BALADA DE UN VIEJO ADOLESCENTE
Por Reinaldo Spitaletta*
No sé si la tristeza sea esto: un poco de viejos revueltos y sin futuro, pero cuál futuro van a tener si ya la vida les cansa, les jarta, les choca, les molesta, les duele, creo; nada ven y yo nada veo en ellos fuera de unos seres marchitos, sin paisajes, a veces mudos, a veces torpes al hablar, a veces solo un murmullo, creo que hablan solos, para adentro, que el afuera parece no importarles nada, y hoy estoy como si fuera uno de ellos, sentado en una banca de iglesia, o en el murito del corredor, o viendo la nada, que ya nada importa, no sé por qué amanecí sin ganas de ir al colegio, de no hablar con nadie, de ni siquiera ver a mamá, ni de desayunar, menos de bañarme que hay algunos viejos que no se bañan y mamá les tiene que ayudar y convencerlos de que entren en la ducha, que la limpieza no tiene edad, otros no se afeitan, para qué, dirán y digo, y las señoras, excepto la del caminador, y claro, Alicia que cree estar rejuveneciendo, no se maquillan, esto sí es de lo raro que me haya parecido: señoras sin labial, sin delineador de cejas, sin polvos, sin colorete, eso sí es estar uno muy acabado, mejor dicho acabada, sin interés en la vida, en la apariencia, que ya no tienen a quién mostrárseles, nadie a quién despertarles un buen pensamiento, o tal vez malo, no sé, y hoy siento que yo no debería estar en este cuarto, junto a una guitarra, una mesita con libros, unos cuadritos insoportables a la vista, que debería estar seguramente en un pabellón, en un salón con los viejos, me siento uno más, un anciano más, no quiero saber de Georgina ni Gloria Amparo ni Roberto ni Ramiro ni Sigifredo, y menos de Rodolfo y Sergio y Richard, y no me interesa si papá vuelve o se queda, que él es culpable con mamá de que yo esté aquí, metido en un asilo, como si no tuviera parientes, como si fuera un tipo solo, que solo vine al mundo, solía escucharle a mamá esa frase: «sola vine al mundo», cuando estaba indispuesta con la vida, y creo que razón sí tiene: yo también solo vine y solo me iré, que en estos días leí un poema de soledades: de mis soledades vengo a mis soledades voy, que creo que lo único que me acompaña son estos libros viejos, los de la caja del extranjero, los que he traído de la casa de los eucaliptos, el que me regaló Chucho, que he vuelto a hojear, porque me llama la atención, me inquieta sobremanera la vida extraña y trágica de Toulouse–Lautrec, con sus putas de cabaret, su Molino Rojo, que era su aliciente, y a mí me hubiera gustado dibujar, pintar, pero no sé trazar una casita de dibujo infantil, un sol, una luna, una estrella, nada, ni calcados me quedan bien los dibujos, y me produce admiración quien pinta, la pájara pinta, pinta la pájara, estaba la pájara pinta subida en el verde limón, que ahora estoy recordando sin saber por qué un poco de rondas de El Congolo y del Quitasol, entre ellas la pájara pinta volando, cantando, rondando y había muchas niñas en la calle, con materile–rile–ró, que pase el rey que ha de pasar y el hijo del conde se ha de quedar, y en el Puente de Aviñón mientras el lobo está (¿está? ¿Está comiéndose a Caperucita? Caperucita la más pequeña de mis amigas en dónde está) y un soldado fue a París con un moco en la nariz, chupaté, chupaté, chupaté, patinaba una niña en París, resbaló, resbaló y en la esquina del parque quedó, que Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué horror, qué pena, y las muchachas daban vueltas, y a veces brincaban al lazo, su mundo era bello y atractivo, más que el nuestro correteando, jugando a la guerra libertada, al coclí–coclí, pelota envenenada y tirando piedras a los entejados, corran, corran güevones que nos persiguen, que salió Barriga de Plomo, un viejo gordo y grandote que nos correteaba sin alcanzarnos, y era de todos modos más bello aquello de don Pepito bandolero se metió entre un sombrero, el sombrero era de paja se metió entre una caja, la caja era de cartón, se metió en un balón, el balón era muy fino, se metió en un pepino, el pepino maduró y don Pepito se saaalvooó, que parece que no me salvo de esta, de sentirme como un anciano, que creo que mi cara se arrugó (la toco y la siento lisa, sin embargo) en estas cuatro paredes, en esta angustia creciente, en esta pesadez que siento ahora, que no me importa la guitarra, ni don Alfonso con sus notas musicales, ni ninguna serenata, no quiero nada, nada, sino