CAMILA DE CUBA
Por Orlando Luis Pardo Lazo*
Morandé. La confusión de los altavoces. El escándalo en plena calle. Los susurros intraducibles, transmitidos en tandas por las microondas. Milicos hablando en una especie de inglés del sur. Como si el inglés fuera una lengua muerta. Una lengua mala, malvada. Un argot pronunciado para matar. Un dialecto que ni los muertos mismos entendían del todo, excepto en el instante mismo en que los iban a matar.
Porque la hora de un país no espera por las personas. Porque la hora de Chile no iba a esperar por nadie, mucho menos por los chilenos. Para eso estaban los himnos militares, acordes atroces a todo grito en cada radio de la nación. Por la razón o la fuerza, en Fa Sostenido Mayor. Patria era dignidad, pero sólo por la razón y la fuerza. Dignidad era acción, y es sabido que no hay fuerza que no sea ficticia. Ni hay ficción que no sea física: masa por violencia por aceleración. Órdenes y contraórdenes, y una lista de nombres con apellidos alemanes o italianos o ingleses, todos mal deletreados por militares medio aterrados y medio muertos de risa.
Nada fue tan dramático como lo cuenta la historia. El horror es a ratos una carcajada en tu cara. Nadie se muere en vida como se muere en el cine, por ejemplo, aunque la música sea más o menos igual. Sinfonía afónica. Una melodía que resuena sólo dentro de nuestras cabezas, mientras los huesos del cráneo nos hacen crac, cric, crac. Dramaturgia con captions para cadáveres.
Ave, Santiago, los que van a matar te saludan. Los que iban a morir, sólo sudan, salivan. También se defecan y orinan, en contra de su coraje. Voluntad se escribe con v muy corta, de victoria. De víctima, de verdugo. De vil. Esfínteres traicioneros con denuncia de semen y sangre. Leche roja versus hemoglobina láctea. Los muertos que van a morirse no alcanzan ni a decir medio adiós. La banda sonora de la debacle, el delirio. Los cánticos de las congregaciones en nombre del Estado y de Dios. La derrota es muda. O, cuando más, la derrota es un tartamudeo. Un trabalenguajes.
Morand-d-dé. Los milic-c-cos u-u-unidos tamp-p-poco serán ven-n-ncidos. M-m-morandé. Septiemb-b-bre aciag-g-go, Santiag-g-go. Chilito mi amor amnesia de 1973. Mientras La Habana hacía un silencio quirúrgico para que yo naciera con fórceps en un hospital. En el mismo día y mes y año que tú.
Camila en Morandé y las avenidas que todavía hoy cruzan Morandé, en un crucigrama perverso de títeres tirando tiros. Tatatatá. O rabiando las ráfagas que barren desde la acera hasta los escalones. Ratatatatá. Ripiando el mármol de las casas que aún se atreven a asomarse sobre la avenida. Te recuerdo naciendo entre los ametrallados, a miles de millas de distancia pero casi al mismo tiempo que yo. Al unísono. Tatatatá, Camila, ratatatatá. En el corazón de un laberinto lánguido llamado Santiago de ninguna parte, Santiago del mundo entero, Santiago a secas, Santiago sangre reseca, Santiago sí o sí, Santiago que La Habana te espera estéril, escéptica, exiliada pero sólo un ratico de tus inviernos de verano y veranos de invierno. El amor es un mundo al revés.
Por entonces todas las chilenas se llamaban Camila. Eso es un hecho comprobado. Y todas tenían un brillo de océano en la mirada. Y todas, en el pelo, un latigazo de Andes que no era andino sino qué sé yo, un poco como que planetario. De otro planeta todavía por descubrir, pero muy parecido a La Tierra. Cabello de ángel, luz negrísima del desierto. Como un mirador sin lente apuntado al espacio exterior. O con lente, pero desenfocado. Miopía sin párpados ni pétalos de las galaxias lejanas, defecto Doppler. Florecita de polen maravillosamente borroso desde el Big Bang, desmemoriadamente borroso hasta el Big Crunch. Cumbres borrascosas donde no ver es la mejor manera de mirar. No ver, viendo. Ver, no viviendo.
Como si Santiago entre la cordillera y la cordillera fuera una especie de pasillo sideral, un hangar que conecta a las cabezas de los chilenos con el cosmos y más allá, con el silencio que rodea al cosmos como si fuera un pañuelo. O una bolsa de plástico, tan sofocante. Hasta la asfixia. Hasta la letra a, la primera que aprendemos en la escuelita pública y la última que exhalamos cuando los vivos nos van a matar. A.
