Yo siempre atento de ti, tonteando. Hasta que una tarde me invitaste a no hacer nada, simplemente a subir y asomarnos a la azotea del doceplantas donde estaba nuestro Preuniversitario, llamado casi con redundancia, ya sabes: Salvador Allende. El edificio era uno de esos monstruos antediluvianos que nacieron ya carcomidos, hechos literalmente leña por las pocas ganas de los obreros y la cero calidad del concreto. Una mole cogiendo moho bajo los aguaceros con goteras de La Habana del Este, en la Zona número 1 del reparto Alamar. No había quién lo salvara, en tanto arquitectura. No habrá quién lo salve, ni como arqueología.
Otro mirador cósmico, otra rampa de lanzamientos para los suicidas del proletariado. Hijos sin padres, historia huérfana. Otro hangar donde sentarnos con nuestras dos nacionalidades contrapuestas a cuestas. El Santiago de la alegría que viene y La Habana del plebiscito donde votar No o No. No te vayas. No me dejes. ¿Cómo no darnos cuenta que tú y aquella puesta de sol estatal no eran sino un calco hecho a mano de la eternidad? Hecho amnesia.
Morandé a finales de los ochenta no es lo mismo que Morandé a inicios de los setenta. No sería sólo la confusión de los altavoces, el escándalo en plena calle, el susto transmitido en tandas por las microondas en un inglés del sur, intraducible. Lengua fósil, lengua momia de los que tendrán que morir o matar. Morandé tampoco serían las banderas militares a todo trapo en cada edificio de la nación, como velas de barco en un velorio. Ni las órdenes y contraórdenes dichas como sobreactuadas, desdramatizadas por los detalles sintácticos de una debacle doméstica, domesticada. Una realidad roma, residual, rala, retórica, irrecuperable. Y mucho menos Morandé podría ser la garganta hecha silencio con el infantil tatatatá o ratatatatá que arrulla el corazón tartamudo de una isla continental, larga y estrecha como una espada anglófona. Lava volcánica inverosímil, voraz.
Así se nos fue yendo aquel atardecer cubanito. Sin decir nada, Camila y yo, pero diciéndolo todo. Callar era nuestra mejor manera de decir. Mientras sentíamos cómo los conserjes clausuraban las rejas del Salvador Allende varios pisos bajo nuestros pies, dejándonos libres de remate bajo el aire libre espeso, preso, de una ciudad y un mundo ya a punto de hacer implosión. Crac, cric, crac. En cuestión de horas, días, semanas, Cuba se estaba acabando y no sólo para los cubanos. Porque la hora de las personas no espera nunca por el país.
Cuando se hizo noche cerrada, todavía sin conocerme, Camila me arrimó contra ella y me coló en el bolsillo de la camisa una media hojita rayada de papel, arrancada de cualquiera de sus libretas: «Si va a ser lindo, que lo sea después». Sin ningún pudor, Camila, te estabas despidiendo a solas justo en frente de mí. Ella no había llegado y ya se tenía que ir, tal como lo intuí desde su entrada a nuestra aulita del curso anterior. Tal como lo temí.
1989 avanzaba lentísimo, como las nubes que siempre emigran al mar, cuando debiera de ser al revés. Ese año, cada uno por su parte cumpliría los dieciséis. En capitales aparte, antípodas. Nunca en el mundo nos llegaríamos a besar. Ni falta que nos hizo tampoco. Hablar era besarse. Callar era hablar. Y lo hicimos con una presencia de diálogo tan adulta como luego de adulto no he conseguido dialogar con nadie jamás. Ni falta que me hace tampoco: hablar es hablar con Camila, callar de Camila, y otra vez hablar y callar en Camila. De ahí los orígenes de la tragedia, transcrita en una lengua privada que, como todas en el nuevo siglo y milenio, es también una lengua muerta. Matada.
Fue esa noche que me contó lo de Morandé. Por supuesto, de eso Camila no había vivido absolutamente nada. Nacer no es necesariamente haber nacido. Y la vida de los fetos sigue siendo un misterio, así en los vientres de Santiago como en los de La Habana. Humanos en miniaturas, con sus padres jugueteando como de costumbre en la mañanita fresca de Morandé, La Moneda, el palacio de un presidente con nombre de Preuniversitario.
