Periodismo Cronopio

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CAMINO AL BARRIO LA MACARENA DE BOGOTÁ: LA BOHEMIA QUE FUE… ¿Y SERÁ?

Por Aquiles Cuervo*

«En el invierno me defendía de la lluvia
y en el verano era una sombra luminosa»
(Gonzalo Arango).

Cada ciudad alberga barrios que marcan otros ritmos de vida, otras formas de habitar y de desandar el tiempo que le dan un estilo y un sello personal a su historia, a su presente y ante todo, a su futuro. En Bogotá uno de ellos es La Macarena, «singular y minúsculo archipiélago de lluvia y sombra luminosa», como lo definiera indirectamente uno de sus más celebres residentes, el poeta antioqueño Gonzalo Arango en los años sesenta.

CARTOGRAFÍAS DE LA MACARENA

La Macarena actual comienza en el norte, en la esquina del mítico restaurante El Patio —sitio de culto dedicado aún hoy al desaparecido humorista Jaime Garzón— y va en línea recta, cinco calles hacia el sur, hasta el mejor sushi de la ciudad: «El cerdo andante con jengibre» (Shoga Yaki). Hacia el occidente bajamos serpenteando, bien sea hacia el parque de La Independencia, las Torres del Parque o La Plaza de Toros, hacia San Diego. Hacia el oriente el barrio limita con los cerros, con su aire fresco y casi paramuno. Su centro neurálgico es la librería y centro cultural Luvina, del escritor Carlos Luis Torres.

La Macarena es un emblemático barrio del centro de Bogotá, en la localidad de Santafé. Es un islote más o menos escondido de unas pocas manzanas, entre la calle 26A con carrera quinta hasta la calle 30 con carrera tercera. Carga en sus hombros un halo de bohemia ida, una imagen pintoresca de un pasado cada vez más remoto. En otros tiempos no había distinción entre donde se vivía, se trabajaba, se conspiraba y se bailaba. En la misma casa, en el mismo edificio, había talleres de artistas, editoriales, centros políticos de izquierda más o menos clandestinos, marqueterías, bares de salsa y de bohemia.

¡Hoy solo sobrevive una marquetería!

Me he sentado en los andenes de La Macarena en los ratos libres de la pandemia a hablar, cuando se puede, con gente que no conocía, con dueños y empleados de los restaurantes, con jóvenes y viejos residentes que, como yo, permanecemos en el barrio. En sus reticencias se percibe la crudeza de la situación, la incertidumbre frente al futuro. En sus silencios sobresale el temblor pasajero del presente. En sus algarabías se refleja el rumor de la bohemia perdida y añorada.

¡Neblinas, espejismos, sombras brumosas!

¿Qué hacer?

Unos vecinos se animaron desde el principio a hacer colectas de mercados para las personas más humildes de La Perse y también de La Macarena. A todos nos sorprendieron al principio las tímidas banderas rojas ondeando en los balcones. La miseria oculta tocaba nuestras puertas. Muchas almas solitarias, venidas a menos por las tempestades del país y de la ciudad, nos dan su testimonio sobre otras realidades posibles. Pienso sobre todo en un pensionado profesor que vende juegos de mesa y libros de pasatiempos en la puerta de su casa.

La Macarena es un trapecio de pocas esquinas, entre el señorial barrio Bosque Izquierdo al sur, de viejas casonas señoriales que siguen en silencio, habitadas por sus antiguos dueños, fantasmas atareados y trajeados para los cocteles y recepciones de los años cincuenta. En la esquina del Parque del perro sigue oculta la puerta y la ventana misteriosa donde aun escribe, a hurtadillas, el poeta Gonzalo Arango. Al igual que Hernando Téllez, recordando los pájaros del Jardín de Luxemburgo en París. Al otro lado, hacia el norte, está el barrio obrero y gaitanista La Perseverancia, de descendientes de los obreros de la fábrica de cerveza de Leo Kopp, patrono de los desempleados. Allí, las gentes se reúnen en las calles y toman chicha. La plaza de mercado ofrece sus ensaladas de frutas, platos criollos y se ha vuelto internacional. En La Perse, los niños juegan piquis y cinco huecos a cielo abierto. Nuevos edificios de apartamentos, torres de quince pisos se extenderán sobre la carrera quinta, tapando el sol de los venados.

ESPEJISMOS

Hubo un tiempo que fue hermoso… en el que el centro de Bogotá estaba poblado de tertulias permanentes, ambulantes, inesperadas: chicherías, cafés, bares, cantinas y bailaderos. A lo largo del siglo XIX y hasta mediados del siglo XX, la carrera séptima y sus alrededores fueron el punto de encuentro vital de todas las andanzas de poetas alucinados y musas descarriadas, de mujeres libres y artistas encendidos. Después del 9 de abril de 1948, paulatinamente las gentes se fueron mudando del centro y así nacieron nuevos puntos en el mapa; hacia el norte La Macarena y Chapinero. Este desplazamiento gradual podemos apreciarlo en múltiples crónicas, reportajes, cuentos, poemas y novelas, narrados sobre todo en primera persona por muchos de sus protagonistas: Gonzalo Arango, Daniel Samper Pizano, Antonio Morales, R. H. Moreno Durán, Mario Rivero, entre muchos otros.

