Repudiaba al organista de la corte, Albrechtsberger, cuyas obras tenía por simples «esqueletos musicales», es decir, «obras perfectas desde un punto de vista técnico, pero sin vida».
De baja estatura, manos pequeñas, pareciendo torpe, moviendo todo el cuerpo al tocar, se dijo que tenía el diablo en el cuerpo.
Magdalene Willand, de quien se ha enamorado, interpreta un Lied que Beethoven le compone. Rechazaría la propuesta del compositor, a quien encontraba demasiado feo, demasiado loco, desapareció de su vista y Beethoven empieza a costarle manejar los arrebatos de cólera.
El año 1797 empieza a dolerle y a zumbarle el oído. La perspectiva de la sordera lo sepulta en el mutismo por el pensamiento del más absoluto desamparo. Se acerca cada vez más a los músicos para oírlos, pero tenía que ocultar el terrible mal. La realidad se distorsionaba, se agotaba. Ferdinand Ries, compañero de los amargos días de la muerte de Magdalene Keverich quiso que escuchara el caramillo de un pastor que tocaba en la campiña: Beethoven no consiguió percibir absolutamente nada. Cualquiera, pues, podía descubrir así el secreto doloroso de su sordera, que no conseguía, sin embargo, abatirlo. Compuso la Sonata VIII para piano, la Patética, una de las piezas precursoras del romanticismo, las Sonatas IX y X (OP.14) y dio fin a seis cuartetos. Zmeskall lo introdujo en el círculo de la condesa Von Brunswick y sus hijas Josephine, Charlotte y Therese. Les escribió en un cuaderno de seis variaciones inspiradas en el poema de Goethe Pienso en ti: estaba enamorado de Therese, pero no le interesaban quizá menos Josephine, que en seguida atendió al conde Joseph Deym, y se casó con él: embarazada, consumía aún en las llamas de un amor imposible a Beethoven. Mientras alumbraba, Beethoven estrenaba su Primera Sinfonía.
Se le escapó Therese, yéndose con su madre a Martonvásár. Una coqueta descarada de apenas dieciséis años, Giulietta Guicciardi, prima de las Von Brunswick, lo sedujo entonces solo por antojo, haciéndose alumna del maestro que en sus arrebatos arrojaba las partituras por el suelo, llegaba a romperlas incluso, negándose a aceptar honorarios. Para Giulietta Beethoven demasiado pobre y al conocer sus pretensiones amorosas dio en abusar frívolamente de él, le hacía crearse esperanzas, pero le temía al músico de quien Czerny escribía: «tenía el cabello negro, y se le erizaba, cubriéndole la frente, ensombreciendo aún más su cara, que ya de por sí era muy oscura. Me fijé que en los oídos llevaba algodones embebidos en un líquido amarillento». Debía asquear a esa superficial Giulietta, a quien haría objeto de un delicadísimo detalle: la Sonata XIV (en do sostenido menor, op. 27, núm. 2), la denominada Claro de luna, precios fruto de angustia. Y Giulietta se largó con el mediocre aficionado Gallenberg.
No glosaré sus fracasos con estas mujeres, limitándome a acotar que Josephine, entones viuda, escribiría a Therese: «es un poco peligroso» y al mismo Beethoven: «esa predilección que me otorgó, el placer de tratarle, habría podido ser el más bello adorno de mi vida si usted me hubiese querido menos sensualmente. Enójese conmigo de que no pueda corresponder a ese amor sensual. Si hubiese prestado oído a sus deseos, habría tenido que atentar contra vínculos sagrados». Prefirió «atentar contra vínculos sagrados» casándose seguidamente con el barón Von Steckelberg. Sólo Therese, a quien seguiría hasta Montanvásár, sería un fugaz idilio entre la primavera y verano de 1806. Escribe: «El domingo por la noche (…) tocó algunos acordes en las notas bajas, y lentamente, con misteriosa solemnidad, alzó un canto de Bach». «Si me quieres dar tu corazón, dámelo sin que lo sepa nadie; que nadie pueda adivinar nuestro mutuo sentimiento. Mi madre y el cura se habían quedado dormidos; mi hermano miraba serenamente al infinito y yo, esclava de la canción y de la mirada de Beethoven, sentía la vida en toda su plenitud (…) En el mes de mayo de 1806 fui novia suya, con el único consentimiento de mi hermano».
Aquí compuso la Cuarta sinfonía, «en un lenguaje intimista, apacible», presa, también, de sentimiento de frustración: con Therese von Brunswick tampoco consiguió casarse. Serían declinadas sus pretensiones con Therese Malfatti, Bettina Brentano y Amalie Sebald, a quien escribía unos versos tan patéticos cuan pendejos: « Ludwig van Beethoven/ de quien sin pena/ usted sería la reina». Con Amalie termina el vía crucis de sus fracasos con las mujeres.
Viena no era, para él, mejor que para Mozart. La idea del suicidio retornaba, pero lo mortal era la idea de no acabar la obra para la que se sabía predestinado. Su vida sería heroica, o no sería nada. Seguro de que todo ha acabado, escribe el llamado Testamento de Heiligenstadt: « me fue preciso en plena juventud aislarme, llevar una existencia solitaria (…) habéis de perdonarme si me veis huir (…) Si me acerco a alguien, una mortal angustia se apodera de mi ánimo ante el temor de que se descubra mi estado (…) Voy al encuentro de la muerte (…) le tenderé gozosamente los brazos, porque vendrá a liberarme de sufrimientos infinitos». Luego añadiría: «Sí; las rosadas esperanzas de la lograr la curación (…) se han desvanecido por completo».
