontramos un pajarito que estaba en la mitad de la vía; aún era muy pequeño, al parecer tenía pocas horas de nacido. El profe Víctor lo apartó y lo puso en un lugar seguro. Con una enorme audacia, el pajarito intentaba agitar sus pequeñas alas para emprender vuelo, con poco éxito; y sin embargo no se rendía. Creo que ese pequeño suceso fue una de las primeras lecciones importantes: no hace falta ser un experto ni tener una edad determinada para afrontar la vida; con un poco de valentía y disposición se puede lograr lo que se proponga.
La impresión al llegar al municipio fue sorprendente. Nunca lo imaginé así, esperaba encontrarme con un lugar de poco comercio y con estructuras muy antiguas, pero no fue así; de hecho, fue todo lo contrario. Las aterradoras imágenes que se veían en internet eran devastadoras, se evidenciaba la tristeza y el olvido en ellas, pero muchas cosas habían cambiado. Luego de unos días y de acostumbrarme a la rutina, comprobé que era un lugar muy tranquilo. Toda la violencia generada por el conflicto armado de grupos militares en la zona había desaparecido y, aunque se veían accidentes de tránsito por el inadecuado uso de las motocicletas, no existía el terror que en algún momento se vivió.
En la alcaldía se vivía un ambiente de trabajo agradable. Los funcionarios nos vinculaban a distintas actividades en las que podíamos integrarnos, participar y ayudarlos con el desarrollo de diferentes funciones. A nivel general, la población albanita es muy amable y servicial. De hecho, los señores Narváez fueron muy atentos e intentaron generar un ambiente de confianza y asistencia; procuraron mantener las mayores comodidades posibles para nosotras, lo cual no solo se vio reflejado en casa, sino en los diferentes escenarios de colaboración a la comunidad en los que participé. En ningún otro lugar conocí personas tan generosas. La mansedumbre y la ecuanimidad son unas de las mayores cualidades que poseen los nariñenses.
Las virtudes del municipio y en general del departamento son inmensas; no terminaría nunca de describirlas. Por ello, quiero destacar que la seguridad es un factor importante en cualquier lugar; particularmente aquí se siente un ambiente de tranquilidad y paz, pese a que en un momento determinado el municipio se vio vulnerado por el conflicto. Es imposible comparar este panorama con mi lugar de procedencia; el equilibrio que existe entre la calma, la serenidad y la confianza es inigualable. El ambiente de bienestar que viví en Albán fue tan placentero que regresar a Bogotá supuso un cambio brusco en esta forma de vida, ya que aquí se puede ver el inconformismo, la inseguridad, la intranquilidad, la contaminación y el desasosiego que en general desequilibran el entorno.
A pesar de las grandiosas cualidades paisajísticas de Albán, el entretenimiento era limitado. La mayoría de las tiendas ubicadas en el centro cerraban por tardar a las seis de la tarde y más allá de esa hora no se veía mucha gente en las calles. Los viernes y los sábados eran más recreativos porque las discotecas, por lo menos unas siete ubicadas alrededor de la plaza principal, animaban un poco el ambiente. Las discotecas solían poner en sus repertorios musicales las llamadas cumbias sureñas (una fusión entre la música andina y el tecno, ejecutada en su mayoría por artistas peruanos y ecuatorianos), las tecnocumbias (música proveniente originalmente de México) y la bachata. Eran ritmos repetitivos que se escuchaban en todo lado y a toda hora. Al principio era molesto escuchar esa música, pero somos seres de costumbres y poco a poco comenzamos a tolerarla.
Aunque teníamos trabajo y nos habíamos vuelto amigas, hubo días en los que Alejandra y yo nos aburrimos bastante, en particular los fines de semana. Decidimos distraernos preparando diversas recetas, ensayando tratamientos para el pelo o la piel, o visitando los cultivos de nuestros caseros para recolectar frutas.
