CAMAJANES AZOTANDO BALDOSA
Por Emilio Alberto Restrepo*
Tengo un personaje literario, el detective JOAQUÍN TORNADO, que merodea por la ciudad y se deja permear por sus luces, sus sombras, sus sonidos, su música.
Profundizando sobre el entorno del personaje, descubrimos que deambula la mayor parte del tiempo por un microcosmos de bajos fondos de la ciudad. Sus gustos son populares, para nada refinados y eso se refleja en la música que escucha y que apropia como suya: la salsa y el tango.
Si bien en la propuesta literaria y en la exploración de escritura no se tratan muchos aspectos musicales, es real que hay fisuras narrativas en donde se deslizan las preocupaciones estéticas del detective y su grupo de colaboradores. Es por ahí por donde vemos que se pueden visualizar asuntos musicales que se integran a su personalidad y a su ambiente.
Para facilitar el conocimiento del personaje, escuchemos de su propia voz cómo se ve a sí mismo y la forma como percibe su mundo. Siempre a través de los sentidos:
Para comenzar…
Llevo quince años gastando las calles de la ciudad con mis zapatos. Me la conozco de memoria, el norte, el sur, los barrios, las lomas, el día, la noche. He robado luz a sus neones y decibeles a sus ruidos, que en ciertas horas son como un rugido y en otras me recuerdan una selva sigilosa, lista para el zarpazo.
Me he percatado de todos sus humos, de sus olores y mi piel se ha insolado por el rigor sin tregua de la canícula del medio día y ha tiritado con la escarcha de sus fríos en la madrugada. No termino de impresionarme al darme cuenta de que siempre descubro algo nuevo, que hay algo que me sorprende, algún tipo de maldad que desconocía, alguna nueva forma de desplumar al prójimo o de timar al Estado o de brincarse las leyes y hacer de la norma algo prescindible y desechable. He explorado cada rincón, cada almacén, cada hotelucho, cada motel. He violado cerraduras, he intervenido teléfonos, he mentido con descaro cuando ha sido necesario, al que sea, donde sea, por lo que sea.
Tengo una enorme ventaja: paso fácilmente desapercibido, no dejo huellas, nadie voltea una segunda vez a mirarme, puedo estar varias horas en una cafetería y nadie repara en mí. Tengo un aspecto demasiado común. Tanto, que he llegado a pensar que soy invisible. Las miradas me traspasan, mi voz nunca se sobrepone a otra; al chocarse con mi mirada, ningunos ojos se sienten escrutados, ni siquiera oteados por equivocación. Me han presentado un mismo personaje hasta cuatro veces sin que luego me recuerde y entonces repita una vez más el ritual de socialización lleno de efusividades mecánicas y lugares comunes. Me he casi chocado con una chica con la que tuve una noche de desenfreno y ni se ha enterado; por el contrario, me mira con reproche por mi torpeza de no fijarme al caminar. A una misma oficina he ido haciéndome pasar por mensajero, cobrador, cliente en busca de orientación, ciudadano extraviado. Sin hacer mayores cambios en mi aspecto, he pasado la prueba sin levantar sospechas.
Casi ningún callejón tiene secretos ocultos para mí. Me he deslizado como un roedor por sus laberintos, he sido sombra de candiles y farolas, me he refugiado detrás de un sombrero, me he mimetizado en los muros llenos de grafitis. Conozco los jíbaros, los gamines, los policías encubiertos. Tengo en mi cabeza las referencias de casi todas las putas, el prontuario de los chulos, los antecedentes de los cantineros, las costumbres de los taxistas y sus vicios más abyectos. Conozco los metederos, los expendios, los sitios de contratación de sicarios, las oficinas de blanqueo de cheques, las imprentas de dinero falso, los talleres de libros y discos piratas. Sé en donde los inspectores reciben las mordidas, en donde los pederastas regatean la carne fresca en la que se regocijarán, en el anonimato, al escondido de sus esposas.
