CANON NUESTRO QUE ESTÁS EN LOS CIELOS
Por Jorge Machín Lucas*
«Canon nuestro que estás en los cielos
y en los cienos,
santificado y vituperado sea tu nombre,
venga a nosotros tu reino…»
Las grandes instituciones deportivas han prosperado importando a los mejores jugadores, broten donde broten, siguiendo un maremágnum de datos, de opiniones de expertos en la materia y de estimaciones científicas y gastando toneladas de dinero que prácticamente solo ven los bancos, los ricos y los sistemas de cotización bursátil. Eso mismo es lo que tratamos de hacer en nuestras sociedades cuando creamos el concepto de canon, tasado y elaborado por los críticos y a veces ayudado por una gran masa de consumidores, de comerciantes culturales, de prácticas de mercadotecnia, de grupos de poder y de circunstancias idóneas en momentos y en lugares dados y adecuados (Miguel de Cervantes y Johann Sebastian Bach en tiempo de los románticos, Pablo Ruiz Picasso y la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial, tan ignorados y/o vapuleados antes por neoclásicos y por «filonazis» respectivamente). Importamos lo más aclamado y aplaudido de cada país para tratar de que nos sirva de inspiración, para seguir su estela allá donde estemos y/o para decorar nuestras estanterías, tantas veces vírgenes.
Es cierto que la existencia de un canon o catálogo de autores u obras modélicas nos ha servido para establecer no solo un modelo de gran pensamiento, de gran arte y de gran escritura, sino también toda una ética de mínimos de lectura imprescindible para el procomún desde la infancia y para los expertos en materia cultural. Ofrece una base educativa desde la que se puede despertar nuestro interés en la cultura y puede comenzar a abrirse nuestra mente en otras direcciones necesarias para la sociedad. Motiva aún más ideológica y estéticamente en profundidad a minorías intelectuales exigentes y educa y guía vital y superficialmente a mayorías que usan ciertas ideas suyas estereotipadas a través de frases hechas, de fórmulas distorsionadas o readaptadas. Su utilidad pública, además, ha servido para generar orden social y sentimientos identitarios, locales, regionales, nacionales, continentales o mundiales. Ha sido beneficioso para definir el estándar lingüístico de muchas comunidades y para dar impulso y carta de naturaleza a procesos independentistas. ¿Qué sería de España sin Miguel de Cervantes, sin Diego Velázquez o sin Francisco José de Goya, tan mitos como realidades? ¿Qué sería de las aspiraciones catalanas a la independencia sin Ramon Llull, sin Ausiàs March, sin Bonaventura Carles Aribau o sin Jacint Verdaguer, los dos primeros de los cuales por cierto nacieron fuera de lo que hoy en día es Cataluña o Catalunya?
No obstante, poco se ha hablado de las arbitrariedades y de los efectos negativos del mitificado y poco cuestionado canon en nuestra cultura y de sus imposturas y engaños, que, como se ha anticipado, acaban favoreciendo real y efectivamente a unos pocos ya privilegiados por su talento, por su energía, por sus familias y por sus suertes. Bajo el sacrosanto nombre de canon, se han iniciado y justificado revoluciones y guerras y con extractos de algunas de sus obras se ha animado a tropas y se les ha convencido para morir por la patria, que recibieron, que nunca idearon ni fundaron, por una razón pretendidamente justa y heroica. Recuérdese lo que sucedió con Richard Wagner y con Friedrich Nietzsche durante la Alemania nazi. Se ha hecho creer a gentes aparentemente normales y a todo tipo de vulgo con infinitos problemas que había una razón superior para superarlos, camuflarlos u olvidarlos en favor de una empresa mayor. Se les ha llenado de un orgullo y de un sentimiento de superioridad que en última instancia beneficia más los intereses de ciertas élites intelectuales y económicas que al global del tejido social, siempre luchando por la supervivencia.