irme de aquí, de este infierno que no me había dado cuenta de que yo era uno de sus habitantes, qué vaina Dante y sus mundos, y el tiempo de las obras de Chejov, me tienen pensando en cómo transcurren los días, nada cambia ¿o sí?, todo igual, y hay en las voces de ellos un desdén, que leer a veces me parece una salvación, es decir, un escape, ya no siento los ronquidos de los viejos, ni la voz de cumbión de Cristina, ni veo la lucecita roja de Nando, ni el olor de la carreta de Israel y Óscar llena de comida, que creo son sobras de trabajadores, porque eso de que contengan palillos me da mala espina, y no propiamente de pescado. Y por eso a veces, cuando los viejos están dormidos, me siento en el corredor en penumbras a mirar las baldosas rojas y amarillas, también viejas como la mayoría de habitantes de este caserón de tejas que a veces huele a naranjas, a mangos, a tomate de huerta, y en otras a viejos meados, cagados, vomitados, sucios, barbados, despreocupados, que parecen estar agrediendo al mundo con su olor, como una venganza, porque ya parece que nada importa, que ni siquiera tienen dolientes, y si los tienen, a ellos, a los que ya no son ni parientes, no les importan los que tienen sus huesos aquí.
Hoy es un día gris, que es un color que ahora relaciono con la vejez y con la tristeza, no quiero ponerme nada gris, ni siquiera el suéter que hace un tiempo me dio mamá, raro, porque a ella el colorcito ese no le cuadra, no tiene ninguna prenda así. Qué va, uno aquí está como en otro mundo, aislado, asilado, encerrado, en medio de gente que está de salida, aunque no debiera decir, mejor dicho, pensar una cosa así tan irrespetuosa y grosera, que uno también puede estar de salida y me gustaría, sí, salir ya de aquí, aunque a veces, lo reconozco, es un privilegio poder ver de cerca a los que tienen la piel cansada, que la balada de Piero hasta razón tiene: un joven puede tener la piel cansada de la tarde, que así están los habitantes de este caserón, con el ocaso hasta en sus camas, pero así y todo, me llama la atención que algunos se quieran, se deseen, no sé cómo será desear en un viejo, pero Israel y Alicia, creo, se desean, sí he visto la manera sutil de mirarse, con gestos y guiños pícaros, y mamá ha dicho que le parece bonito que haya dos viejos, que en verdad son menos viejos que los otros que aquí habitan, que se quieran. Y como esto de las canciones también tiene su vaina, a mí se me pegaron ya músicas de viejos, que don Alfonso el otro día cantó un pasillo, «me volví viejo de tanto esperarte, me volví viejo esperando tu amor», y a mí de pronto se me vino encima la canción, creí que yo era el protagonista, me volví viejo y no pude besarte, eso sí es una desventura pura, que seguro a Roberto le gustaría que montáramos el disco, y a lo mejor hasta se lo cantemos a los de aquí, de los que yo ya hago parte… Siento a veces como una pesadez, como si no pudiera mover las piernas, sin agilidad, sin soltura, como si necesitara una muleta, un bastón, un caminador. Esto no puede ser…
Hoy es un día gris tal vez porque yo estoy sintiéndome gris, que es como tener pocas ganas de nada, aunque lo dicho: los libros me están haciendo pensar de otra forma, que ya empecé el de El hombre de Cirene, y se me mete que es un libro triste, que estoy que pienso que los libros tristes son mejores que los alegres, porque en Chejov encuentro voces así, aburrimientos, como el que de seguro sienten los viejos de aquí, el tedio, el pasar la existencia sin un paisaje, o sí, paisajes grises, neblinosos, promesas de lluvias, inviernos… Simón de Cirene me da para hablar con el profesor de Español acerca del destino, que él ya nos ha introducido con el destino de Edipo… Por algo de misterio estaban esos libros aquí, y eran de alguien al que le gustaba leer, como lo dice en algunas notas, que habla de lo leído, de lo que con lo leído se puede hacer, aparte de imaginar, que así dice. El teatro debe ser un arte de dolores. El extranjero lo supo, porque ya en sus apuntes cuenta que el hombre es pena… El tipo se ve que sabía muchas cosas, y de él aprendo…, como si fuera un profesor invisible, distinto a los del colegio. Tiene párrafos sobre un ruso, que ya creo sé pronunciar, Stanislavski, sobre los actores, no sé, leo y me confundo, porque dice que no hay que declamar, y yo la gente de teatro que he visto lo que
hace es declamar, que por todas partes están los declamadores.