Conozco las casas de citas, los sitios de encuentros y desencuentros, sé quién lee las manos, las cenizas del tabaco, el pasado, el futuro. Quién trae de regreso al ser amado, quién cura con rezos una enfermedad terminal y quién da el número fijo para ganarse la lotería. He tenido en mis manos el catálogo de los chicos y las chicas más apetecibles de la ciudad, que están disponibles cuando salen de su casa para el colegio o con los amigos a estudiar; estoy enterado de lo que cuesta una noche con la modelo de moda o con la presentadora estrella del canal regional y la forma de hacer el contacto efectivo. He estado en las mejores rumbas electrónicas clandestinas y por estar haciendo un seguimiento por encargo, he consumido pastas, poppers, yerba, polvos y toda cuanta porquería le entra a uno por la nariz y por la boca. Por las venas, lo confieso, no he metido nada, por el contrario, he estado a punto de perder la vida por ellas, cuando una herida ha amenazado con dejarme sin sangre o un hueco en la carne ha querido pasarme a otra dimensión.
Es que no se los he dicho con suficiente claridad, pero la calle tiene sus peligros. Hay que pisar blandito y andar con cuidado, con los cinco sentidos abiertos y despiertos, porque si no, uno puede terminar devorado en sus fauces.
(Joaquín Tornado, detective privado).
Reconozco que al transcribirlo, hay dejos de rocolas moliendo a grito herido temas en la medianoche de cantinas y bares del centro. Creo sentir sus ecos y reverberaciones. De ahí es de donde emana esta propuesta literaria, basada en estas vibraciones musicales que propongo.
Creo que es pura música —calle y música—, y pintan a Joaquín Tornado en estado puro:
I
En la época de los discos de acetato, llamados long-plays(LP), era muy difícil chanchullar música, a diferencia de lo que ocurre con los cassetes, los cds, los dvds o los MP3, que cualquiera los puede copiar, sin necesidad de permisos ni tecnología avanzada. Con los LP era otra cosa. Su sonido de ricos matices, lo costoso del vinilo y la necesidad de estudios hacían casi imposible desarrollar copias espurias. Hasta que un negro rebacán se la pilló y como por arte de magia (¿de mafia?) empezó a piratear discos y a sacarlos por millones a la calle, incluso con más arte y hasta mejor sonido, a precios más favorables, lo que lo volvió un héroe de la contracultura callejera, un gurú que le daba en las narices a los pulpos capitalistas. Hoy en día las copias que circulan alcanzan valores enormes entre coleccionistas y se distinguen por el disco grueso y las carátulas de un cartón brillante, muy distinto al de las otras compañías. Era Sergio Useche, fundador de discos Melser, quien inundó las ciudades con la mejor salsa de la época, las baladas y la música popular, sin pagar un solo peso por derechos y mucho menos por impuestos.
Al principio los almacenes le cerraron las puertas, pero los informales estaban tan dispuestos como él para enfrentar al sistema, bien fuera por billete, por rebeldía o por amor al arte, o por una amalgama de las tres, ya sabemos que por cada mercenario y oportunista siempre existe un idealista y un soñador.
Era cuestión de tiempo que cayera y a las semanas fue a dar con sus largos fémures a la guandoca, cosa que no hizo sino estimular sus agallas y su imaginación, y a su salida se supo que estaba toreado, más confrontador y ambicioso que nunca. Esa fue su época de más esplendor y el principio de su fin: se alió con gente del bajo mundo y entró en la clandestinidad. La leyenda dice que al no poder controlarlo y ver sus ventas disminuidas y su calidad superada, las disqueras multinacionales y locales se unieron con el gobierno y hasta con piratas de la música callejera, conocidos como caseteros, lo ubicaron, lo cercaron y fue acribillado en una finca en la que se escondía dentro de un armario, en un operativo digno del más poderoso capo del narcotráfico.
