Kronopeas

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BEETHOVEN. LA MÚSICA DEL ABISMO

Por Leo Castillo*

La noche del fracaso de su Fidelio «esa ópera de mis pecados», Beethoven, presa de una resignación fatigada, exclamaba « ¡Yo no escribo para la muchedumbre! » ¿Qué conexión hay entre estos hechos y mi vida en esta ciudad del Caribe colombiano? Mi compañera y yo vivíamos en el tercer piso de cierto edificio del barrio El Tabor, en Barranquilla. Cada tarde, a eso de las cinco, tomados de la mano y los ojos aguarapados de ternura tratábamos de ver a la persona que empujaba un invisible carrito de helados allá abajo. Lo que nos empujaba a la ventana era la melodía atravesando la ingravidez de esas tardes apacibles: los primeros acordes de Para Elisa, maravillados de que esta pieza, compuesta 200 años atrás en Viena, arraigado a ras de la vida simple en esta ciudad.

El autor, Ludwig van Beethoven descendía de un abuelo flamenco, Lodewijk, que no podía regresar a los Países Bajos debido a una importante deuda heredada de su padre y que al morir dejó a su mujer, Marie Josephine Poll, borracha y atronada al frente del hogar, en Bonn. Salvo el padre de Ludwig, un violinista tan mediocre como su sueldo lacayo en la Corte, los hijos de Lodewjk y la borracha Marie Josephine murieron prematuramente. La buhardilla a orillas del Rhin donde transcurriría su infancia se convirtió pronto en madriguera de gorreros que bebían del sueldo miserable del frustrado violinista alcohólico, conducido a la comisaría para ahorrar a los ciudadanos el espectáculo de verlos durmiendo la pea en sus andenes. Reclamada su madre Marie Magdalene por los cuidados de su hermanito Kaspar Karl, Ludwig van Beethoven sería una soledad extrema asomada que se asomaba desde un alto ventanuco que oía discurrir largamente a su único interlocutor: el bisbiseante Rhin.

Johann quería que su hijo, un niño prodigio, emulara a Mozart, para lo cual, llegaría a extremos como restarle la edad a Ludwig, que vivió con dos años de edad menos que los reales. Su hostil obsesión haría que el niño aprendiese música antes que leer, acorralándolo en un destino impuesto. A su soledad, un padre borracho y una madre desvalida, cargaba el sambenito de los dolorosos apodos de la niñez: en la escuela le decían el «Español» por su cabello negro y comportamiento errático. Como vivía haciéndose a un lado, vestido con descuido, incluso mal aseado, los compañeros entendieron que tenía la madre muerta.

Alcanzando el sueldo del padre apenas para pagar el asilo a la abuela tarambana y su borrachera perpetua y la de su gavilla, la comida tenía que faltar en la despensa de Marie Magdalene que, con cuatro hijos y habiendo visto a morir al menor en sus brazos, se puso a coser casi hasta el alba y quemando su vista se extinguía en la penumbra. Johann, que conseguiría que su “hijito de seis años” (de ocho entonces, como tengo dicho) diera su primer concierto, empezó a vender los objetos que dejara Ludewjk. Los maestros Willibald Koch y el oboísta beodo Tobías Pfeiffer, no constriñeron el talento del niño. Pfeiffer, que a despecho de la pobre Marie Magdalene vivió un año con los Van Beethoven, lo despertaba ebrio a cualquier hora de la madrugada para impartirle clases, ejecutando sin empacho alguno el oboe a semejantes horas. Aegidius van der Eeden, lo tomó por discípulo y Beethoven, lo relevaba al órgano en sus achaques: “Perdido en lo alto, detrás del órgano refulgente, sin ver siquiera al sacerdote, sin ver a los feligreses, podía sentirse elevado a las más altas esferas sin que sus ropas raídas por el uso tuvieran la menor importancia”, dice Manuel Penella en su biografía. Se veía enfrentado al dilema de todo artista marginal: peor que no cobrar es no trabajar. En 1871, se pasa a manos del extraño Christan Gottlieb Neefe, aparentemente un cumplido ogro que, sin embargo, aportaría a Ludwig la visión holística involucrando la experiencia humana que todo artista verdadero debe incorporar en su destino. Con Neefe, el Clave bien temperado de Bach, la técnica y la estética del barroco. Casi no tenía amigos: Ries, de la música y Wegeler, un vecino. Ya a los doce compuso nueve variaciones, su fuerte, para piano sobre una marcha de Dressler que Neefe hizo imprimir. A la viola o al órgano actuaba incidentalmente en la orquesta de la Corte. Gracias a Wegeler accedió a los Von Breuning, a la amistad de Eleonore (“Lorchen”): de aquí saldría, el 7 de abril de 1787, ¡a Viena!, auspiciado por el elector Maximilian Franz. Tenía «catorce» años.