Hubo un día en particular en el que Aleja y yo decidimos caminar hasta un municipio cercano llamado San Bernardo. Por comentarios de la gente supimos que el trayecto era alrededor de media hora de camino a pie. Pero mientras más caminábamos, bajo un sol demencial y trayectos empedrados, menos sentíamos que íbamos a llegar. En el camino hablamos, cantamos y tomamos algunas fotografías, mientras los carros, camiones y motos pasaban a nuestro lado, porque no había andenes por donde transitar. Después de un trayecto de hora y quince minutos, nos encontramos con una pendiente de por lo menos treinta grados. A lo lejos, a poco menos de un kilómetro de distancia, se divisaba una iglesia amarilla: al parecer ya estábamos en la entrada del municipio.
En una esquina había una tienda dotada con muy pocos víveres, pero señalaba que vendía paletas de agua. Compramos dos de sabor a fresa y vimos que se acercaba un motocarro (un transporte público pequeño, en el que cabían por lo menos tres pasajeros y que llegaba a veredas y municipios). No pensamos mucho y lo tomamos. Fue muy graciosa la hazaña. No llegamos ni a la entrada del pueblo y ya nos estábamos regresando. Fue más el cansancio que las ganas de conocer un lugar nuevo. Para excusarnos, culpamos lo tarde que era (alrededor de seis de la tarde) y la angustia que nos producía buscar en qué devolvernos si se hacía más de noche. Al final, todo el esfuerzo de caminar fue en vano, pero por lo menos fue divertido.
Diez días después de que Duki falleciera, se realizó en Pasto el Encuentro Regional de Pasantes ubicados en Nariño y Putumayo. Allí realizamos un taller con el fin de compartir nuestras expectativas acerca del programa e identificar si estas mismas habían cambiado en el transcurso de los primeros dos meses de pasantía. En cuanto a mí, las expectativas que tenía al inicio del programa eran altas y en ese momento fueron mayores, puesto que se me asignaron nuevas tareas que quizás no tenían relación directa con mi profesión (ingeniería ambiental), pero enriquecerían mi conocimiento.
Por ejemplo, se nos asignó a Alejandra y a mí la elaboración de un Plan de Seguridad y Convivencia Ciudadana (PISCC) para el municipio de Albán. Este documento tenía como objetivo garantizar la seguridad y convivencia de la población albanita, de su vida, integridad, libertad y patrimonio económico, mediante la implementación de estrategias, programas y proyectos orientados a prevenir, reducir y sancionar el delito y fomentar la construcción de paz. Aunque la elaboración del PISCC se presentaba como una tarea ardua, tenía amplias expectativas de aprender y generar un buen documento.
En el encuentro también hubo tiempo para divertirnos. La directora regional, Luisa Cremonese, preparó una comida especial. Allí se compartieron algunas experiencias de otros compañeros, con el fin de fortalecer conocimientos y capacidades para aplicarlas en el desarrollo de los proyectos establecidos en el plan de trabajo con los tutores.
Ya de regreso al municipio, Alejandra y yo adelantamos gran parte del documento base del PISCC. Días después se organizó un equipo formulador con diferentes funcionarios de la alcaldía, como la inspectora de seguridad, la comisaria de familia, el secretario de gobierno, la secretaria de planeación, la teniente de policía y el coordinador de cultura, recreación y deportes, con el fin de suministrar la información necesaria tanto de casos de violencia como de los planes, programas y proyectos que se llevaban a cabo para mitigar estos casos. Después de varias semanas de trabajo, Aleja y yo entregamos la propuesta concreta y casi final del PISCC. Cuando el tiempo de la pasantía estaba por culminar, habíamos avanzado bastante en la elaboración del plan. Faltaron muy pocos aspectos por completar, por lo cual estábamos felices de haber podido formular una estrategia para reducir la brecha entre las diversas problemáticas de seguridad que aquejan al municipio.
