Cronopio Leído

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BAILANDO

Por Memo Ánjel*

Por esos días finales de otoño hacía ya bastante frío y lo mejor, como lo sabía por su abuela, era una sopa de tomate caliente con pan francés y trocitos de queso de cabra. Y un café cargado. A Isaac Sadur le gustaba esta mezcla, que luego de terminar y limpiarse la boca con la servilleta, acompañaba con un cigarrillo. Y la tarde de ese día, en el pequeño café–bistró situado a la salida de la estación de Fridenau (bastaba salir del S–Bahn y subir las escaleras que iban a la derecha para llegar al local), Isaac Sadur estaba satisfecho. Le habían pagado unos dibujos que hizo para una editorial de libros infantiles y contrató otros, en los que abundaban los ratoncitos buenos. La mano del editor estaba húmeda y la barriga, sostenida por unas cargaderas, le caía de manera cómica. Entre los billetes se veían los de color verde, esos de 200 euros. Isaac Sadur sonrió, siempre sonreía, le fuera bien o mal. Sos un artista de la cuerda floja, le había dicho un amigo argentino que se ganaba la vida dando clases de baile. A ese le debía que bailara tango y milonga, también algunos valses.

A Isaac Sadur le estaba yendo bien, dormía tranquilo y al levantarse, después de comer algún trozo de pan con un embutido de hígado, morder una cebolla y beberse un café, ordenaba su mesa para comenzar a trabajar. Pero antes leía algunas páginas de dos novelas. Esa era su neurosis de lector. Y ahora leía la Confesión de un asesino (Beichte eines Morders), de Joseph Roth, y a la par Moby Dick. La primera en alemán, para tener más palabras. La segunda la releía y era como si la leyera por primera vez. El narrador, el tal Ismael, le pareció un hombre que se burlaba. De otra editorial le habían pedido una propuesta para ilustrar novelas de detectives y ya hacía trazos con tinta negra y grises. Su mujer le había escrito una postal desde España, diciéndole que lo esperaba antes de que comenzara el invierno y que las niñas se divertían con los abuelos. Sonrió.

Pero ahora, en ese café–bistró y cayendo la noche, Isaac Sadur fumaba y esperaba a que abrieran la sala de baile contigua, un edificio gris con ventanas cuadradas. Allí, los martes y los jueves se bailaba tango, iban mujeres y hombres solos casi siempre y la penumbra ayudaba a que las figuras se vieran mejor, en especial los pasos. Por 3.50 euros permitían la entrada y daban media copa de vino, se escogía una mesa y aparecía el momento de buscar pareja. Si se quería otro vino, costaba lo mismo que una cerveza.

A las 8:30 abrieron el local. Algunos de los que estaban en el café–bistró, pagaron y salieron. Una mujer miró a Isaac Sadur y bajó la cabeza, como si lo estuviera saludando. El hombre le guiño un ojo y la mujer sonrió. Luego desapareció caminando entre su falda ancha de flores tropicales, rojas, amarillas y azul celeste. Al café–bistró entró más gente. Era claro que afuera hacía frío y se buscaba un poco de calor. Las mujeres que atendían el local se movieron por entre las mesas. Ya estaban maduras, se maquillaban de cualquier manera, pero reían de improviso y saludaban a los clientes, tomaban los pedidos y pasaban la orden a la cocina. Isaac Sadur conocía estas rutinas, era un cliente asiduo. Allí leía el periódico en las tardes, comía y compraba cigarrillos en una máquina que estaba al lado del sanitario. Allí había llevado a sus hijas y a su mujer y al profesor de baile. Allí había estado solo y lo habían visto dibujar sobre las servilletas. Allí leía el menú del día, escrito sobre una pizarra, donde también decía que todos los días había sopa de tomate, la especialidad de la casa. Ese café–bistró era una segunda casa, aunque distinta a la suya debido a la cantidad de carteles pegados a las paredes que anunciaban películas, conferencias, viajes baratos y mensajes contra enfermedades de transmisión sexual. Esos carteles cambiaban cada tanto, salvo dos: Uno con la cara de Chaplin y otro con un cuadro de Alfons Mucha que anunciaba la primavera. La mujer dueña del local, rubia y con arrugas en la frente, se mantenía frente a la caja registradora y parecía siempre posando. Isaac Sadur trató de hacerle un bosquejo dos o tres veces, pero le molestó la lámpara que había al lado de la mujer. Una lámpara de antes de la guerra, quizá del cabaret de Berlín por los colores que cubrían la bombilla y el bronce que la sostenía, que tenía forma de serpiente.