Viena era la capital de la música europea: música en sus salones, en el palacio del emperador y en los y los teatros afamados, además de los conciertos públicos… pero esta espléndida Viena enterraría a su Mozart en una fosa común. Ludwig vio ya a un hombre cuyo sombrero decorado brillaba, pero Mozart, a los treinta y un años, estaba prematuramente envejecido, triste, los hombros abatidos.

Mozart estaba harto de “niños prodigios” y Beethoven sería mordido por el hielo de su cansancio acosado. Ante la ejecución de una pieza propia del jovencito de Bonn pareció más bien aburrido. Ludwig pidió un tema a Mozart sobre el que se libró a improvisar. «Tengan cuidado con ese muchacho», dijo al cabo.

Debiendo regresarse a Bonn sin pena ni gloria se quedó sin dinero a mitad de camino, y tuvo que pedir prestado al doctor Schade, de Augsburgo. En Bonn asiste a los padecimientos de su madre, a quien ve morir de tuberculosis el 17 de julio de este mismo año. El padre corre a vender el mismo día los vestidos de la muerta. «Nadie más feliz que yo cuando aún me era dado pronunciar el dulce nombre de madre y ella lo oía. ¿A quién podré ahora repetírselo? ¿Acaso a las silenciosas imágenes que de la santa mujer finge mi fantasía? », escribe a Schade, cuyo préstamo deberá esperar largamente antes de ser pagado. Poco después muere Magdalene, la hermanita.

Se dice que la grandeza y profundidad de sus obras no es ajena a las emociones vividas en este momento. La mediocridad de su padre, la desesperada situación en la buhardilla de la Rheingasse ni la indiferencia de sus amigos solventes lo engullirían, aunque no escapara siempre de algo muy parecido a la mendicidad. Por un sueldo desperdició en la viola y el órgano el tiempo para el piano.

En 1790 muere Josph II en Viena y pone en aprietos a la orquesta y al coro con una partitura de una cantata encargada en su homenaje. Se niega a hacer cambios ahora y en otro encargo para honrar al nuevo emperador.

Se le brinda apoyo para volver a Viena: «El genio de la música está de duelo y todavía llora por la muerte de Mozart, su discípulo. En el inagotable Haydn tiene un refugio, pero no una ocupación. Desea encarnarse otra vez en un espíritu superior. Mediante una labor incesante, reciba usted, de manos de Haydn, el espíritu de Mozart. Su verdadero amigo, Waldstein. Bonn, 29 de octubre de 1792.” Y Eleonore Breuning, de quien se había enamorado, lo despachaba con galanura, prometiéndole un chaleco, para casar con Wegeler. A finales de este año, Johann, su padre, muere en casa destruido por la bebida, y Maximilian Franz escribe «ha muerto; es una pérdida muy lamentable para el impuesto a las bebidas».

Los ingresos mejoran en Viena. Compone y recibe lecciones con Haydn: «Le adjunto una composición sobre el poema Feurfarb. El autor es un joven de nuestra ciudad que ha sido enviado recientemente a Viena por nuestro príncipe para que estudie con Haydn. Compondrá también el Himno a la alegría de Schiller», escribe desde Bonn Fischenich a la mujer del poeta Schiller. Y por su parte Haydn a Franz: «Alteza Serenísima: me tomo la libertad de enviarle (…) algunas piezas musicales (…) compuestas por mi querido alumno (…) Beethoven ocupará con el tiempo el lugar que le corresponde: uno de los mayores compositores de Europa».

Conquista al círculo del príncipe. Llevaba cuadernos, partituras, periódicos en los trajes elegantes, pero arrugados, y dejó nuevamente de preocuparse por cortar el pelo, acicalarse sólo cuando se aproximaba al desaliño absoluto, para volver a recaer. Haydn lo llamaba «nuestro gran mogol»y «pequeño Beethoven». «En sus obras se encontrará siempre algo fuera de lo corriente, cosas bellas, pero también algo singular y oscuro, porque usted mismo es un poco tenebroso y singular». Haydn lo prevenía en punto a saltarse las reglas por capricho, se le asignaba una renta anual de quinientos florines. « ¿Cómo podía vivir ese maravilloso músico en una miserable buhardilla de la Alterstrasse?». Se le dieron habitaciones del palacio «en una situación que Mozart no se hubiera atrevido a soñar» y Salieri le enseña a componer a la manera italiana.
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