Recientemente uno de los sobrevivientes de la bohemia artística de la segunda mitad del siglo XX colombiano, el dramaturgo, director de teatro, novelista bogotano e histórico habitante de La Macarena, Miguel Torres, lo ha plasmado en una magistral novela titulada «Breve historia de un amor sin fin», una rapsodia que recorre los amores contrariados de dos jóvenes de la Bogotá de finales de los años cincuenta:

«Pasé por el Coliseo, el único teatro con silletería reclinable que había en Bogotá, donde funciona desde hace más de veinte años una sala de cine porno. Luego fui a darle una mirada a El Danubio, ahora transformado en una peluquería en cuya vitrina, en vez de las tortas y los bizcochos que tanto le fascinaban a Dina, se exhiben cabezas de icopor con bisoñés, pelucas y postizos de colores chillones. Después comprobé que tampoco queda el menor rastro de El Bacheloz. En esa antigua esquina del amor se levanta una fábrica de cristales y espejos. Será porque todo lo que tiene que ver con Dina a la distancia de los recuerdos sea eso y nada más: espejismos. Por último me detuve ante la tumba de El Cisne: la Torre Colpatria, un rascacielos de cincuenta pisos».

La bohemia de estudiantes, artistas, intelectuales y activistas políticos era el verdadero telón de fondo de la otrora Atenas sudamericana. En el trasegar de estas historias, el barrio de La Macarena tuvo un rol estelar, en especial entre los años setenta y ochenta. Ahora es un laberinto de fantasmas. Una primera ola de poblamiento del barrio proviene del impulso renovador de arquitectos como Karl Brunner desde los años treinta, alrededor de la construcción de la plaza de Toros, la Biblioteca Nacional, la transformación del Panóptico en Museo Nacional y la inauguración del Bosque Izquierdo.

Una segunda ola de re-fundación data de finales de los años cincuenta, a juzgar por las fechas de los hidrantes rojos y los registros del agua en las calles, pero sobre todo por las historias de los primeros pintores que se asentaron en el barrio: Édgar Negret, Enrique Grau, Alejandro Obregón, Guillermo Wiedemann, Eduardo Ramirez Villamizar y Fernando Botero… Grau y Negret, cuentan los viejos, instalaron esculturas en sus calles… ¿dónde estarán ahora?

Una tercera ola se vivió en los años setenta y ochenta, liderada por los nuevos pintores como Luciano Jaramillo (destrozado cruelmente en las memorias de su padre, el historiador Jaime Jaramillo Uribe) y Umberto Giangrandi, quien aún se pasea por el barrio, último sobreviviente. Luego vendrían las Torres del parque en el año 1970 y de ahí hacia adelante la edad de oro del barrio, hasta fines de los años ochenta. La gente se iba a bailar al Goce pagano original, en la calle 24 con carrera 13a, al lado del edificio de Telecom y de ahí desfilaban a pie, de madrugada, entre los letreros luminosos de los cines de la calle 24 —la manzana del cine en Bogotá—, los cinemas el Embajador, luego el Terraza Pasteur y el Calle Real, para bordear el planetario o la biblioteca nacional hacia La Teja corrida en La Macarena. Todo estaba conectado, todo estaba a un paso, a un pasito cañandonga, como cantaban en esos años Jairo Varela y Alexis Lozano en los inicios del grupo Niche que nació, justamente, entre el barrio Santa Fé y La Macarena. ¡Pocos se quedaron a vivir en La Macarena! ¡Qué difícil tratar de ver en los ojos de los «adultos mayores» de ahora que pasean el perro en pijama a los bailadores de cañandonga, cuarenta años atrás!

Eran tiempos peligrosos y agitados. Dicen que hasta Bateman y otra gente del M-19 se escondía en las casonas interconectadas, como posmoderna orgía salvaje de Las Hinojosas. Entre los años setenta y ochenta todo estaba acá en La Macarena. Artes, salsa, bohemia, revolución, librerías, talleres de fotografía, editoriales, postres de natas, tertulias y amanecederos ruidosos: La teja corrida, la casa Colombia, las librerías La Loma, Gaviotas y Carpediem, el taller La Huella, la droguería Hilton… Se han conservado los postres de natas, la droguería Hilton del señor Patiño, una nueva librería y sus fantasmas. El resto son otros fantasmas.