Isaac Sadur miró el reloj, pagó su cuenta y salió. El frío le pegó en la cara, se dobló un poco, metió las manos al bolsillo y, al cabo de algunos pasos, entró al local de baile. Una muchacha pálida y pecosa, con cara de hija de pastor luterano, recibió el dinero y le entregó la media copa de vino. En ese ambiente a media luz, Isaac Sadur buscó una mesa. La encontró al fondo, contra una pared y un mapa que no se interesó en saber a qué país correspondía. Tuvo la sensación de que el sitio olía a salchicha con mostaza picante. Le pasaba siempre que entraba a un lugar en penumbras. Se lo dijo una noche a su mujer y esta se burló. Pero no le molestaba el olor, así que se sentó y miró a las parejas que bailaban, algunas siguiendo pasos que habían memorizado pisando trazos dibujados sobre un papel de estraza. Al local venían bailarines y aprendices, y estaban ahí hasta la medianoche, cuando una luz central se encendía indicando que ya no había más. Luego era una fila de personas que se tragaba la noche. Pero ahora todo estaba en penumbras y sonaba un vals, Bajo un cielo de estrellas. Ese vals lo había oído Isaac Sadur muchas veces en su casa de Orán, cuando era muchacho y trabajaba en el almacén de aceites de la familia. Lo oía salir a diario del bar de un alemán que tenía la cara marcada. En ese bar jugaban ajedrez y naipes los judíos y los árabes, algunos italianos y dos españoles que se querían. ¿Y qué se podía decir? Estaban en un puerto y todos los diablos tenían permiso en cada calle, dijo el padre de Isaac Sadur, que en la sinagoga decían que era ateo. Oyendo el vals, Isaac Sadur sintió el calor que le faltaba. Y se sintió bien: vería bailar, quizá bailaría, pensaría en sus hijas en casa de sus abuelos, saldría a bailar solo. Oyendo tangos, milongas y valses entraba en un espacio donde todo sucedía, como en una película donde hubieran juntados varios rollos al azar. En esas vio acercarse a la mujer que lo había saludado en el café–bistró. La reconoció por la falda. Más cerca, la vio mejor: era delgada, no muy grande, y con unos ojos vivos debajo del flequillo. La nariz fina y un poco larga, la boca de labios carnosos; se le veía una de las orejas sobresaliendo por entre su peinado corto, a lo garcon.

—¿Baila conmigo? —le pidió ella en un alemán suave. Le brillaban los ojos semi azules. Comenzó a sonar La noche que me quieras. Isaac Sadur le tendió la mano, dio un par de pasos, la tomó por la cintura y alargó el pie a un lado mientras la apretaba contra su pecho. Luego comenzó a caminar lentamente con ella, sintiéndola liviana. El pelo le olía a esencia de canela. Pasaron por entre otros bailarines, fueron de un espacio a otro, se zafaron un poco y se unieron de nuevo, los pasos apenas se tocaron y siguieron la música al ritmo del piano. En dos ocasiones cambiaron a un juego de bandoneón, para hacer firuletes. La mujer apenas le llegaba al hombro, pero mantenía la cara levantada, retadora.

—Me gustaría bailar Bajo un cielo de estrellas contigo —le dijo Isaac Sadur en un murmullo, y siguió bailando. El tango seguía lento, para hacer figuras lindas si se quisiera, pero ello se pegó más a él y los pasos fueron cortos, elegantes, sin premuras.

—Quiero estar contigo —le dijo Isaac.

—Estás conmigo— le dijo ella, levantando un poco el pie y haciendo un paso delicado. Al final del tango, la mujer empujó a Isaac Sadur hasta la pequeña mesa donde lo había encontrado. Se sentó a su lado y bebió un poco de la copa de él, sin importarle. Lo miró con gracia y le dio un beso en la nariz.