Muchos rumberos aún lo extrañan y no son pocos los que recuerdan los remates en su apartamento luego de las fiestas en las noches frenéticas en el Palladium, donde muchos dicen haber estado, evocando saturnales distorsionadas por el paso del tiempo y las habladurías.
Conozco varios de esos discos, pero ante la dimensión que ha alcanzado su leyenda y ante la ausencia de datos históricos verificables, estoy tentando a pensar que en realidad nunca existió, que fue una delirante invención que tomó cuerpo en los antros, en las calles, en las esquinas, en medio del humo y los timbales de los camajanes alucinados mientras azotaban baldosa.
II
Cuando estaban de moda las discotecas de salsa, por allá en los medianos 70, la noche dejó de tener límites, pues ni el amanecer detenía el frenesí de sones y descargas, con bailarines de caucho, descaderados y contorsionistas desafiando todas las leyes humanas y divinas, incluso la de gravedad.
Uno de los más avezados era «Cuchuflis», un negro patillón, de afro descomunal, patilargo y desbaratado que partía en dos las pistas, pues a donde llegaba se armaba un corrillo para verlo castigar el suelo con pasos de velocidad inverosímil, casi siempre solo, pues usualmente ninguna hembra se le medía a seguirle el paso y los hombres preferían verlo en su exhibición para no pasar vergüenzas, pues ante él todos quedaban como tullidos enteleridos y raquíticos que no le llegaban a las caderas, literalmente.
Nadie sabía de qué vivía, ni dónde, ni con quién, ni en cuáles sectores pasaba el día. No faltaba la salonera que invocaba un pacto con el diablo, pues «solo un demonio podía bailar así», además de la fama de que todas las noches se iba con una muchacha distinta, la que fuera, bonita, fea, gorda, flaca, seducida por sus movimientos imposibles que permitían presagiar una noche de catre, plena de desenfrenos y sacudidas volcánicas. Lo raro es que cuando despertaban, ya el tipo no estaba y ellas apenas se sostenían de la resaca y del magullamiento en lugares de su anatomía que no sabían que existían.
Ninguno conocía su nombre ni sus metederos; durante un tiempo llegaron unos tipos que resultaron policías encubiertos preguntando por él, y se regó la especie de que era un jíbaro que vendía vicio en otro barrio y en otros municipios, pero eran conjeturas, pues durante la parranda nadie podía dar otro testimonio distinto a su talento para el bailoteo y el jolgorio. Ni tenía qué hablar, de todas las mesas le llegaba licor y se mantenía solo, sacándole el cuerpo a dejarse interrogar por curiosos; además, el volumen de los bafles no permitía ni escuchar el runrún de los propios pensamientos y para levantarse sus hembritas ni tenía que abrir la boca. Parece que lo que le corría entre la entrepierna hablaba por él con la suficiente elocuencia para desgastarse con las palabras.
Un día se supo que lo habían matado. Parece que iba huyendo por un descuadre en asuntos de tráfico y una bala le dio en plena frente. Cuando examinaron el cadáver encontraron bolsitas de cocaína en los tacones de sus zapatos de plataforma, veinte baretos enterrados quién sabe cómo en la jungla de su afro cerrado y espeso como la más negra de las noches, una hebilla que terminaba en punta de cola de alacrán para espantar a sus enemigos y en sus anillos dosis de diferentes tóxicos, escopolamina y cianuro, entre otros. En un bolsillo de sus botas, una pistola pequeñita.
Quién sabe a dónde le iría a parar el swing. Pocos con un tumbao como el suyo.
III
—¿De qué me habla? ¿Está diciendo que tiene para vender El Malo, The Hustler, Guisando, Cosa Nuestra, La Gran Fuga, Asalto Navideño, El Juicio y Lo Mato, de Willie Colón y Héctor Lavoe? ¿Originales, en acetato y sin rayones? —preguntó mi amigo, asombrado, al que lo llamaba para decirle que un conocido le ofrecía una colección de más de quinientos discos de salsa, al bulto, por una bicoca. En ese momento pensó en mí y supo, sin que nadie le dijera, que me habían robado mi colección de discos.