Por ejemplo, al modelar el imaginario colectivo nos hace crecer torcidos. Nos dice que actúa contra la entropía o contra el desorden de nuestros sistemas social y vital pero a la vez nos sesga con «microporciones» de saber supuestamente elevado que no llevan a ningún fin concreto ni a un pretendido final de la historia, sino solo a aisladas pautas de conocimiento y de comportamiento que a veces se oponen o contradicen entre sí. Eso se puede apreciar al tener en el mismo canon al naturalismo pseudocientifista y pseudoobjetivo de Émile Zola y al irracionalismo subjetivo de William Faulkner. Con ello no se nos dan las dos caras de la realidad, sino tan solo dos átomos de ella que no nos llevan a más progreso que el de nuestras olvidadizas mentes y no tanto al de nuestras pragmáticamente limitadas sociedades. Nos enajenan y alienan y hacen creer en genios y en superioridades absolutas que si las fueran tan solo serían parciales e irrelevantes a nivel de proyecto global de la humanidad. A gran parte de la población, más que estimularla a mejorar mucho, la lleva a aceptar su radical inferioridad y a desmotivarla al no haber llegado a ese nivel ni a formar parte de ese panteón o conjunto de divinidades culturales. De esta manera, en vez de entender que el fracaso se ha debido a una lotería que combina la genética, lo congénito, la salud, el ambiente, las circunstancias, las motivaciones, las presiones sociales, los intereses de grupo y los azares, se nos hace aceptar que solo existe el talento. Se habla de este concepto cuando la victoria favorece al grupo que a uno le interesa y se habla de obsesión cuando favorece al del rival detestado.
Muchos sabios profesores de literatura ensalzan a escritores que nunca se han leído tan solo porque de no hacerlo parecerían ignorantes, y critican periodos y géneros literarios que desconocen, a los que tan solo califican con estereotipos leídos por aquí y por allá, simplemente porque les han dicho que se oponen a lo que ellos han aprendido e investigan. Al ser ideas humanas, artificiales, subjetivas y por ende limitadas, por mucho que sean aceptadas, consensuadas y ratificadas por un grupo de sabios, nunca llegarán a ser verdades objetivas, sino más bien hipersubjetividades de común acuerdo. Por ello, puede ser que nos desvíen del auténtico conocimiento y de la verdad que sin duda yacen más allá de nuestra percepción y conceptualización. Unos aceptan las ideas económicas de Karl Marx, otros las de John Maynard Keynes y otros las de Milton Friedman y por ellas intrigan entre sí y se matan. Del mismo modo, en literatura se usan las de la deconstrucción o las de la antropología cultural, más en Norteamérica; o las de la filología y las del historicismo, más en Europa, para criticarse acerbamente sin resultados dignos ni de mención ni de memoria eterna. Y el producto de tan brillante y gran discusión científica es que, mientras tanto, una gran mayoría de los más de ocho mil millones de personas que viven en la Tierra sigue teniendo el mismo destino que siempre: la lucha en el vacío frente a la ignorancia y frente a la pobreza.
Algunos incluso quieren que extractos de los autores que conforman ese canon sean usados para encaminarnos hacia un pensamiento único que favorezca a las élites y al statu quo de ruindad y de injusticia en el que vivimos. Eso nos lleva tal vez en dirección contraria al pensamiento libre. Así somos teledirigidos por una clase hegemónica, la de los ganadores de siempre o la de los que derrotaron a los anteriores y que se comportan igual que ellos: nadie quiere la igualdad, solo se aspira a la victoria, eso está en las bases ególatras de la genética humana. También lo somos por grupos de poder cultural que han pactado, negociado y prostituido industrial y editorialmente el canon. Y luego dicen que lo hacen por nuestro bien, aunque la raza humana, bajo su amparo, cada día sigue empeorando y siendo más egoísta, cargándose en piloto automático todo tipo de oposición o de disensión. Como en una subasta, el canon se vende al mejor postor y nos convence de que es la verdad absoluta con una semántica muy denotada y muy desgastada. De este modo, va atrofiando la capacidad retórica y crítica de los humanos hacia lo que se llama gran cultura. Ella a su vez pretende encaminarnos hacia el respeto, concepto llevado a unos extremos en que se infieren ofensas que nunca se pretendieron hacer y solo por parte de unos pocos y bien seleccionados acusados.
No se va aquí a de nuevo criticar al famoso The Western Canon de 1994 de Harold Bloom, una crítica muy manida en el ambiente literario que en parte vive de esa industrializada jerarquización literaria, tanto por acción como por reacción. Sin embargo, ¿qué criterio objetivo, qué escala o qué flexómetro o cinta métrica sigue la revista Rolling Stone para, tras consultar con numerosos entendidos, canonizar a John Bonham y a Keith Moon como los dos mejores baterías del rock y para ponerlos por encima de Carl Palmer, de Neil Peart, de «Mike» Portnoy o de Gavin Harrison, entre tantos otros dignos contendientes? ¿Influyó, aparte de su innegable calidad, de la de los grupos musicales a los que pertenecieron, de sus números de ventas y de la cantidad de sus idólatras y herederos, la manera en que murieron en plena juventud más que la armonía o complejidad de su fraseo y elocuencia musicales? ¿Es una estrategia comercial el premiar la manera de morir sobre la indudable calidad artística, más que superioridad, ante una juventud deseosa de confirmar el nocivo mito que une vitalismo, pasotismo, rebeldía, belleza y muerte, uno más dramatizado e idealizado que real? ¿A cuántos genios anónimos les ha faltado este tipo de muerte para pasar a la historia? ¿No es una paradoja que el llegar a viejo de manera más equilibrada tras desarrollar tus talentos, destrezas y habilidades te haga inferior a un joven inconsciente, vicioso, alcohólico, drogadicto y suicida por muy dotado que esté?
