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Capuchita rojo

CAPUCHITA ROJA

Por Tomás Cárdenas Palau*

Yo la veía andar por la acera, bajo la luz de la farola, todas las noches en mi barrio El bosque desde mi ventana en un segundo piso. Llegó a la ciudad para la temporada de lluvias, por lo que llevaba siempre puesta, cuando salía en la noche, una capucha roja para no mojarse con la llovizna leve pero incesante que caía, por lo que pronto la empezaron a conocer en el barrio como Capuchita roja, en un tono burlesco evocando el cuento infantil que cuando era mucho más joven tantas veces leí.

Aquella chica era de una belleza innegable: tenía un pelo rubio natural que hacía palidecer a cualquier otro amarillo chillón tinturado, y era tan largo que a pesar de la capucha se escurría a veces por su espalda baja o un mechón rebelde caía por un lado de su rostro; sin embargo, era ese, su rostro, el más bello que yo hubiese visto, tan a pesar de las quemaduras del sol inclemente de Cartagena, sus pecas y su mirada de ojos enormes y acuosos me mostraban ternura e inocencia, incluso desde mi ventana y con la luz incandescente de la farola bajo de la cual estaba. Según los rumores que iban de boca en boca en el barrio, ella era de Venezuela, por eso su aspecto de catira distinto al mulato que abunda aquí. Justo en frente quedaba una residencia, ahí vivía y ahí llevaba a los hombres que la recogían en sus carros y a los camioneros que iban y venían.

—Es solo una puta, mijo —me decía mi abuela con quien vivía cuando me pillaba viéndola desde mi ventana. No vale la pena —yo la ignoraba, ella refunfuñaba algo y se iba a dormir.

Yo ayudaba a mi abuela con su negocio de tortas; y a cambio, me dejaba vivir con ella. Nunca fui suertudo con las mujeres, por el contrario era bastante solitario y aislado, por lo que recurría a tocarme a mí mismo como piano en casa embrujada todo el tiempo, pero cuando vi a esa mujer supe que quería que ella fuese la primera. No sabía cuánto costaba estar con ella y tampoco tenía el valor para acercarme y preguntarle. No quería hacer el ridículo, así que ahorraba las propinas que los clientes de mi abuela me daban por llevarles puerta a puerta sus sabrosas tortas y así, alguna noche cuando hubiese reunido algo considerable me llenaría de valor y la abordaría.

Esa noche llegó.

Aproveché que mi abuela se dormía temprano y saqué mis ahorros. Mal contados entre monedas y billetes arrugados podía haber unos doscientos mil pesos. Me vestí con la mejores ropas que encontré y ágilmente, como un ratón, y con paraguas en mano salí a la calle. La llovizna era apenas perceptible, pero así duraba toda la noche. La calle era fría y solitaria. Cerré la puerta con cautela, abrí el paraguas y me paré en el andén a unos metros de donde ella estaba. Ambos nos quedamos de pie con la vista fija al frente, sin decir nada, pero yo pudiendo sentir cómo de cuando en cuando me miraba furtivamente y yo aprovechaba para hacer lo mismo cuando un auto pasaba por la vacía calle distrayendo su atención. Poco a poco me fui acercando hasta que fue inevitable que la tensión la hiciese actuar:

—¿Qué quieres? —me preguntó y confirmé los rumores, pues su acento era marcado.

La miré a los ojos, pero no supe qué decir. Ella estaba a la defensiva, extrañada y con las manos metidas en los bolsillos de su capucha.

—Habla —me ordenó. Su voz era fuerte al igual que su actitud.
—Me preguntaba… —empecé en un tono bajo.
—¿Qué? Habla más fuerte.
Aclaré mi garganta —me preguntaba cuánto cuesta estar contigo.
Ella me miró de abajo arriba.
—Contigo, cien la hora —contestó.
—Quiero dos.
— ¿Dos horas?
—Sí
—De acuerdo.

Cruzamos juntos la calle hasta la residencia. Ella abrió la puerta, el recepcionista adormilado veía una novela en un viejo y destartalado televisor. Cuando entramos, simplemente alzó una ceja y puso una llave en el mostrador que ella cogió y me hizo señas para que la siguiese. Llegamos a una habitación al final de un pequeño pasillo. Adentro solo había una cama sencilla, una mesita de noche, una maleta negra en una esquina y un baño estrecho. Cerró la puerta tras de sí luego que yo entrara.

