Por Alejandro de Ara*
-I-
El maldito Carlos se empeñó. Yo le dije: ¿qué coño fue lo que le dije? Ah, sí, ya lo recuerdo. Le dije: «eres gilipollas; vas a hacer el ridículo». «Déjalo… ¿no ves que está encoñado?» dijo Daniel, que en ese momento se encontraba presente. Me refiero a cuando le revelé a Carlos que era gilipollas por pretender buscar poco menos que puerta por puerta a una chica a la que solo había visto una noche. Oh, pero no es lo que seguramente estéis pensando. No es que se la hubiese follado ni nada. Ni un pequeño magreo. Ni un puto beso. Por eso, yo a Daniel le dije: «¿Encoñado de qué? ¡Si no han hablado más de cuatro palabras!». Y esa era más o menos la verdad. Aunque más de cuatro palabras sí habían sido. Quizá no cien. Cien no. Cien sería algo más aceptable. Aunque nunca para ir puerta por puerta como un penoso arrastrado o (casi peor) un acosador.
Pero bueno, será mejor que lo explique desde el principio ¿de acuerdo?
La fiesta de San Juan es algo grande en nuestro pueblo. Obviamente, en ese otro pueblo de la chica, decrépito y enano, sería una gran basura. Por eso no solo nuestra gente acudía a la gran fiesta de la playa, sino que venían desde todas las localidades de la isla. O desde casi todas. El que quería ir a la mejor fiesta, venía a la nuestra. Como esa chica, supongo. Miles y miles de personas se arremolinaban sobre la arena con sus velitas de mierda y sus toallas o manteles de picnic. Y había mucha priva, muchas carreras, mucho desmadre y mucho pegarse el lote por una noche. Los chavales solían ir ligeros de ropa. Ya hacía calor. Aunque solo los más valientes se metían de verdad en el negro océano a la medianoche o saltaban las hogueras de mayor tamaño.
A mí la chica no me pareció gran cosa, la verdad. Carlos, un par de colegas más y yo la conocimos, sencillamente, porque otra chica de su grupo me pidió fuego. Iba ya bastante pedo de ron barato, yo. Vaya puta resaca. Ni siquiera sé qué marca era esa… no la había visto en la vida. Hasta el pirata que aparecía en la etiqueta parecía un farsante. El caso es que le sugerí tontamente a la chica que prendiese el cigarro en la hoguera que tenía yo a la espalda, que tendría como 3 metros de alto. Ella se rio de la ocurrencia, quizá porque también iba bastante volada (sé que el comentario no era gran cosa), y dijo algo sobre chamuscarse las pestañas. Yo le respondí que no sería justo para con unas pestañas tan bonitas y le tendí el mechero. Me preocupé de que me lo devolviese justo en aquel momento, porque es un mechero al que le tengo bastante cariño. Sé que es tonto encariñarse con un mechero desechable, pero así de imbéciles o ñoñas somos las personas a veces. Y a mí este me gustaba porque salía Stalin con pintalabios y eso me hacía mucha gracia. La miré con cierta intensidad. ¿Qué? ¿Creéis que no hay gente que intenta chulearle al prójimo el mechero en sus propias narices? No tenéis ni puta idea. Ella me devolvió el mechero en seguida y hablamos un poco, y tal. Había cierta química; era maja. No es que quisiera algo con ella ni nada. Pero siempre suma algún punto demostrarle a los demás que tu maquinaria está bien engrasada. Además, aquella noche medio me había plantado una de último curso y andaba algo puteado. Flirtear un poco levantaba la moral. Aunque solo la moral… ya os he dicho que la chica no me parecía gran cosa. Me refiero… esta tampoco.
Me voy por las ramas y aún queda mucho que contar. El grupito aquel de chicas se unió al nuestro. Entre ellas había una bastante morena, con bikini de macramé amarillo y una marca de varicela en la frente. Plana como un mapa de Alexander Gleason, pero con un culo realmente estupendo; firme y con volumen. Con mucho, era la que menos hablaba, reía y bebía de todas. Y va aquel y se encapricha. Quizá fuese por eso. Quizá la viese más accesible o le impusiese menos o.… yo qué sé. ¿Quién sabe cómo funciona la cabeza de alguien que termina por proponerte algo así? Yo, desde luego, no.