Cuando me llamó, yo estaba aún de duelo, postrado por la rabia y el desconcierto, ante el armario vacío en donde reposaba el santuario con mis amadas reliquias musicales.
Me advirtieron que no dejara todos los discos en una sola parte, que mucha gente sabía que yo conseguía discos clásicos para comprar, vender y coleccionar, que había mucha envidia circulando, mucho faltón, que en la calle no se manejaban escrúpulos. Yo me hice el sordo, me tenía mucha confianza, y ahora estaba llorando como una niña, mientras otros celebraban y ofrecían el botín por centavos.
—Primo, yo sé como se siente, cuente conmigo, yo le ayudo a recuperar esa música, tranquilo que eso no se queda así —me dijo mi primo Rufino José, inspector de policía de la más cruda escuela de la calle. —Espéreme en su casa, voy con un conductor que nos va a apoyar.
Se trataba de un hombre cortante y fue de una al asunto:
—Le cuento: los que le robaron todavía tienen los discos. Hay que cogerlos en caliente. Se les llega, se aprietan, se les saca quién fue el que inició la vuelta, pero le advierto: no puede quedar vivo. Hay que ir de inmediato por el sapo, el iniciador, que con seguridad es amigo o conocido suyo. A ese con mayor razón hay que tostarlo de una, pues lo conoce de cerca a usted y a su familia, sabe todas sus rutinas, sabe que ese fin de semana ni usted ni su mamá estaban y si dejamos algo suelto, entran y se la matan. El reguero va a estar largo, va a haber sufrimiento y de pronto se tiene que perder un tiempo. Además, le va a valer una buena suma —decía sin inmutarse, como quien ofrece una camisa o un par de zapatos.
Ambos, mi primo y él, miraban fijamente mi cara, como escrutando mis reacciones. Sentía que sus ojos me atravesaban. Sentí que me leyeron.
—En confianza le digo, mi amigo. Eso es una guerra, va a haber dolor y lágrimas y no sé que tan capaz sea usted de asumir ese costo, a pesar de la rabia que tiene y lo ofendido que está. Le digo una cosa, uno a veces gana y otras pierde. Y creo que le tocó perder. Yo siendo usted, me quedaría quieto.
En ese momento comprendí que me estaba quemando en el infierno. Había perdido. Supe que debía parar. Las cosas quedaron así y nunca volví a coleccionar vinilos.
IV
Mi trabajo nunca ha sido fácil: eso de matar por contrato es un asunto que necesita sangre fría y unos cojones muy bien puestos. Nada de debilidades, ni arrepentimientos, tengo muy claro que pueden ocasionar tu perdición. Si no te matan o te hieren, te embolatan el sueño y no tienes moral ni siquiera para mirarte en un espejo.
También es cierto que desde que descubrí los compases portentosos del 2×4, el tango, la milonga, mi vida cambió radicalmente: esa fabulosa sensación de estar bailando cuerpo–a–cuerpo con una pareja que te mira a los ojos como nadie en la vida real te ha mirado, moviéndose en perfecta sincronía con tus propios movimientos, dependiendo de tu fuerza y equilibrio para armonizar una balanza de simetrías y elegancia con su entrega pasiva; eso contrasta con tu fuerza y poder de macho en un cortejo que sabes impostado pero excitante. Y ese olor, y ese sudor que se confunde con el tuyo…
Y no le tengo miedo a la calle, los laberintos de la urbe y sus esquinas y sus alcantarillas no tienen secretos para mí. Por el contrario, me mimetizo en ellos, me diluyo en su ambiente enrarecido para dar el golpe certero cuando tengo un encargo. Y créanme: no soy de los que fallo. Ninguno ha tenido una segunda oportunidad conmigo.