Sé que es imposible explicarme, explicártelo. Si no lo viviste, ya no tiene sentido lo que pasó. Sigue leyendo. Lo digo sin ira y sin ironías: ahora ya todo resulta exactamente igual. Si no estabas respirando entonces en la ciudad, si no pronunciaste las palabras en una mala suerte de inglés del sur. Si no oíste luego que la metralla las partía puntualmente en sílabas, en fonemas intraducibles al cubano del norte. Si no lo viviste en año propio, Santiago de La Habana en 1973 nunca pasó.
No más septiembres. No más martes. No más onces. No más cumpleaños a dúo por carambola. No más Camila de Morandé, muchacha metamorfoseada en una mentira más. Como la muerte del Presidente. Como la muerte del General. Como la muerte del Comandante. Cajitas de tiempo con forma de ataúd. Grandes alamedas abiertas a la mentira pura y dura. Como la muerte. Como el amor. Como la muerte del amor.
Por eso nos dábamos la mano en una Habana del Este y soñábamos con regresar a un Santiago del Sur (yo nunca había ido, pero regresar es eso: volver a no ir). Claro que, antes de todas esas escenas quién sabe si soñadas por cada uno, Camila tuvo que entrar a mi aula por primera vez. Y entonces supe que nada había estado bien en mi vida. Que todo no había sido más que un estar por estar. Y una perdedera de tiempo infantil. Qué miedo, qué milagro, qué mediocridad. Que no haberla conocido hasta esa tarde cubana, tan tarde, entrañaba el riesgo ridículo de que uno de los dos se hubiera muerto antes de llegar por fin a ese otro martes, a ese septiembre otro. Para que ella atravesara entonces el aula de punta a punta, como flotando, con aquel uniforme bicolor de falsa preuniversitaria cubana. La saya mostaza, una flor. La blusa blanca, una playa. El pelo de noche foránea, una declaración de guerra. A muerte, Camila, de por vida.
Aquel era el mismo uniforme con que el resto de las muchachas se aburrían en clase, pero a ella de pronto le quedaba tan natural. Tan desde siempre. Tan cómo te demoraste, Camila. Y era lógico, si habías nacido el mismo día y a la misma hora que yo. Tan nadie. Tan ansioso. Tan anormal de empezar a conocerte preguntándote si mi Habana del Este se parecía en algo a tu Santiago del Sur. Y tú, sonriendo, con sorna o casi: «Pero si no tienen nada que ver».
Ver es eso. No tener nada que ver. Eso era mirar entonces para nosotros, adolescentes del socialismo en un aulita al azar. Su mano en la mía, por ejemplo, de pronto eso era mucho más que mirar. Su acento aflautado de vocales í en mi oído, por ejemplo, era musicalmente mejor que mirar. Saber que nadie en Cuba se llamaba Camila antes de que Camila entrase a nuestra aula de onceno grado. Onces por todas partes, irrespirables. El riesgo y la resignación de que todo nos ocurría tan tarde, cuando, en realidad, todo nos estaba ocurriendo demasiado temprano para darnos cuenta de qué. Cuando se es tan real, como en la Cuba de mil novecientos ochenta y tantos, uno no tiene memorias sino que es pura acción. A lo sumo, la nostalgia pura y dura de no tener nostalgias. Aún. Y de que el futuro fuera nuestro más común día a día.
Un carro de chapa diplomática la dejaba y la recogía con exactitud estrafalaria en la puerta del Preuniversitario. Yo la espiaba, temblando. Temía que cualquiera de esos mediodías o anocheceres del reparto Alamar pasara lo peor. Que desapareciera, esa palabra. Que desapareciera con falso uniforme y todo, tal como había aparecido el primer martes de un septiembre indejable atrás. Adiós, Camila. Adiós, Chilito cubano. Adiós, lenguaje cómico que estúpidamente competíamos en el aula para imitar. Adiós, días que no volverán, a pesar de que yo sí vuelvo a ellos a diario. Adiós, Santiago de La Habana, con esa muequita que se te formaba a cada lado de los labios. Con ese rictus de los que ríen con una libertad sin límites, parida al compás de la muerte. Parodia al compás de la patria. Sinónimos y sinalefas, ninguna biografía escapa a las fechas de caducidad del lenguaje.
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