Pues resulta que la chica del bikini de macramé se llama Sheila. Un nombre bastante vulgar, diría yo. Cuando hacía ya rato que los músicos habían abandonado el escenario, y las borracheras y las hogueras agonizaban, el grupito de chicas decidió irse. Llegar a tiempo para coger la primera guagua. Sheila tendría que coger dos guaguas. ¿Podéis creer qué forma de mierda de terminar la noche? Claro que, con todo, sería mejor que quedarse en casa. Yo podía llegar arrastrándome hasta la mía sin mayor problema… Las otras chicas solo tomarían una, pero ella debía tomar dos y luego la hermana la iría a buscar. Porque era de un lugar llamado Bocademero. ¿Quién sabía dónde coño estaba Bocademero…? ¡Como preguntarme por el Reino de Saba! Carlos le dijo que a ver si se encontraban alguna otra vez. Ella le dijo que, si pasaba por allí… Y el muy gilipollas va y se lo toma al pie de la letra. Son cosas que se dicen. Aunque, debo decir en su defensa, que ella no le cerró la puerta. Y, quieras o no, le dio pie. Y, quieras que no (aunque fuese algo rara y no bebiese y estuviese plana y todo eso)… cuando una te toca la patata… ¡ay, amigo…! Date por jodido. Tu destino ya no te pertenece.
-II-
Eran las 7 de la tarde cuando tiré rumbo a Bocademero, que estaba como a 60 kilómetros de casa. Le había dicho a Carlos que le llevaría (él no tenía coche ni quería ir solo) si antes aprovechábamos el viaje para ir a una playa que estuviese bien. Él estuvo de acuerdo. Y aunque se mantuvo ansioso casi todo el tiempo, fue una buena jornada de playa. Hicimos un poco el ganso con una pelota de voleibol y nadamos bastante. A mí no me gusta nada quedarme como un lagarto todo el día mirando nubes y tostándome lentamente. La cabeza se me recalienta, también. Y es muy desagradable.
Las indicaciones que le habían dado para llegar eran de chiste. Eran en plan: «el desvío después de la gasolinera», «la curva cerrada después de la casa blanca», «no tiene pérdida» y cosas así. ¡Joder, que no tenía pérdida! La gente siempre quiere que lo veas todo o muy fácil o muy difícil. De modo que me equivoqué como 4 veces. Y cuando finalmente tomamos el desvío bueno desde la autopista, no dábamos con el sitio. Media hora dando vueltas. Aún hacía mucho calor y yo estaba cubierto de salitre y arena. Quería matar a alguien.
Finalmente, preguntamos a un tipo y tomamos (con ciertas dudas aún) por un puente minúsculo que, en principio, parecía servir de acceso a una sola casa. Pero resultó que tras esta casa había más carretera. Una carretera angosta y de doble sentido, en la que si te encuentras con otro tipo de frente ya puedes ser diestro con la marcha atrás y tener paciencia… porque te esperan 300 metros mirando por el retrovisor. Me pregunté cómo se las arreglarían los de Bocademero. ¿Se habrían puesto de acuerdo en no sacar jamás el coche? ¿Tendrían algún código secreto? ¿Tenían todos moto? Tener que aguantar algo así cada dos por tres te quita las ganas de vivir…
—¡Ahí, ahí! —dijo Carlos, saltando en el asiento del Seat, cuando al fin vio el cartel herrumbroso que anunciaba la cercanía del pueblo.
—Aleluya, joder —dije yo.
Y había pueblo ¿eh? Metí el coche en lo que parecía una huerta abandonada y nos bajamos allí mismo. No quería conducir ni un metro más. Tenía dormida la pierna del embrague y casi me caigo al suelo.
