BELLOW Y EL HOMBRE EN LA CALLE
(o de cómo uno es la opinión de los otros)
Por Memo Ánjel
«—Sí, es cierto —dijo él—, toda una serie de males menores».
(Saúl Bellow. El diciembre del decano).
LA OPINIÓN
Decía Fernando González, en Don Mirócletes, que la personalidad es lo que nos dejan hacer los demás. Una especie de permiso colectivo que permite mostrarnos de una manera y cometer errores sin creer que lo son. Esto lo decía en 1936, hablando de la vitalidad y la personificación (la teatralidad), la persistencia en la maldad como capricho (este término ya es de Bellow) y en la falta o mal manejo de fluidos orgánicos. Y esa personalidad se muestra en la calle, allí se exhibe y confronta en medio de opiniones, miradas de reojo y encogimiento de hombros. Ya se sabe, cada uno es de acuerdo a los límites que le impongan y los desafueros que le permitan. Y sí, todo va bien hasta donde dejan.
Pero en la década de los ochenta, el asunto cambia. Y en las grandes ciudades (para nuestro caso y el de Bellow, Chicago) la personalidad ya no es un asunto entre provincianos que conversan, beben y hacen chismes, sino un sujeto de investigación social y psicológica, de encuestas para los planes de marketing y seguimientos para prontuarios policiales. La nueva gente post–Vietnam, que en Europa se aferra a una mezcla de romanticismo y rebelión de mayo del 68, en los Estados Unidos ya está teorizada de acuerdo a su sexualidad (el informe Kinsey), a sus vicios y pertenencias religiosas, a los informes sobre sociedades, comunidades retro y sub–sociedades (los barrios populares) que alimentan nuevos estilos de vida y comportamientos de acuerdo a lo que ganan, lo que incluye también tendencia a los delitos. Y en medio de todo esto, su incidencia en las votaciones demócratas y republicanas, en los nuevos consumos y su aporte a La milla de oro, zona financiera de Chicago, en la parte norte de Michigan Boulevard, idea que se copió después en Medellín.
De esta manera, la personalidad de un ciudadano de Chicago que va por la calle es un resultado teórico. Se ajusta a la propaganda, a lo que dicen los medios, a su historial clínico y a lo que paga en impuestos. Este ciudadano se desplaza siguiendo patrones y lo que fuera su personalidad, aun en sus actos íntimos, se sabe por los libros escritos por los técnicos, los artículos de revistas especializadas, las menciones en los periódicos, las bases de datos (donde en lugar de nombre es un número) y una soledad extraña, pues no va solo, sino que miles de ojos lo vigilan. Y si bien existe el bar donde se desahoga, lo que dice es poco o nada debido a que el televisor del local no para de sonar y mostrar avisos publicitarios.
¿Qué se puede pensar de un ciudadano así? Que es un buen ciudadano. En él todo está previsto: las marcas lo han uniformado (jabones, ropa, sopas artificiales, hamburguesas empacadas), igual que los sitios de reunión a los que asiste, los programas de televisión que ve y las cervezas que bebe, incluyendo eructos. Además, piensa poco porque ya los expertos piensan por él, le dicen qué desear y cómo evitar irse al infierno. Así que se ajusta (de acuerdo a las teorías de la evolución, se adapta) y no es sospechoso. Hace parte de la opinión general, ya no como individuo sino en calidad de masa. Pero hay un problema: si este ciudadano se sale del carril, todo se le viene encima, incluida la libertad controlada que le dieron. Esto pasó con Saul Bellow cuando escribió El diciembre del decano y el culpable fue su personaje, Albert Corda. Creo que corda en latín tiene que ver con corazón.
LA CORRUPCIÓN
Según Saúl (Salomón) Bellow, en este mundo en que vivimos todos estamos intranquilos en la vida privada y atormentados por los asuntos públicos. Y si bien nos han leído en todas nuestras actitudes y dirigido a través del conductismo (ser más de lo que somos, recuperar el alma), al margen hemos desarrollado la capacidad de vivir con múltiples locuras (para todas hay pastillas y terapias), tratando de evadir el desaparecer como individuos y no ser más que un número administrativo. Esto lo logran unos pocos, los demás se encierran para solo verse a sí mismos, y se corrompen. La corrupción desaparece al otro y lo convierte en sujeto usable, sea en términos políticos, económicos o amatorios.
Richard Sennett, en La corrosión de carácter, es claro: nos deshacemos cuando a los deseos no se les pone fin, cuando el deseo crea otro deseo. El deseo es engañoso (desde Spinoza se sabe) y en él juegan de manera desordenada la sensualidad, la búsqueda de honores y la riqueza, todos con vectores (o si se quiere variables) que llevan a no estar situados sino ansiando, lo que siempre es una sensación de pérdida. Y en El diciembre del decano, Bellow analiza el asunto del hombre que desea dentro de los marcos que lo limitan y lo tienen identificado. Y eso que desea es que haya otra opción, pero no la hay, así se esté en el sistema capitalista o en el comunista, que en términos de vigilancia, corrupción y mezquindad resultaron siendo iguales. ¿Qué diferencia hay entre Bucarest y Chicago? Salvo que en la primera ciudad las calles se ven más solas y el invierno se siente peor, nada. La prepotencia de los funcionarios, la manera de morirse, el exceso de propaganda, los que van por ahí sin saber a dónde van, el uso político del ciudadano, todo se repite. En Bucarest en un ambiente gótico, en Chicago entre luces de neón y algodones de azúcar. Todo es lo mismo: gente programada. Hombres de la calle que siguen delineamientos, que están leídos, que carecen de intimidad porque el sistema se metió a sus casas. Y lo peor, lo aman porque ahí se les va la vida, los comunistas mirando por una ventana, los capitalistas mirando vitrinas. Todos miran mientras van perdiendo el rostro.