Podríamos decir, y es en últimas el destino de esta crónica melancólica, de spleen bogotano y zoroche que hablamos de La Macarena como un patrimonio inmaterial de la ciudad, porque alberga en los pasadizos de su historia las memorias de grandes artistas e intelectuales y de no pocas anónimas almas que aquí soñaron, lucharon, creyeron, bebieron, fumaron y en su mayoría fueron vencidas.

Sin embargo, no todo el mundo concuerda con esta semblanza que procuro hacer. El guión turístico de Bogotá en 2019 publicado por el Instituto Distrital de turismo[1] habla de esos años en estos lamentables términos:

«Debió ser contrastante la vida y bullicio de la citada calle, riñendo con la fría, taciturna y gris resto de ciudad de Bogotá. En esta cuadra no había horarios, la fiesta podía comenzar en una tarde y terminar al otro día a cualquier hora, tras trasladar la fiesta del interior a la calle, haciendo muestras de bullicio, anarquía y caos… De aquellos tiempos tenemos un amplio legado, pues no solamente se dieron resultados de una debacle permanente, en donde hombres y mujeres se disfrazaban, se pintorreaban y bebían licor incansablemente»[2].

¿Anarquía y caos?
¿Deblacle permanente?
¿Mujeres disfrazadas y pintorreteadas?
¿Quién habrá escrito semejante encíclica?
¿Algún personero de la Inquisición?

Seguramente quienes escribieron ese guion son los mismos que desprecian la bohemia y quizá algunos viven actualmente en La Macarena y llaman a la policía cuando escuchan música, gente cantando o bailando y reniegan de la peatonalización. Quisieran que las bellas casonas de la Carrera 4A, en especial la de San Anselmo —como salida de una postal del barrio la condesa de México— fueran monasterios del silencio.

¡Que lejos quedó la bohemia de La Macarena!

En cambio, qué distinta es la imagen de una lejana crónica de 1980, del periodista y «farrero» mayor Antonio Morales, legendario habitante de La Macarena:

«en los setenta la zona se fue llenando de personajes de ruanas de lana virgen, bufandas, mochila arhuaca, gafas trotskistas, zapatos de gamuza y sin tacón, largas cabelleras, chaquetas marineras, faldas de flores, discreto saco gris o gorro de lana».

En los años cincuenta, como hemos dicho, La Macarena fue el refugio de jóvenes pintores del arte moderno colombiano, inmortalizados en las fotos de Hernán Díaz en las escalinatas del pasaje Mompox y de la Colina de la Deshonra. En los años ochenta fue epicentro de la bohemia revolucionaria y salsera —las dos cosas iban de la mano—; luego, muchos se fueron y otros se volvieron godos, otros llegaron: extranjeros, curiosos y neo-bohemios-chic, y de otros no sabemos. Las Torres del Parque del arquitecto Salmona siguen ahí, vigilando el tiempo, de espaldas al crecimiento desbordado de la urbe, con vista a Monserrate y Guadalupe.

MACARENAZOS

La ciudad se ha ido desclazando y clasificando en otros términos: zona G, zona T, zona M… hasta marzo pasado La Macarena era un epicentro de sabores y encuentros. De menú internacional, de cafés, de centros de yoga, de galerías de arte, de almacenes de delicatesen y de souvenires, de tiendas orgánicas, de templos de té, de bares, de pubs y de una singular librería: Luvina.

Un periodista del New York Times llegó a calificarla como el Soho bogotano.

Ahora el paisaje está nublado. Al momento de escribir esta crónica, tras cuatro meses de Pandemia, solo se mantienen a flote diez establecimientos, de los más de cincuenta que había. Locales desocupados, sellados, cerrados definitivamente. Los seres de la noche rondan con sus costales por las aceras angostas. La mayoría de los residentes se fueron a pasar la mala–hora en sus fincas o casas de recreo. Los avisos de SE ARRIENDA o SE VENDE pululan. Cada día llegan más camiones de trasteos. Los más viejos apenas se asoman por las ventanas y añoran el sol esquivo de las carreras heladas. Se oponen a la peatonalización del sector porque, dicen, «afeará la zona y traerá vendedores ambulantes». Una obra pública de arreglo de las calles 26A y 26B arriba de la carrera 4A le ha añadido más polvo y ruido a la situación. Sin turistas ni curiosos las calles se han ido vaciando. Pero no todo ha claudicado. Los árboles, las flores, los pájaros, los colibríes, las lechuzas han retomado parte de su hábitat.

Hace apenas unos meses habíamos vivido un espejismo más de cada semestre: EL MACARENAZO, un festival de calles peatonalizadas, de mesas y sillas al aire libre, como en el San Telmo de Buenos Aires, el Lapa de Río de Janeiro, la Rambla de Barcelona, el Marais de París: música en vivo, todos departiendo, felices, ingenuamente desprevenidos, ignorando el curso de lo que se venía.