No sabía qué hacer, estaba nervioso, las manos me sudaban. Me senté en la cama y miraba a todos lados hasta que mi mirada se topó con la de ella.
—¿Tienes condones? —preguntó.
—No —respondí y por dentro me dije estúpido por haber olvidado algo así.
Ella fue hasta la mesita de noche, abrió el cajón y buscó, pero no encontró nada. Suspiró algo incómoda —¿Tienes la plata?
Saqué mis ahorros de mi bolsillo. Ella los tomó y empezó a contar los billetes y las monedas, luego de unos minutos asintió pues el dinero estaba completo. —¿No tienes ninguna enfermedad o sí?
—No.
—Bueno. Tendrás que sacarlo antes de venirte, ¿De acuerdo?
—Sí.
—Sácate la ropa —ordenó.
Ella se quitó de encima la capucha, se bajó los jeans y luego, con gran habilidad, se despojó de la ropa interior. Yo seguía nervioso y me desabotonaba lentamente los botones de mi camisa, pero era más por no verla desnuda.
—Yo te ayudo —dijo y se acomodó enfrente de mí y ágilmente fue quitándome la ropa. Era delgada, muy delgada, ahora que la veía bien y sin ropa pude ver lo que la capucha ocultaba; sus labios estaban pálidos y las costillas se marcaban, sus senos eran pequeños y puntiagudos y sus manos huesudas.
Quedé totalmente desnudo y por pudor intentaba ocultar mi cuerpo, cosa que ella no hacía en lo absoluto.
Se acostó a mi lado; se echó, mejor dicho, como un maniquí.
—Empieza cuando quieras.
—Yo…
—Habla más duro.
—Yo soy virgen.
— ¿Nunca has estado con nadie?
—No.
—Bueno. Yo nunca he estado con un virgen, entonces somos vírgenes los dos. —Yo seguía temeroso. Ella se incorporó y se sentó a mi lado. Sentí el calor de su cuerpo y el olor que exhalaba a desodorante barato, estaba anonadado, ni en mis fantasías más fantásticas había imaginado aquel cosquilleo que empecé a sentir en mi estómago al verla ahí, tan cerca a Capuchita roja. Acercó su rostro lentamente y me dio un beso. Entonces la tomé del rostro y me acerqué y empezamos a besarnos. Pude sentir cómo bajaba su mano y empezaba a acariciarme.

Ella me guio hábilmente e hizo todo el trabajo, cuando caí en cuenta, estaba sobre ella.

Todo terminó tan rápido como había empezado.

— ¿Lo sacaste?
—No.
—Imbécil —me dijo molesta, se paró y fue al baño. Escuché la ducha. No llevaba el tiempo, pero sabía que aún quedaba. Me acomodé en la cama y esperé a que saliese, ahora más seguro y con ganas de repetirlo.
—Vístete y lárgate —me dijo cuando salió —te dije que te vinieras afuera.
Ella empezó a tomar su ropa del piso.
Yo me puse en pie y la tomé del brazo —Aún queda tiempo —le dije y la intenté jalar a la cama nuevamente, pero ella se me resistió.
—No, suéltame —dijo molesta, pero yo apreté con más fuerza. La deseaba. Ahora que la había tenido no quería nada más. Pude sentir el hueso de su brazo que mi mano fácilmente rodeaba por completo —¡Me haces daño! —chilló.
—Ven, ven conmigo.
—No, no, ¡suéltame!

Yo era más alto que ella así que me fue fácil rodearla con mis brazos. Sentí que iba a gritar, así que le tapé la boca para que no lo hiciese. La arrastré a la cama nuevamente y ahí la doblegué a mi voluntad, pero ella se me resistía, ¿Por qué? La amaba desde el primer momento en que la vi y había pagado, era mía, tenía derecho. Forcejeamos hasta que se quedó sin fuerzas y pude volver a estar dentro de ella mientras tapaba su boca para que no gritara. Estaba tan ciego de placer, tan absorto en su mirada acuosa y asustadiza, en el entrar y salir de mi pene que cuando acabé y volví en mí me di cuenta de que su mirada se había tornado vidriosa y la inocencia que veía desde mi ventana se había perdido para siempre, pues la ahogué con mi mano sin darme cuenta.

Estaba muerto de miedo, intenté que reaccionase, pero ya era tarde. Entreabrí la puerta y pude escuchar el televisor todavía en la recepción. Tomé mi ropa y me vestí rápidamente, mi paraguas y mi dinero; cogí su ropa y la metí en la maleta y a ella la oculté bajo la cama. Apagué la luz y salí sutilmente. Para mi alivio, el recepcionista se había quedado dormido. Me fui de ahí sin hacer ruido, crucé la calle y me metí en la casa de mi abuela que seguía durmiendo. Estaba temblando cuando llegué a mi cuarto, el miedo y la culpa me comían por dentro. Revisé su maleta y me di cuenta de que sus papeles estaban ahí junto con su ropa y demás cosas por lo que decidí esconderlo todo debajo de mi cama; sin embargo, la capucha roja tenía impregnado su olor y quise quedármela para que durmiese conmigo. Me acosté abrazando la capucha, olfateándola, calmándome poco a poco a medida que inhalaba su olor. La luz de la luna llena entraba por mi ventana y yo estaba enroscado sobre la capucha como un lobo sobre la piel de un animal.

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* Tomás Cárdenas Palau reside en Cartagena, Colombia. Es estudiante de séptimo semestre de derecho de la Universidad Tecnológica de Bolívar.

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