-III-
Pasaban las 8 de la tarde cuando pusimos pie en Bocademero. El calor agobiante del día se esfumaba y el cuerpo se relajaba en exceso… pero aun así era una sensación muy agradable. Echamos a andar hacia el primer núcleo de casas. Carlos estaba aún más nervioso. Sacó la botella de agua que tenía en la mochila, se inclinó hacia adelante y se la echó por la cabeza para adecentarse y peinarse un poco.
—¡Oye! ¿Está tu hermana de morros contigo o qué? —preguntó, enfrascado en el proceso.
—No le gusta que se le digan algunas verdades a la chopa. Aunque lo entiendo ¿eh? No soy ningún insensible. Si tú tienes ilusión por una cosa…
—¿Qué cosa?
—Ya sabes que está a punto de terminar periodismo ¿no? Y quiere hacer las prácticas de final de curso…
—Dirás de final de carrera. ¿O es que hacen prácticas cada curso o qué cojones?
Se revolvió, salpicando no poca agua hacia mí, y se irguió nuevamente. Después de la playa se había puesto una camiseta bastante decente. Aunque la llevaba totalmente arrugada.
—¿Acaso no son las prácticas a final del curso? Pues eso. El caso es que quiere hacerlas en A Diario. Y luego quedarse a trabajar allí.
—Lógico. ¿Y?
—Pues nada —dije, pegándole una patada a una lata de 7Up mientras caminaba—. Anda hablando de rigurosidad y esas cosas. Y por ahí sí que no paso. Entonces, le he dicho que si lo que quiere es hacer mamadas a los de Alianza Demócrata, habría sido más fácil entrar en un prostíbulo de la capital directamente.
Carlos hizo un gesto extraño, como si no entendiese muy bien lo que yo decía, pero tampoco tuviese intención de ponerlo en duda, más por cansancio que otra cosa.
—Cuando le pregunté por ti… ni palabra. Y una cara de asco que flipas. A ver qué culpa tengo…
Vi la escena ante mí con total nitidez. Típico. Sonreí ampliamente.
—Ella es un poco así. Si tú quedas conmigo, eso significa que tienes que estar de acuerdo conmigo en todo. Y poco menos que andar lustrándome los zapatos.
—Ya.
Llegamos a otro cartel. Este no era el típico cartel estandarizado que encontrabas en todas partes, sino que había sido fabricado a base de maderas pintadas de azul, con letras blancas en cursiva. Auténtica artesanía chapucera local. Sobre él hacía sombra un laurel, en gran medida parasitado por moscas blancas. Bajamos hacia una pequeña plaza desolada, y encajonada en tres de sus lados por las sucesivas casas, todas rematadas a una altura distinta. Volvimos a salir por el extremo que quedaba libre y pronto nos topamos con la típica tasca que uno esperaría que existiese en un lugar así. Un lugar viejo y sin refinar, pero no exactamente en crudo, sino cargando con algunos recuerdos, excentricidades y señas de identidad. En un sitio así, los viejos llegan siempre a una misma hora para pedir lo mismo. Algunos incluso tienen una butaca predilecta, que más le conviene al resto respetar. Si no va dos días, es que está enfermo. Si no va durante una semana es que ha muerto. Pero eso tú ya lo sabes, porque en el pueblo todos se enteran de todo. Para los viejos es como ir a clase ¿no? Pero todo el tiempo es de recreo… un recreo gris y repleto de discusiones enquistadas. Y siempre hay alguna plaza cerca, donde los hijos de los más jóvenes y los nietos de los más viejos corren y juegan. Como para recordar al resto que, de alguna forma, es cierto que han dejado de saber cómo vivir… y ya su único cometido es el de mantener el engranaje funcionando o entretenerse para esperar la muerte.
—¿Preguntamos a estos? —dijo Carlos, refiriéndose a un padre fondón con camisa negra de asillas de unos 50 años y su hija con coletas de unos 10, quienes charlaban en un banco de madera a la entrada de la tasca. Por supuesto, por nada del mundo ninguno de los dos (y me refiero a nosotros) aceptaría acceder al interior.
—¿Preguntamos? ¿Quién, yo? —le dije, queriendo que quedase totalmente clara mi indignación.