—Estamos bien, vamos a estar bien, —dijo la mujer. Luego añadió: no te muevas. Y caminó hasta donde un hombre con enormes audífonos en la cabeza que miraba la pantalla de una computadora. Regresó con dos copas de vino. Sonreía. —Bailaremos bajo un cielo de estrellas —dijo ella en un español cascado. Isaac Sadur entendió, en su casa hablaban djudezmo, esa lengua que se parecía a la del Libro del buen amor. Y esa canción la sabía de memoria, aun en las palabras que no comprendía. Del fondo del local llegó la canción. Salieron a bailar. Entre los bailarines, una mujer gorda se movía como un bolo. El hombre que la llevaba en brazos parecía bailar en la punta de los pies. Tenía la cara medio torcida por el esfuerzo.

—No soy español.

—Tampoco soy alemana, soy danesa. —La mujer sonrió.

—No sé tu nombre —le dijo Isaac Sadur llevándola con delicadeza, haciendo tres pasos finos y volviendo al punto. Oyó que alguien los aplaudía. La espalda de ella estaba tibia.

—Dime Baile, eso, soy el baile, —soltó la mujer pegando la frente contra la barbilla de él. Giró con elegancia, se movió como una barca que se suelta del muelle y el agua se la lleva, y dejó que él hiciera unos pasos largos. Recorrieron el salón dos veces y los demás pararon de bailar para verlos. –Me gusta como bailas.

—Parece que no pesaras —dijo Isaac Sadur, dando un par de pasos cortos y apretándola más contra sí. La mujer tuvo que empinarse un poco para seguirlo. Un hombre robusto encendió una linterna para ver cómo se movían los pies de los bailarines. Su pareja se la hizo apagar. Así que vieron la silueta de Isaac y de Baile moviéndose como una seda que se lleva el viento. Cuando terminó la canción los aplaudieron. El hombre de la computadora les dio enseguida una milonga vals con interpretación de guitarra y ella movió los brazos, levantó el izquierdo para ponerlo sobre la espalda de Isaac Sadur y se pegó a él, que ya le tomaba la mano derecha y la apretaba. El olor a canela de su pelo flotó con su sonrisa. Bailaba con los ojos cerrados, siguiendo los bajos de la guitarra, yendo lento, con cruces rápidos de piernas y apoyo en los tacones y después en las puntas de los zapatos de taco alto.

—Te llamas Baile —le dijo Sadur, llevándola en ese baile que se movía con pereza, como indicaban las guitarras. A su lado los otros comenzaron a bailar. Fue lindo, fue la música de un patio del suburbio, fue la Milonga del ayer que no tenía letra sino un moverse y sentirse, un irse hacia adentro, un paso largo, un giro, dos pasos cortos, un estarse quietos y luego separarse.

—Debo irme —le dijo la mujer. El flequillo se le había pegado a la frente y el resto del pelo estaba brillante. Su boca había perdido el rouge.

—¿Estás loca? —le pregunta de Isaac Sadur fue casi un grito. Y luego un mirarla, soltarla y ver que se perdía en la penumbra. El hombre fue hasta la mesa donde permanecían las dos copas de vino. Se bebió una casi de un trago. La segunda la degustó sin prisas. Sin mirar a ninguna parte, solo pensando en ella, en Baile, en las tres canciones que bailó con ella. Cerró los ojos para verse bailando. Cuando encendieron la luz del centro, se puso de pie y salió entre la fila de gente. Afuera hacía frío, en la pizarra del café bistró se leía «sopa de tomate», arriba el cielo estaba limpio y estrellado. Isaac Sadur encendió un cigarrillo, metió las manos en los bolsillos y siguió imaginando que bailaba con ella, yendo como dos que se estiran y encogen, sintiéndola que se deshacía en él y todo había sido una noche sin acabar. Cuando estaba satisfecho le pasaban cosas así. La línea recta no existe, se dijo. Caminó dos cuadras y llegó a su piso. Desde afuera vio que una de las ventanas estaba iluminada. Allí, él se estaría esperando. Ese fue el dibujo que imaginó.

 

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* Memo Ánjel (José Guillermo Ánjel R.), Ph.D. en Filosofía, Comunicador social–periodista, profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín–Colombia) y escritor. Libros traducidos al alemán: Das meschuggene Jahr, Das Fenster zum Meer, Geschichten vom Fenstersims. En la actualidad se está traduciendo Mindeles Liebe.

 

 

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