Ese martes once desayunaron junticos, las manos tomadas en diminutivos de amor político. Por eso habían sido los primeros en advertir el temblor con que las esteras de los tanques pusieron a tartamudear las columnas y los escalones. También los cuadros colgados en la pared, con su legión de próceres tintineando como cabecitas de cristal. Cada quien investido de azul, rojo y blanco. También de blanco, rojo y azul.
Pensaron que era un terremoto, hasta que el rugido de los aviones los desmintió. No pensaron que era un terremoto: era un terremoto sin necesidad de pensarlo. Del que ni los muertos que ya estaban muertos se podrían salvar. Y los dos corrieron a cumplir sus misiones de emergencia, entre lo siniestro del caos y el coraje, a cada rato buscándose en medio de la humareda y entre los gritos obscenos de los tres o cuatro gatos que quedaban, la mayoría cubanos, mientras desoían las órdenes y contraórdenes de ultimar patrióticamente al Presidente preuniversitario, para impedir a tiempo de que cayera, por la razón de la fuerza, en las manos milicas del pueblo uniformado.
Camila lo recuerda todo como entre algodones, como amortiguado, filtrado a través de una gasa, tejidos maternos de gas. Así reverbera el horror a través del líquido amniótico de la placenta. Y entonces oyó un canto. Y oyó un llanto. Y Camila también cantó, por la inercia del cordón umbilical usado como micrófono. Y Camila también lloró, por herencia o histeria o por ambas. Las dos Camilas, una dentro de la barriga de la otra. Matrioshkas marxistas de importación.
Después vino el traqueteo de un camión o un tanque de guerra o quién sabe qué, atravesando la ciudad bombardeada en silencio. Alamedas de humo. Curvas y frenazos. Todas las luces en amarillo, el color de la transición. Hasta que la segunda Camila nació, pocas horas después, en una mesa mal esterilizada de la embajada cubana en Santiago, de Chile, el once, en septiembre. Otra época, otras capitales, otros países. Mientras el invierno se evaporaba a rafagazos de risa y rabia, entre una cordillera y la cordillera vecina. Esas dos murallas que corren en paralelo, como líneas de un ferrocarril que a ningún chileno le permite desviarse del destino que corra su población.
Después vendría entonces la interminable travesía en barco hasta Cuba. Desde Valparaíso hasta un puertecito de fango en Batabanó. Mareos, vómitos, náuseas. Camila las sufre desde bebé, cuando pendulaba mamando leche clandestina de Camila la otra, las dos sin soltarse nunca en aquella esquirla de acero, aquel bunker flotante, lamido por un océano para nada pacífico, sino guerrerista, donde no era chilena sino otra con los mismos seis colores la bandera que ondeaba en la popa: azul, rojo, blanco, blanco, rojo y azul.
«Nunca supimos qué le hicieron a él», me dijo o dijo para nadie Camila, con sus ojazos de adolescente sobre el mar anciano cubano: «quiero decir, nunca supimos qué hicieron con él».
Esa noche sus vocales agudas le chirriaban de ansiedad en los dos huequitos tensos a cada lado de los labios. Parecía una estatua parlante. Inconmovible, Camila, conmovedora. Despidiéndose del horizonte de isla y de mí, su testigo tierno y de pronto aterrado. No por lo que me acababa de contar sobre su padre desaparecido, sino porque me había invitado a pasar la madrugada en aquella azotea precisamente para que yo la ayudase a desaparecer.
Se iba. Apretujada contra mi pecho y todo, Camila, pudiera ser muy lindo pero ya casi te vas. No habías ni llegado y ya te tenías que ir, tal como lo intuí. Tal como te temí, desde que hiciste entrada a un aulita ahora huérfana varios pisos bajo nuestros pies. Qué noche tan honda, tan hueca, tan humillante. Ojalá no te hubiera reconocido aquel martes. Ojalá nunca me hubiera dado cuenta de que cada once sería siempre un poquito tú. Por los septiembres de los septiembres hasta el fin de los tiempos. Camila, coño, cachai.
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