Conoció a Kreutzer y le dedicó la Sonata IX para violín y piano (op. 47, núm. 9 en la mayor), que inspiraría a Tolstoi su novela. Napoleón, a quien Beethoven dedicaría la Sinfonía número 3 (en mi bemol mayor, op. 5), cuyo título era Bonaparte, traicionando la plataforma republicana se corona emperador: sin vacilar rompió la página primera y tituló para siempre Sinfonía heroica. Este sensible Napoleón decía, por demás, que la música era «el menos molesto de los ruidos». Beethoven, parodiando a Berlioz, concilió las «disonancias más irreconciliables» de lo que llamo abismo.
Ante una solicitud para que tocara del príncipe Lichnowsky interpretada como «una orden» estalló en furia. El príncipe le retiró la pensión anual de quinientos florines, se mudó del palacio. La miseria y el zumbido de los oídos estrechaban el círculo.
Durante un ensayo para el príncipe Nikolaus Eszterhazy de Galantha el director de la capilla se rió y el príncipe, despiadadamente, preguntó a Beethoven: « ¿Qué ha hecho usted?» Reichardt decía de él: «Tiene, en la cabeza y en el corazón, un capricho infeliz e hipocondríaco, según el cual todo el mundo le persigue y le desprecia». Viena sería luego blanco de los cañones de los franceses cuyo estruendo desgarrándole los oídos no evitaba por ningún medio refugiado en un sótano. En 1809 se dio al hábito que destruyó a la abuela loca y a su padre: la bebida.
Entrevistándose con Goethe escribe decepcionado, o desairado: «A Goethe le gusta demasiado el ambiente de la corte; le gusta más de lo que puede convenir a un poeta»; Goethe de él: «Su talento me ha admirado, pero es más bien una personalidad totalmente desenfrenada. Por cierto que no se equivoca al considerar detestable el mundo, pero de ese modo no lo hace más agradable para sí ni para los otros. Por otro lado, pide excusas y se lamenta en exceso, ya que el oído le abandona, lo que, tal vez, le acarrea menos daño a la parte musical que a la social».
Llega 1812 y se empeña en que Johann desherede a la «tripona» como él llamaba a una de las empleadas de su farmacia, o la echaría de la casa de su hermano. Así, va a visitarlo, apela a las autoridades, pero Johann responde casándose con la «tripona», dejando en ridículo a Beethoven ante el vecindario fisgón que se relamía con el músico mal vestido que paseaba haciendo gestos y hablando solo.
Muerto en un accidente el príncipe Kinsky, los herederos decidieron pasarse por la faja el compromiso de una pensión de 1809. Nada pudo la justicia, con la que tenía menos suerte que con las mujeres. La idea de pegarse un tiro volvió a rondarle peligrosamente.
Derrotado Napoleón, el príncipe Matternich reunió a todos los monarcas europeos en el Congreso de Viena. Triunfo, pero se había desengañado de los vieneses: «aquí pasan cosas muy miserables y sucias. Aquí, de arriba abajo, todos son unos canallas». Se presentó por última vez como pianista e improvisador el 25 de enero de 1815, año en que moría su hermano Kaspar Karl, víctima de la tuberculosis. Se había peleado con el hermano, olvidó su matrimonio con Johanna, mujer de vida licenciosa y propensa a la lujuria, así como el hurto de dinero representándolo ante los editores. Kaspar lo nombraba tutor de Karl, de nueve años, pero añadía una cláusula al testamento: compartirían su tutela y Karl seguiría viviendo con ella. Compuso Todo está consumado.
Beethoven la llamaba «La Reina de la Noche» y le riñó decidido a quedarse con el sobrino. A finales de 1816 la justicia se lo confiaba. Por fin tendría compañía para su dura vida solitaria…, pero tuvo que enfrentar la tenacidad de los sentimientos madre-hijo y la rebeldía de Karl. A principios de 1819 la justicia devolvió a Karl a «La Reina de la Noche». Alegó. El protutor de Karl, síndico Nussböck, se asustó y se escandalizó de la vida de Johanna van Beethoven y el juez le entregó de nuevo al sobrino.
1821 lo cargaba con dolores reumáticos. Deprimido, lo complicó una afección pulmonar y la enfermedad del hígado, incapaz de secundar su afición al vino. La situación empeoraba con un Karl que en medio del fuego cruzado con su madre, el 29 de julio de 1826 se pegaba un tiro intentando liberarse de la regañina del tío. La herida resultó superficial. Fracasaba de nuevo, intentó llevarse al sobrino a casa de su hermano Johann y «su maldita tripona». Esto frisaba el melodrama, pero le sentó bien antes que estallara el conflicto familiar. Ludwig se confinó en su habitación, donde tomaba incluso los alimentos, Karl volvió a sus andanzas. Johann y su mujer decidieron echarlo de la casa. Para Ludwig, de nuevo, Johann debía desheredar a «la tripona». En fin, contrató cualquier coche para volverse con su «querido niño». Tuvieron una noche de espanto, lluviosa y de un frío polar. Mal abrigado, se apeó temblando en un albergue sin fuego. Llegando a Viena su sobrino, que debía traer un médico, se quedó en un cafetín. Mejoró, luego recayó. Su hígado perdía la pelea contra el viejo enemigo familiar, el vino. La piel amarilla, el vientre hinchado, todo estaba consumado. «El enorme volumen de agua exigía una rápida intervención y me vi obligado a practicar una punción del abdomen para desviar el peligro de un estallido», declaraba el doctor.
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