—A ti se te dan mejor esas cosas —afirmó categóricamente y sin el menor pudor.
—Bien… primer punto ¿qué cosas exactamente?
—Ya te dije que no estaba de acuerdo con esta movida —repliqué con dureza.
—Bah… ¿qué más te da? Tú hablas mucho mejor que yo. Se te da perfecto.
Yo no era tonto, claro. Y por eso me percaté al instante de lo que pretendía. Pero no hablé con ese tipo por tonto orgullo ¿de acuerdo? Solo quería que la cosa no fuese más penosa de lo que ya era. Me acerqué al tipo. Era grande, estaba dejado y tenía un tatuaje de su madre en el brazo. Digo yo que era su madre… ¿quién se tatúa a una vieja si no? O es tu madre, o es Teresa de Calcuta o algo así…
—Hola, ¿qué tal? —dije—. Oiga… ¿no sabrá dónde vive una chica llamada Sheila? Es de nuestra edad. La conocimos hace unos días y nos dijo que si pasábamos por aquí…
La verdad es que el pretexto esgrimido me causó cierto apuro. ¿Por qué coño me había metido en el ajo? Podía haber aclarado… que le había dicho a mi amigo, claro. La niña me miraba como a un extraterrestre. El tipo miró a Carlos, y luego (no es broma) me miró de arriba a abajo… tomándose su tiempo. Yo no sabía si era maricón (todo parecía indicar lo contrario) o solo un confianzudo.
—Sheila… —dijo para sí, invocando posibles recuerdos.
Yo estaba dispuesto, ya entonces, a darme la vuelta y alejarme. Porque, a pesar de mis esfuerzos, la situación estaba siendo penosa. Y porque aquel tipo asqueroso y la abducida de su hija me estaban causando un mal rollo que no me merecía. Pero entonces la abducida tomó partido. La verdad es que no sé si era retrasada o es que pretendía ser original, pero hablaba de una manera realmente caprichosa e inadmisible, ralentizando y acelerando la pronunciación constantemente. Digo yo que no hablaría así todo el tiempo, claro. Se trataría de algo pasajero, a lo que pondría fin cuando dejase de hacerle gracia. No se puede tratar con seres humanos razonables si te diriges a ellos habitualmente de esa forma. Aunque seas retrasada… igualmente alguien terminará por romperte alguna cosa en la cabeza. Todo el mundo tiene sus límites.
—¿E….sa noooo eeeessss…? Laaaa que se caaaayó al maaaren nochebuena? Y tuuuvieron… quesacarla. Cóooomo corríiiiiiia. Laaa condenaaaaaada.
El padre pareció meditar la cuestión, al parecer tan alienado como para no encontrar nada fuera de lugar en la forma de hablar de su hija ante un extraño y reprenderla. O quizá era un hombre paciente. Por increíble que parezca, de pronto yo lo admiraba por lo comprensivo que era con su hija retrasada. Eso casi compensaba todo lo demás. El ser un gordo confianzudo, y eso. Pero la sensación se esfumó en un instante.
—¿La que sacó Antonio del agua?
—Toooooñito. Sí, esssa.
El tipo empezó a sonreír. De pronto, era como si fuésemos grandes amigos. La camaradería era evidente; estaba en el aire y podías sentirla. Me contó que aquello había sido un verdadero número. Que el rescate se recordaba como todo un espectáculo. Que el mar estaba bravío aquella tarde. Y que el tal Toñito se había quitado los vaqueros y se había lanzado a él en calzoncillos para sacarla. Y que, cuando apareció como un héroe con ella en brazos, caminando por los callaos, haciendo gala de sus brazos fuertes y unas plantas de los pies totalmente inmunes a la tremenda aspereza del terreno, resultó que se le salía un huevo de los calzoncillos cedidos. Y que los aplausos y vítores del pueblo habían ido cambiando de intención y tono progresivamente.
A la niña también le hacía mucha gracia. Bocademero era penosa.
—¿Por dónde vive? —pregunté.