Hace apenas unos meses habíamos vivido un espejismo más, saliendo noche tras noche a la esquina de LUVINA a hacer sonar las cacerolas en las protestas del Paro Nacional y a tomar canelazo; los vecinos sacaban instrumentos y todos gritábamos, parábamos el tráfico y cantábamos.

Hace apenas unos meses habíamos tenido que aguantarnos una vez más los gritos de sangre y de muerte, los olé, olé, olé, de los fanáticos del toreo.

La Macarena vivía entre propios y extraños, las tardes de ensimismamiento en los cafés y las noches de enamorados, amantes furtivos y amigos del festejo cada fin de semana. Los sótanos de los bares alojaban encuentros clandestinos y de aquí salía la gente a bailar salsa en el Bembé, a la vuelta de la Plaza de toros de La Santa María y no faltaban los que amanecían en el hotel Ibis.

 

LAS NIEBLAS DEL FUTURO

Las caras de los que nos quedamos, lo dicen todo. Son rasgos cansados, pálidos por el sereno y las nubes de la montaña. La convivencia no ha sido fácil en los edificios. Se escuchan peleas de parejas, gritos, estruendos, platos rotos. No alcanzamos a rastrear los rumorosos silencios de las soledades apabulladas. Unos hacen yoga, pilates y se entrenan para no perder la forma, salen a trotar cuando se puede. Otros, los más raros, hacen mini fiestas de media noche y se escucha una salsa en la misma ventana de un quinto piso.

En los postes hay avisos de budistas diciendo «aprovecha el silencio» y hojas sueltas sobre gatos y perros perdidos. Los afiches del pasado están descoloridos, del mismo color del futuro. Los escobitas hacen su ronda cada día, recogiendo la mierda de los perros consentidos y los amos descuidados. Las motos de los policías de la estación de la Quinta, recordada por su actitud valiente el 9 de abril, van a mil, de sur a norte y de norte a sur. Arriba, en la avenida circunvalar, se escucha el ruido de otras motos que hacen piques al amanecer.

Cuando vuelva alguna forma nueva de «normalidad», plagada de nuevos verbos, ¿qué será de La Macarena? ¿Podrá volver tras la senda de su legendario pasado? ¿Se convertirá en una zona estandarizada de locales de cadena? Quizá esta inclemente condición actual de enfermedad y contagio invisibles sea la oportunidad para retomar el rumbo perdido de la bohemia en el barrio. Quizá sea tiempo de juntar todos los acontecimientos de los últimos meses en una sola marea de un nuevo distrito cultural (no solo gastronómico) que nos permita rodearnos de nuevas musas y aprendices de pintor, al aire libre, a puertas abiertas.

¿QUÉ HACER?

De mis conversaciones de Pandemia con cientos de personas, recojo algunas impresiones que se vuelven un coro, una propuesta para discutir y concertar.

Deberíamos peatonalizar la carrera 4A entre la calle 26A y la calle 30 y volver el MACARENAZO una actividad permanente, al menos entre viernes y domingo, como ya se hace en tantos lugares, como el centro de Popayán.

Deberíamos hermanar la Macarena con sus barrios homónimos de Sevilla y de Cali, como suele hacerse entre ciudades del mundo que, compartiendo un nombre, generan intercambios entre personas de lugares completamente distintos.

Deberíamos rescatar las memorias del barrio, haciendo placas conmemorativas que recuerden las historias de los lugares y los personajes memorables, construyendo estatuas de residentes ilustres; podría ser a la manera de las esculturas aéreas de Olave en La Candelaria.

Estas y muchas otras alternativas podrían lograr que La Macarena mire hacia adelante volviendo su mirada atrás, para que no nos convirtamos todos en estatuas de sal, petrificadas por el olvido.

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* Aquiles Cuervo es escritor patafísico nacido en Bogotá. Vive entre Rosario y París. Ha publicado una decena de cuentos, en concursos y revistas colombianas, chilenas y argentinas. Su proyecto principal ha sido desde hace un tiempo escribir una novela ucrónica titulada «La viudez como forma de vida», basada en los encuentros fantásmicos de Anna Dostoievski con Sofía Tolstoi en Crimea a principios del siglo XX. Su primer libro de cuentos («Lichis de Madagascar») fue publicado en enero de 2011 en la Editorial argentina El fin de la noche.
Correo-e: otrasinquisiciones@hotmail.com

  1. Publicado por la anterior administración distrital, sigue siendo aún, desafortunadamente el actual.
  2. https://www.bogotaturismo.gov.co/sites/default/files/Gui%C3%B3n%20Ruta%20Centro%20Internacional%20-%20La%20Macarena%20-%20La%20Merced.pdf

 

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