El 30 de junio empezó la Feria del Café en el municipio. Aleja y yo hacíamos un conteo regresivo de los días, puesto que tan solo faltaban seis para regresar a nuestra ciudad de origen. Durante los cuatro días que duró la feria, colaboramos tanto en los preparativos previos a la inauguración como en las actividades de organización. Dibujamos carteles para mostrarlos en una caminata; letreros indicativos con nombres de plantas nativas para colocarlos en un sendero ecológico; decoramos salones de conferencias, y hasta acompañamos a los turistas a los hospedajes del municipio.
A partir del segundo día de feria nos dedicamos a disfrutar de las maravillas que poseía el municipio y que jamás habíamos visto. Visitamos un lugar muy antiguo llamado La Hacienda, que escondía historias tanto tenebrosas como de identidad cultural. El lugar consistía en una mansión de dos pisos, una piscina, una gran zona de juegos con columpios y subeibajas, árboles frutales y algunos animales. La Hacienda estaba disponible para la visita al público todo el tiempo, y ahora pienso que fue una lástima no haberla conocido antes, porque era un lugar muy tranquilo y armonioso donde se podía pasar un hermoso día de relajación. También conocimos el «trapiche», la zona panelera del municipio, ubicado en una vereda a unos 35 minutos del casco urbano. Allí se fabricaba la panela más deliciosa que he probado y, además de ello, se producía el café de mayor calidad de Albán. En la madrugada del lunes 4 de julio, el día que terminó la feria, aún se estaban presentando algunos artistas sobre el escenario.
Al día siguiente, un martes, los funcionarios de la alcaldía tuvieron un gran detalle con nosotras: nos prepararon un desayuno y nos dieron un detalle como agradecimiento. Ese momento fue muy especial porque tenía sentimientos encontrados. Por un lado, sentía tristeza por dejar ese bello municipio y, por otro, felicidad porque volvería a ver a mi familia. Agradecimos el constante apoyo de todos y así regresamos a la ciudad de Pasto, para posteriormente tomar un vuelo a Bogotá.
En los cuatro meses que trascurrieron estando fuera de mi casa, aprendí a conocerme como persona, a ser mucho más sensible, más atenta, más abierta a escuchar a los demás. También encontré algo en mí, algo que me permitió comprender que el hecho no es solo ir a apoyar al fortalecimiento institucional y ayudar a la comunidad, es saber cómo hacerlo para que las personas se sientan a gusto con mi apoyo. También confirmé que el hecho de tener un estudio no me hace más que nadie; la humildad es un valor que siempre he practicado, pero que en Albán multipliqué y fortalecí.
Para mí fue muy importante poder apoyar a la administración municipal por medio de estrategias con fines de paz. Fue gratificante ver que la población albanita tiene una luz de esperanza que le brinda la seguridad, y que gracias a esto puede progresar en el desarrollo de su territorio y ver crecer a sus hijos en un ambiente alejado del conflicto armado y de todas las formas de violencia.
Es triste que la pasantía haya culminado, porque me hubiera gustado continuar participando en proyectos que beneficiaran a la población albanita. Esa oportunidad fue lo mejor que pudo suceder en mis pocos años de vida. El solo hecho de conocer otras culturas, costumbres y tradiciones es gratificante, y haber podido colaborar en la consolidación de un proceso de paz y reconciliación fue importante para fortalecerme tanto personal como profesionalmente. Cumplí con las expectativas que tenía en un principio. Quizás de forma distinta, pero las cumplí.
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La presente crónica hace parte del libro «Manos a la Paz», editado y publicado por la Universidad Central de Bogotá (Colombia) en 2017.
Este libro es fruto del programa Manos a la Paz, creado por el Ministerio del Posconflicto con el apoyo de Naciones Unidas, al que se han unido varias universidades del país. Recopila las crónicas de estudiantes y docentes de la Universidad Central pioneros sobre su experiencia, que tomaron la decisión de explorar una realidad desconocida con la firme voluntad de colaborar en la activación de una sociedad en la que sea posible la convivencia, el progreso, la equidad, la justicia y la participación.
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* Nhasly Johanna Aroca es estudiante de Ingeniería Ambiental de la Universidad Central de Bogotá.