—Por allá… —dijo, señalando la única dirección posible (a no ser que viviese junto a la plaza). El muy cabrón…
—Por la plaaaaaaaya —dijo la niña, poniendo cara de monstruo—. Búuuuuscala playaaaaaajajaja.
Y como yo no quería pasar ni un segundo más frente a semejantes lunáticos, me quedé con la paupérrima recaudación y me fui. Carlos me seguía. Giré la cabeza y los lunáticos nos seguían con la mirada y murmuraban… al parecer en plena igualdad de condiciones.
-IV-
Hablábamos de fútbol: de perspectivas de futuro, de cambios de cromos, de cómo influían los pastizales en las decisiones de jugadores chaqueteros y avariciosos… Y nos adentrábamos en Bocademero. Estaba aislada del mundo y pertenecía al océano, el que en ocasiones sería amable y otras veces descargaría la mayor de las furias sobre sus fieles. Sin él, todo lo demás era inconcebible; perdería su razón de ser y su esencia, se agrietaría y se derrumbaría en una nube de polvo salado. El camino de acceso había sido estrecho y no había ningún otro… todo se encontraba rodeado por una ladera mísera y reseca que imponía el olvido. El asfalto era pura grieta. A la derecha, en caída hacia las aguas, estaban las casas, de una o dos plantas. Casas blancas de ventanas verdes, casas verdes con persianas blancas, casas azules e impolutas, fachadas en crudo, rostros descascarillados, segundas alturas en madera mal barnizada, techos de planchas metálicas oxidadas, macetas amenazantes con flores marchitas que parecen haber sido olvidadas, azulejos devotos… Los gatos vienen a mirar y luego corren a esconderse.
—¿Y por aquí? —pregunta Carlos.
¿Y por qué no?
Abandonamos la certidumbre de la vía asfaltada y descendimos por una brusca pendiente mal adoquinada, que rápidamente castiga las rodillas y evoca el pánico. Por allí abajo no hay nada… solo un murete mal cortado, que permite acceder al bajío a través de una escalera que ya solo se encuentra anclada al muro por uno de sus extremos. La gente de ese tipo de lugares adora la aparente naturalidad de rebozarse en el interior de los pequeños charcos, impacientando a cangrejos, burgados, camarones y proles de lisas. Pero hace horas que la bajamar llegó, y ahora los charcos son tibios e inmundos.
—Eres un hacha orientándote ¿eh? —me burlo.
A pesar de la aparente inutilidad, impongo permanecer allí durante un par de minutos, pues el crepúsculo se avecina en un horizonte de nubes virtuosas y las aguas acarician el borde desgastado de la fajana en una letanía interminable que, no obstante, me inducía cierta paz.
Luego ascendemos, entre quejidos, nuevamente a la vía principal. Y todo se siente casi en orden. No hay gente por la calle; nadie en absoluto. La presencia humana actual solo se deja sentir en alguna que otra algarabía distante, amortiguada e incomprensible. Yo miro a Carlos, que ahora se ha empeñado en buscar nombres en los buzones, tarea muy probablemente fútil, pero no tan pesada como pudiera parecer, pues hay muy pocas casas que se permitan esa comodidad. Este se encoje de hombros, esperando que yo tome la iniciativa. Finalmente, escojo adentrarme en una de las callejuelas, con la esperanza de encontrar un lugar abierto que llame a la presencia humana (unos columpios, una plaza, una venta de barrio) o una perspectiva que me permita comprender la disposición del lugar. Esta última intención termina por revelarse muy ingenua algunos pasos más allá. A ambos lados de la calle (si es que puede llamársele así) se abren pasillos estrechos que la gente reclama como propios mediante la colocación de mobiliario, además de esquinas amenazantes y destinos inciertos. Me aferro a la supuesta principalidad del camino actual y, para mi estupor, este termina por abrirse en tres proposiciones distintas, una de las cuales luce especialmente retorcida, adquiriendo unas curvaturas que parecen escapar a todo razonamiento lógico y ordenado.
—¡Ah! —exclama Carlos aliviado, logrando sobresaltarme, pues me encontraba tremendamente absorto en dirigir convenientemente mis pasos. Ha logrado encontrar a alguien. Una persona. La mujer asoma ligeramente de una persiana entreabierta y fuma tabaco.