El salón de baile es otra cosa. Es como un altar, un sitio de reverencia en el que la música impone su cadencia y las letras su liturgia, en un ambiente de media luz, sombras y siluetas, humo denso y miradas que callan lo que admiran o detestan, porque definitivamente las palabras sobran y en ocasiones ofenden con solo salir de las bocas alicoradas, por lo innecesarias y chocantes.
Y las mujeres de afuera son reales pero peligrosas, te rompen el cuero o te ripian el bolsillo o te destrozan el corazón. Raramente hay puntos intermedios.
Las hembras de adentro son cosa distinta, engominadas, curvilíneas, estilizadas, perfecta proporción de carnes que invitan al beso, que arrebatan con esa pasión que se diluye entre sus tacones y nuestros mocasines, una directa invitación a placeres infinitos de amores imposibles y con fecha de caducidad incluida.
Por tal motivo nunca armé rancho ni con mi vieja ni mis hermanas ni mis novias de juventud, ni con las madres de mis hijos: eran previsiblemente mundanas, por lo tanto, con certeza peligrosas. Todas me dejaron una herida, una falta, un vacío. No salí ileso de ninguna.
Por eso cuando recibí el encargo de borrar a Elena, la reina del salón y lo acepté sin remilgos, comprendí que me había convertido en el más abyecto y vil de los sicarios. Pero no soy de los que fallo y luego del baile, en el rincón de los camerinos, luego de un beso lleno de esperanzas sin promesas, le clavé el puñal sin apenas despeinarme. No sentí nada, pero confieso algo: nunca más fui capaz de bailar de nuevo. Había caído demasiado bajo en mi propio infierno.
Puede ver una semblanza del personaje Joaquín Tornado en esta misma edición.
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Más sobre Joaquín Tornado: https://joaquin-tornado-detective.blogspot.com/
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* Emilio Alberto Restrepo. Médico, especialista en Gineco–obstetricia y en Laparoscopia Ginecológica (Universidad Pontificia Bolivariana, Universidad de Antioquia, CES, Respectivamente). Profesor, conferencista de su especialidad. Autor de cerca de 20 artículos médicos. Ha sido colaborador de los periódicos la hoja, cambio, el mundo, y Momento Médico, Universo Centro. Tiene publicados los libros «textos para pervertir a la juventud», ganador de un concurso de poesía en la Universidad de Antioquia (dos ediciones) y la novela «Los círculos perpetuos», finalista en el concurso de novela breve «Álvaro Cepeda Samudio» (cuatro ediciones). Ganador de la III convocatoria de proyectos culturales del Municipio de Medellín con la novela «El pabellón de la mandrágora», (2 ediciones). Actualmente circulan sus novelas «La milonga del bandido» y «Qué me queda de ti sino el olvido», 2da edición, ganadora del concurso de novela talentos ciudad de Envigado, 2008. Actualmente circula su novela «Crónica de un proceso» publicada por la Universidad CES. En 2012, Ediciones B publicó un libro con 2 novelas cortas de género negro: «Después de Isabel, el infierno» y «¿Alguien ha visto el entierro de un chino?» En 2013 publicó «De cómo les creció el cuello a las jirafas». Este libro fue seleccionado por Uranito Ediciones de Argentina para su publicación, en una convocatoria internacional que pretendía lanzar textos novedosos en la colección «Pequeños Lectores», dirigido a un público infantil. Fue distribuido en toda América Latina. Ganador en 2016 de las becas de presupuesto participativo del Municipio de Medellín, con su colección de cuentos Gamberros S.A. que recoge una colección de historias de pícaros, pillos y malevos, reeditado en 2023 por Uniremington. Con la Editorial UPB ha publicado desde 2015 6 novelas de su personaje, el detective Joaquín Tornado. En 2018 publicó su novela «Y nos robaron la clínica», con Sílaba editores. En 2021 su colección de cuentos Un hombre solo y mal acompañado de Grammata editorial, ganador de varios premios. En 2022 Medicina Bajo sospecha de Editorial CES.
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