Y asimismo, ¿cuántos premios Nobel, Óscar, Cervantes o Planeta no han pasado ni a la cultura general ni a la discusión académica? ¿Qué ha sido y quién habla o aprende tanto de José Echegaray, de Salvatore Quasimodo, de Norman Taurog, de Tony Richardson, de Francisco Umbral, de José Jiménez Lozano, de Torcuato Luca de Tena o de Antonio Larreta, entre muchos otros? Muchos de los que perdieron estos premios son más discutidos y celebrados en los foros culturales e intelectuales. Y tantos de aquellos que ni siquiera llegaron a ellos y que van rescatando investigadores y doctorandos, sobre todo de continentes «infrarrepresentados» como Asia o África por razones económicas.
Es indudable que el canon cultural mundial está controlado por el mundo anglosajón, aunque no por su superioridad intelectual o moral. Lo está porque tiene más dinero, producto del ahorro y de la inversión procedentes de hábitos de trabajo y de análisis llevados a cabo durante siglos en zonas prósperas de la Tierra, y porque, gracias a eso, hay mucha más gente compitiendo que en otros países en busca de la fama y del abundante vil metal que ve al alcance de la mano. Allí se genera más industria cultural en busca de la excelencia siempre ligada a la rentabilidad. Por eso, allí se quiere más desarrollo que investigación, más profesores que intelectuales y más artesanos que artistas. Eso hace que haya más posibilidades de encontrar el genio digno de ser comercializado, es una cuestión de estadística. Aparte, allí, gracias a su poder económico, todo se puede publicitar mejor y se nos puede colonizar o lavar el cerebro más eficientemente desde nuestra más tierna infancia para convencernos de que sus grupos de heavy metal californianos son más interesantes que los del supuesto tercer mundo o que la cultura o el cine de otras lenguas.
No nos olvidemos además de que, por ejemplo, por detrás del avance en la ciencia literaria, el premio Nobel recompensa adhesiones al sentir de ciertos grupos de poder del presente. Se tiene a bien galardonar, por lo general y hasta cierto punto proporcionalmente, a cuotas de hablantes de una lengua, a escritores de nacionalidades aceptadas internacionalmente, a compromisos sociales, morales e ideológicos, a políticas, a generaciones literarias, a géneros y en general a idoneidades, sintonías, afinidades y químicas del lugar y del momento generadas por los vencedores, sean los que estos sean. De allí, se escoge al más popular y no necesariamente al más virtuoso intelectual y estéticamente entre críticas y lectores y se exprime el limón del canonizado económicamente hasta la última gota, hasta hacerlo bien rentable.
Un último ejemplo de lo relativo y veleidoso que puede ser el canon, que mitifica hoy lo que será despreciado e ignorado mañana. Desde una perspectiva de evolución estética e ideológica, se puede entender que se canonice a la abstracción en artes y a la disonancia en música. Ambas han servido para experimentar una posible manera de penetrar en lo que hay más allá de lo aprendido, percibido y pensado convencionalmente, socialmente y tradicionalmente. Pueden ser también una manera de aproximarse al caos que antecedió a la materia solidificada, compactada y estructurada. Por tanto, serían una manera de volver nostálgicamente al origen individual y colectivo. Eso haría que paradójicamente fueran involuciones o retrocesos, con lo que irían algo en contra del deseo del canon de expandir y aportar elementos a la cultura al contraerla hacia sus esencias ancestrales y originarias, las de la infancia de lo creado. Por otra parte, no se puede tan fácilmente entender, y mucha gente está de acuerdo en ello, que artistas que han abusado de estos experimentos en grado sumo hayan pasado al canon. Estos apenas son conocidos más que por esas apuestas extremas y rápidas de confeccionar.