—¡Disculpe! ¿Sabe dónde vive Sheila? Es una chica de nuestra edad… ¿vamos por aquí bien a la playa?
Los gritos de Carlos rebotan entre las fachadas de las casas, sintiéndose como una afrenta realmente intolerable. Y yo me siento como un ratón en una bodega. O como un reptil que se desliza sobre el borde de un cascarón vacío. La mujer lanza la colilla al exterior y cierra la persiana.
—¿Te lo puedes creer? —me mira Carlos, totalmente fuera de sí.
—Por aquí —digo, señalando a la izquierda. Intentando convencerme de que aún tengo el control.
-V-
Seguimos avanzando, ya que cualquier otra cosa parece carecer de sentido. Sería como admitir algo que no se debe de admitir. Bajamos un tramo de escaleras corto y revirado, que linda con un balcón, una terraza vacía y varias azoteas, todo al mismo nivel. Luego otra más. Se suceden los pasillos estrechos repletos de ángulos muertos y sombras, así como las cortinas y estores cerrados tras las ventanas. Hay una parabólica oxidada con la que me engancho al pasar. Se escucha lo que parece alguna que otra televisión encendida, pero no se ve a nadie. Un gato corre y Carlos da un salto. El ambiente se ha cargado de extrañeza y las conversaciones se ralentizan.
—¿Cómo coño encuentra uno aquí su casa? ¿Y el cartero? ¿Y el de la bombona… qué cojones? —susurro yo.
Carlos no me hace caso. Mira hacia una de las nuevas callejuelas que se abren ante nosotros. Si sacas una mano por la ventana de la casa de la derecha, puedes tocar la que está justo en frente. Pero él no observa esto; yo lo sé. Sé qué es lo que lo desconcierta, porque también a mí me desconcierta. En las profundidades de Bocademero no solo impera una falta de concierto demencial, sino que además las fronteras entre lo privado y lo público son casi indiscernibles. Y aquel pasillo que tiene enfrente parece el pasillo interior de una casa y no un lugar por donde todo el mundo pueda pasar. Al igual que las escaleras que dejaron atrás, habían sido edificadas en materiales totalmente aleatorios y bajo premisas totalmente personales. Y esa sensación de estar violando algo que no te pertenece se adueñaba de uno… incluso de tus pies.
Pero yo obligo a que sigamos adelante. Y así lo hacemos. El pasillo se curva y gira dramáticamente entre altos y densos muros blancos revestidos de gotelé. Los últimos quince metros resultan totalmente en balde para nosotros y para cualquier utilidad plausible, pues todo termina en la nada más absoluta, que esta vez resulta ser igualmente blanca, alta, de duro bloque y definitiva como la tapa de un ataúd. No hay puerta, salida ni destino. Él deja escapar un largo suspiro nervioso, que logra contagiarme. Y al girar nuevamente se me revela, para mi espanto, que la luz es ya considerablemente más débil al regresar.
Los minutos pasan. Yo impongo seguir andando. En una isla, si andas, tarde o temprano llegarás al mar.
Él me mira. Yo no digo nada. Y, de pronto, su preocupación aumenta a ojos vista, porque se hace consciente de que nos hemos perdido. Yo me digo «vaya una anécdota ¿eh? Un par de gilipollas perdidos en un simple pueblecito, seguramente muy pequeño». Puede ser divertido para contarlo luego ¿no? Cuando el tiempo pase, claro. Solo cuando el tiempo pase. Cuando haya pasado mucho tiempo.
Sin darme cuenta, nos hemos colado en la terraza de una casa. No había muro ni baranda que lo impidiese. En el interior hay un par de personas que ven una televisión que solo emite estática; esta roba toda la luz y yo solo alcanzo a ver siluetas negras. Quiero decir «lo siento», pero tengo la garganta seca y de ella solo escapa un aullido miserable. Doy la vuelta y hago que nos alejemos. Carlos ya no dice nada, solo me sigue, apresurado en no distanciarse más de un metro de mi espalda, escrutando de manera frenética un entorno que parece capaz de venírsele encima en cualquier momento.