Yo, por ejemplo, ya me aprendí Canción de la vida profunda para declamarla en clase, para que Roberto sepa que no es el único que puede hacerlo, pero no quiero actuar, sino decirla, así no más: «hay días en que somos, tan móviles, tan móviles…», sin mover en exceso las manos, ni tener otra voz, solo la mía, creo que así los que escuchan se meterán en las palabras por el valor de ellas y no porque yo las dramatice, que ya se me está pegando el lenguaje del extranjero, que además ha escrito que el compositor, el escritor, el pintor, el escultor «no están sujetos a la presión del tiempo», disponen con libertad del tiempo, que puede ser largo, más largo, pero un actor no, tiene que estar listo, inspirado a una hora determinada, cuando se presentará en la sala… Cómo será un montaje de Las tres hermanas, aunque a mí, que leo en desorden y luego en orden, me está gustando mucho El jardín de los cerezos, qué pasará con ese jardín, con la casa, con los que allí habitan, es una obra rara y triste, me parece.
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El presente texto hace parte del capítulo 18 de la novela «Balada de un viejo adolescente», publicada por Hilo de Plata Editores, Empresa cultural Ítaka, Medellín, 2018.
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*Reinaldo Spitaletta. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia. Es columnista de El Espectador, colaborador de El Mundo, director de la revista Huellas de Ciudad y coproductor del programa Medellín Anverso y Reverso, de Radio Bolivariana. Galardonado con premios y menciones especiales de periodismo en opinión, investigación y entrevista. En 2008, el Observatorio de Medios de la Universidad del Rosario lo declaró como «el mejor columnista crítico de Colombia». Conferencista, cronista, editor y orientador de talleres literarios. Coordinador de la Tertulia Literaria de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín y el Centro de Historia de Bello. Coordinador desde 2010 de seminarios de literatura en Comfenalco-Casa Barrientos.
Ha publicado más de veinte libros, entre otros, los siguientes: Domingo, Historias para antes del fin del mundo (coautor Memo Ánjel, 1988), Reportajes a la literatura colombiana (coautor Mario Escobar Velásquez, 1991), Café del Sur (coautor Memo Ánjel, 1994), Vida puta puta vida (reportajes, coautor Mario Escobar Velásquez, 1996), El último puerto de la tía Verania (novela, 1999), Estas 33 cosas (relatos, 2008), El último día de Gardel y otras muertes (cuentos, 2010), El sol negro de papá (novela, 2011) Barrio que fuiste y serás (crónica literaria, 2011), Tierra de desterrados (gran reportaje, coautor Mary Correa, 2011), Oficios y Oficiantes (Relatos, 2013), Viajando con los clásicos (coautor Memo Ánjel, 2014), Escritores en la jarra (ensayos literarios, 2015), Las plumas de Gardel y otras tanguerías (crónicas, 2015), Historias inesperadas (crónicas, 2015), Macabros misterios y otros ensayos (ensayos, 2016), Tango sol, tango luna (crónicas, 2016), Sustantiva Palabra (ensayos literarios, 2017), Balada de un viejo adolescente (novela, 2017) y Tiovivo de tenis y bluyín (2017).
En 2012, la Universidad de Antioquia y sus Egresados, lo incluyeron en el libro «Espíritus Libres», como un representante de la libertad y de la coherencia de pensamiento y acción.