Algunos ejemplos de ello son Jackson Pollock, Antoni Tàpies, John Cage, Iannis Xenakis y un largo etcétera de especuladores que no solo han renunciado a la dificultad que entraña aspirar al perfeccionismo, al virtuosismo, a la armonía, a la figuración, a la mímesis y a la consonancia, sino que también han simplificado el arte hacia lo supuestamente esencial y originario como excusa para producir más rápidamente y para venderse a la especulación de esa industria. ¿Fueron por ese camino inverso en la evolución normal de las artes porque sentían inclinación artística y un día se perecibieron frustrados al ser sabedores de que no podían llegar a la altura formal de Johannes Vermeer o de Ludwig van Beethoven, de Miguel Ángel Buonarroti o de Richard Wagner? ¿Acaso el canon premia el sentido del fracaso porque es comercial ya que con él se pueden identificar ciertas partes del vulgo, de la intelectualidad o de eruditos a la violeta?
Por el contrario, un ejemplo opuesto sería, entre tantos otros, el arte del pintor fotorrealista Richard Estes. Es cierto que este no ha experimentado ni revolucionado nada de manera radical o transgresora, pero ha llevado a un extremo increíble la destreza y la habilidad humanas para suplantar el misterio de la supuesta realidad en que vivimos. Él la ha falsificado tan dolosa como genialmente, ha (re)creado una realidad tan falsa como aquella en la que nos creemos encontrar. Lo hiperreal miente con tanta gracia como nuestros sentidos y como nuestra percepción. ¿Es justo que él comparta el canon con los anteriormente citados por igual? ¿Es justo que sea menos famoso que los grotescos monigotes primitivistas y neoexpresionistas de Jean-Michel Basquiat?
Unos últimos aspectos denigratorios del canon: de este dicen que ha de ser base de conocimiento pero ha acabado siendo meta obsesiva. A la gente le preocupa más incluir allí a su compatriota, a su familiar, a su favorito o a uno mismo que al mejor, al que tarda bastante en reconocer. Y cuando lo han establecido en el panteón, lo ignoran en cierta medida tanto el pueblo —por falta de tiempo, por vagancia y porque está harto de él sin haberlo ni estudiado a fondo dado, que se lo han enseñado tanto en las clases y en los medios de información— como los profesores universitarios —que tan solo lo enseñan en cursos elementales y que no lo investigan mucho por muy trillado para expandir el canon con gran número de productos de baja calidad ideológica y estilística— o los críticos —que ya no saben qué cosas nuevas pueden decir de él sin ser criticados a su vez—. Y además, cuando uno llega al canon hasta sus experimentos y obras inferiores y fallidas se canonizan, con lo que su valor como guía puede a veces quedar como mínimo reducido o neutralizado y como máximo anulado, sobre todo cuando se acaba demostrando que el resto de su obra no valía tanto. En esos casos hasta puede llegar a ser pernicioso su ejemplo. Finalmente, nos obnubila y nos aparta de la meditación en el misterio de la realidad con su pragmatismo clasificatorio y con sus consejos de a diario.
En conclusión, la cultura se construye con verdades y con mentiras, tal vez más con las segundas que con las primeras. La cuestión es conseguir que la gente piense, aunque sea desde el error, para que no se atrofie mental ni cerebralmente. Pero además, de esta manera nunca llegará a tener un criterio mínimamente correcto de las cosas y será más fácil de dominar siguiendo los intereses de ciertas élites burguesas. Los miembros de estas son reemplazables por otros hasta de las clases bajas, pero en el fondo nunca se alterará en sus bases este sistema mecánico de obtención del poder, de control y manipulación, de colonización ideológica de todo signo, de opresión y de tortura llevado subliminalmente desde los planes profundos y los excesos del canon tanto como desde las esferas de los políticos, de los militares, de la policía o de los religiosos.
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* Jorge Machín Lucas es catedrático de estudios hispánicos de la University of Winnipeg. Se licenció en filología hispánica en la Universitat de Barcelona, en donde cursó también estudios graduados y escribió un trabajo sobre la obra novelística de Juan Benet. Se doctoró en la Ohio State University en literatura española sobre la obra poética de José Ángel Valente. Trabaja temas de postmodernidad, de intertextualidad, de irracionalismo y de comparativismo en la novela, poesía y ensayo contemporáneo español. Fue profesor también cuatro años en la University of South Dakota. Es autor de libros sobre José Ángel Valente y sobre Juan Benet, aparte de numerosos artículos sobre estos dos autores y sobre Antonio Gamoneda, además de un par sobre Juan Goytisolo y Miguel de Unamuno, entre otros.