Yo me muevo con cautela, tratando de pasar inadvertido y buscando la vía principal. ¿A quién coño le importa Sheila? Si Carlos se empeñase en seguir con aquello, no tendría reparos en dejarlo atrás… Si fuese tan ilógico; tan egoísta como para no aceptar una salida.
Recientemente me he dado cuenta de que no era el rumor de la mar lo que llevaba algunos minutos escuchando, sino algo más. Proviene del interior de los hogares y emite a muy baja frecuencia. Este lenguaje de reverberaciones sólo a ellos les pertenece. La oscuridad es ya casi total y apenas hay un par de farolas en las que refugiarse, emitiendo desde sus reflectores exhaustos solo lo que sus pantallas mugrientas dejan pasar. Me detengo en seco al ver dos pares de luces amarillas en la distancia. A veces —recuerdo— los ojos de los animales tienen la propiedad de reflejar la luz de esa manera. Y no es difícil de imaginar.
Pero, al alzar la vista, veo aquellas mismas luces. Las veo tras los ventanales y más allá de puertas entreabiertas. El murmullo crece. El murmullo crece y la tentación de correr crece con él. Pero ¿a dónde correr cuando no sabes dónde? Ahhh Carlos ya no dice nada. Siempre está cerca. Y yo me limito a intentar evitar las luces. El mar… el mar era hoy bonancible. No importa que no logremos llegar a la carretera, porque si logramos llegar al mar, podemos lanzarnos a sus brazos. Las aguas frías que nos rodean no son… no son tan atractivas para los tiburones como pudieran serlo otras durante la noche. Y, si vamos en pareja y hacemos ruido, tampoco nos atacarán. ¿Y luego qué? No importa. Solo se trata de seguir la costa, que es una línea segura. Y si algo te roza la pierna, seguramente se trate de tu compañero o de un pedazo de plástico. Tarde o temprano llegarás a alguna parte mejor; alguna parte lógica. Alguna parte lógica, sí… Así que ahora decido evitar las luces y dirigirme hacia el mar. En una isla, si vas hacia abajo siempre terminas por encontrarte con el mar. Pero… ¿dónde es abajo y dónde es arriba? ¿Dónde está la playa? El corazón golpea contra la caja torácica a un ritmo constante, pero con excesiva intensidad. Emite un sonido tan potente que se alza por encima del murmullo. Cada vez quedan menos opciones que me permitan evitar las luces. Y ahora hemos de adentrarnos en un pasillo estrecho; muy estrecho. Carlos me sigue, tratando de contener los gemidos para que ellos no los oigan, pero se escapan. El pasillo… un momento ¿no será nuevamente aquel pasillo? Oh, Dios misericordioso, que no sea ese. No, que no sea ese.
Algo surge desde el interior de los muros para atrapar mi brazo. Y me zafo y caigo al suelo con violencia. Intento incorporarme y correr, pero la sacudida ha sido tan intensa que no logro respirar. Y un hilillo de aire es empujado con todas sus fuerzas hacia el interior de un cuerpo más necesitado que nunca. Se escucha un silbido horrible; desesperado. Y al mirar atrás puedo ver cómo Carlos ya no estaba, porque algunas masas alargadas de oscuridad se han aferrado a su cuerpo y este fue engullido hacia el interior de los muros. La adrenalina aparece y logro gatear algunos metros de manera compulsiva. Luego, incluso, ponerme en pie. Y finalmente correr. A cada zancada en la casi completa oscuridad siento que voy a desplomarme por la falta de oxígeno… pero no sucede.
Y entonces, tropiezo y caigo. No sé cuantos metros, pero caigo. Y aterrizo contra algo irregular, afilado, que huele a sal. Y luego me escurro y vuelvo a caer. Y al abrir los ojos veo al fin el mar. Y la playa. Y es tal el alivio que siento que no me importa el hecho de que mi brazo izquierdo esté roto y los huesos asomen a través de la piel cerca de la muñeca. Ni me importa que de mi frente chorree sangre, espesa y caliente. Ni me importan el dolor de las costillas ni de los dedos del pie izquierdo… ni muchas otras cosas me importan.