Albert Corda (el personaje) es decano de una facultad de periodismo y está en Bucarest asistiendo a la muerte de su suegra, a un pasado remoto de los judíos y a la corrupción que se mueve por todas partes, como en Chicago. Está en una ciudad rumana fea que en su esencia se parece a Chicago, que también es fea porque carece de memoria. Chicago (que en los 20 fue el reino de Al Capone) está destruida y reformada, y no existe más que en fotos viejas. Y si bien tiene las calles y los comercios llenos, todo es tan vacío como quienes las recorren. Esto lo ve Albert Corda, que antes que decano es periodista, uno de los del viejo estilo, de libreta de apuntes y mirada curiosa y peligrosa para el sistema. Y lo ve en las dos ciudades que compara logrando apenas una que otra diferencia sin importancia. Se igualan en la corrupción, que a más de los réditos que produce, se carcome la memoria, los hechos y las estructuras urbanas. Corrosión y corrupción son palabras que se complementan, que llevan al confinamiento intensivo dentro de uno mismo.
Henry Agard Wallace (político estadounidense de avanzada y después retrógrado) dijo que el siglo XX sería el del hombre de la calle, espacio que privilegió sobre su propia casa. Y si bien es cierto que se ampliaron los lugares públicos y se ancharon las aceras, este peatón no logró una libertad de ir a todas partes, sino que tomó un camino previsto de antemano: la calle vigilada, él vigilado, su conciencia y conducta vigiladas. La vigilancia permanente, el miedo permanente, la despersonalización y, al lado, una corrupción rampante. De esto habla El diciembre del decano.
SAÚL BELLOW Y LA NOVELA
En inglés, Bellow quiere decir bramido. Y según el autor de El diciembre del decano, su novela es contestataria, denunciante y se escribió con rabia. Así que para una ciudad como Chicago, que se fundó en 1833 cuando apenas era un corral de reses, lo de bramar no pasó desapercibido. En las cartas que Saúl Bellow escribe en 1982 (fecha en la que se publicó la novela) se queja de las críticas adversas que hicieron sobre su trabajo. Lo tildaron de mentiroso, de judío peligroso, de haber escrito su autobiografía dando a sus perfidias un carácter político y general cuando solo eran meros pecados personales. Chicago se sintió herida y Bucarest se demoró en manifestarse debido al tiempo que demandó la traducción, que no se hizo al rumano sino al alemán. Y en esta disputa, que todavía seguía viva en 1986, Bellow se divorció, perdió dos hermanos, cumplió 70 años y su casa estuvo inundada de cartas y libros por leer. Lo estuvieron acosando para que se retractara, pero al final Chicago se mostró como el Chicago narrado (la propaganda no logró hacer el milagro del cambio) y Bucarest se volvió más negra debido a los tambaleos del dictador Nicolae Ceausescu, que al final (en 1989) fue fusilado junto con su mujer Elena, que cada tanto se daba «un baño de masas» para que la vieran estrenando.
El diciembre del decano fue la última que escribió Bellow. Le siguieron algunos cuentos y artículos, pero ya nada en que hubiera que pensar mucho. Por esos días se envenenó comiendo un pescado en el Caribe, pero lo lograron salvar. Y según Philip Roth, que era su amigo y crítico, ya Bellow había escrito una obra total: Herzog, El legado de Humboldt, Las aventuras de Augie March, Carpe Diem, El planeta de Mr. Sammler, etc. Y en todas ellas Chicago con sus judíos e italianos, sus negros y latinos, sus banqueros y burdeles, barrios y calles. Y esta obra, que narra las contradicciones humanas más sus delirios, al lado de la de William Faulkner, se convirtió en la base de la literatura moderna norteamericana. El Premio Nobel se lo dieron a Bellow en 1976. En su discurso habla de Joseph Conrad y de que el hombre entra en las tinieblas cuando ya no es tocado por el arte.
Saúl Bellow nació en 1915, en Lachine (Quebec) y muy pequeño se lo llevaron a Chicago, una ciudad donde la tuberculosis no mataba. Allí, en los barrios de inmigrantes, creó todo su mundo: el de la melancolía cómica. Y se murió en 2005, en Brookline (Massachusetts), muy enfermo, pero con el cerebro sano. En su vida se casó cinco veces, fue liberal de izquierda y le publicó a Isaac Bashevis Singer (Premio Nobel 1972) sus primeros cuentos. Y no sé si al morir tomó de nuevo la religión ortodoxa de la madre o se fue con el escepticismo del padre. Con relación a su judaísmo, dijo: no sé, he estado muy ocupado desde mi circuncisión.
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* Memo Ánjel (José Guillermo Ánjel R.), Ph.D. en Filosofía, Comunicador social–periodista, profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín–Colombia) y escritor. Libros traducidos al alemán: Das meschuggene Jahr, Das Fenster zum Meer, Geschichten vom Fenstersims. En la actualidad se está traduciendo Mindeles Liebe.