Abajo está la playa, de pequeños callaos bien pulidos; abajo está el mar. La cala se abre en forma de medialuna. Y sobre la playa, un pequeño depósito para barcos de pesca, guardado por barrotes. Allí las farolas parecen hacer mejor su trabajo y encuentran el soporte de la luna y de las estrellas.
Allí cualquier cosa que aparezca sería fácilmente distinguible. Y todo parece resultar más ordenado y lógico.
-VI-
Me arrastro hasta las escaleras y me dejo caer, peldaño a peldaño, hasta la playa. Luego, trabajo de muchos minutos, alcanzo su mismo centro; su perfección. El dolor no importa. Y, al fin y al cabo, es como tratar de permanecer quieto en el interior de una alucinación. ¿Qué importa el dolor cuando lo comparas con una dimensión de terror que no comprendes?
Así que aquí estoy: intentando pensar. Intentado recordar cómo he llegado hasta aquí y cómo puedo escapar. Intentando aferrarme a una idea que sea lógica y desterrando muchas otras. Pero no lo consigo. No consigo encontrar el camino de vuelta.
¿Qué es eso? ¿Sonido de pasos sobre las rocas?
Debo hacer un esfuerzo y alzar la vista. Velada de rojo, gota tras gota.
—¿Eres tú? —pregunto con una asombrosa nitidez.
—Me han dicho que me estabas buscando. Es verdad ¿no? Te dije que, si pasabas por aquí…
—¡No! A mí no fue, no. Fue a Carlos a quien se lo dijiste. Carlos… ¿dónde está Carlos?
—¿Te has hecho daño? Por suerte, no has caído al mar. Yo te curaré.
—¡No!… al pueblo no.
Al pueblo no. La playa parece segura. Pero el depósito de barcos, frente a mí, se encuentra totalmente a oscuras. ¿Qué puede haber en su interior? Cualquier cosa. Simplemente… cualquier cosa.
Ella se percata de mi mirada ansiosa y me da la espalda mientras se aleja. Se acerca a los barrotes… la oscuridad la envuelve. Y, entonces, se da la vuelta. Pero sus ojos… ya no son ojos, sino dos puntos de luz ambarina en la oscuridad.
—¿Temes a lo que pueda haber dentro o temes a lo que pueda haber fuera? —dice.
He de darme la vuelta; llegar al mar. Puedo nadar… incluso así, puedo nadar. El mar está en calma. ¡Ya está! Me he dado la vuelta. Lo he conseguido. La sangre que mancha las rocas me ayudará a deslizarme mejor. Hacia las aguas. Hacia la salvación. Pero cuando la marea suba ya no quedará nada.
¿Qué es eso? ¿Sonido de pasos sobre las rocas? Sonido de pasos a mis espaldas. He de llegar al agua o la gran boca terminará por engullirme.
—Si pasas demasiado cerca, el pez te atrapa. Si pasas demasiado cerca, abre la boca para tragarte. Y, aunque ahora nades en dirección contraria, si estás demasiado cerca…
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* Alejandro de Ara es natural de las Islas Canarias (España), tiene 34 años. Se graduó en Historia. Es Máster en Uso y Gestión del Patrimonio Cultural. Actualmente ejerce como historiador en algunos proyectos para administraciones públicas y como escritor para revistas y portales web. Ha publicado dos novelas y una recopilación de relatos cortos. Durante los próximos meses se publicarán: su novela «La Consagración. El diario de Gisèle» (CJ Editorial); su relato «Gueñegueñe» (revista El Coloquio de los Perros) y su libro de investigación histórica «Historia del Club de Lucha Rosario. Valle de Guerra, cuna de la lucha canaria» ( Ayuntamiento de San Cristóbal de La Laguna).
Tal y como pinta el relato, existen pequeños pueblos que tienen sus historias y sus misticismos. Y que pueden resultar aterradores.