Invitado del mes

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Es difícil precisar cuándo empezaron de nuevo sus aventuras con el alcohol. No había vuelto a tocarlo desde su reingreso en el seminario, aunque muchas veces, durante sus largas horas de soledad nocturna, se le había ocurrido la idea de hacerlo. Hubo un día en que rompió la promesa, y Father Bob regresó a las costumbres de antaño. El alcohol volvió a ser su defensa y su consuelo. Cuando el peso del día se acumulaba en su cuerpo, y el cerebro empezaba a enviarle pensamientos turbios, la idea de tomarse unas copas frente a la pantalla del televisor era su única fuente de sosiego. Aquellos malos pensamientos que atormentaban de cuando en cuando a Father Bob se referían por lo común a alguna sombra femenina que inesperadamente había surgido en el horizonte de su vida. Por ejemplo, una mujer desconocida que había recibido la comunión un domingo y luego había desaparecido para no volver jamás. La tortura de tener que olvidar el perfil de sus pechos o el contoneo involuntario de sus caderas, obligaba a Father Bob a recurrir a cualquier solución posible, y había descubierto que el alcohol quizá fuera una de las menos malas. Otro mal pensamiento podía ser el recuerdo asombrosamente nítido de una estampa pornográfica prohibida, inquietante, que había visto cuando niño y no se le borraba de la memoria. Otras veces no eran cosas del sexo; se trataba de algo tan simple y brutal como la evidencia devastadora de que el mundo carecía de sentido y de que no existía Dios, es decir, el descubrimiento de que estábamos solos. El rato ante el televisor con la copa en la mano se convirtió para Father Bob en una terapia necesaria que le permitía seguir vivo.

Su segunda víctima fue un peatón que cometió la imprudencia de cruzar la calle cuando el semáforo estaba rojo. No le echaron la culpa a Father Bob. Además, el peatón era un delincuente de raza negra que corría huyendo de la policía después de robar un cartón de cigarillos en una gasolinera. Fue él quien se metió bajo las ruedas del automóvil. Todo embarazoso y trágico, pero sin delito aparente por parte del cura, quien horas después —ya en la rectoría y por orden del Obispado— se sometió a una prueba de alcoholemia que reveló una tasa de alcohol muy superior al 0,08% permitido por las leyes del Estado. Father Bob había llegado a ese nivel de alcoholismo en que el paciente no está ya nunca borracho, pero tampoco está nunca sereno: una especie de penumbra cerebral, suficiente para alumbrar en las tareas ordinarias de la vida, aunque no para ver claro en momentos de urgencia. Como la Policía no hizo esta vez indagaciones, el Obispo decidió no tomar medidas disciplinarias que comprometieran el buen nombre de la Diócesis. Tuvo una larga conversación con Father Bob, y eso fue todo. Lo importante era que la cosa no trascendiera más de lo necesario y que el cura pudiese continuar desempeñando sus funciones como si no hubiera pasado nada. Lo destinaron a otro pueblo, no muy diferente del primero. Oficialmente fue un simple intercambio de párrocos, una de esas reorganizaciones diocesanas que tenían lugar de cuando en cuando y que no despertaban sospechas en nadie. Algunos feligreses conocían el pasado de Father Bob, pero eligieron no decir nada para darle así al cura más oportunidades de empezar otra vez desde el principio.

En el nuevo destino Father Bob pronto logró establecer sus rutinas. Sólo cambiaron algo las horas del servicio y las horas del alcohol. Todo esencialmente igual a lo de antes.

Y luego vino el tercer muerto, un niño de siete años que corría a su casa después de bajarse del autobús escolar —uno de esos autobuses amarillos en los que, antes de cada parada, se encienden unos pilotos intermitentes en su parte delantera y otros en su parte trasera, y de cuyos laterales salen dos octógonos rojos con la palabra STOP en el centro—. Tanto los vehículos que ruedan en la misma dirección, como los que vienen en dirección contraria, están oligados a frenar y a quedarse quietos hasta que esos autobuses escolares sueltan su preciosa carga y vuelven a ponerse en marcha. La razón de tantas precauciones es que los niños, agitados por las actividades del día, hambrientos, cansados, deseando llegar cuanto antes a sus casas, no se fijan en nada. Los chicos que tienen que cruzar al otro lado de la calle lo hacen sin mirar si vienen coches o no. Algunos corren como locos, a pesar de las advertencias que tantas veces les han hecho sus padres.

Troy García era el nombre del niño que murió en esta ocasión atropellado por Father Bob. Acababa de bajarse del autobús y estaba cruzando la calle a todo correr —un camino vecinal, realmente— con la mochila al hombro y los flecos de la bufanda volando al viento. En lo único que pensaba entonces era en la merienda de enchiladas que todas las tardes le tenía preparada su madre, una mujer de cuarenta años que se llamaba Rosenda García y que había emigrado ilegalmente de México con el reclamo de cosechar maíz en una granja de Nebraska. Luego se había quedado a vivir con Troy Nelson, el capataz que tenía a su cargo la supervisión de los jornaleros. Este hombre, un americano enfermo de enfisema, se fijó en los pechos de Rosenda nada más verla y la dejó embarazada a los pocos meses de estar juntos. Como Rosenda le había dicho que quería dar a luz y quedarse en América, el padre la traspasó, antes de morir, a un ranchero de un Estado vecino que tenía empleo para ella. Allí se dedicaba Rosenda a labores de limpieza. Vivía en una especie de choza con el pequeño Troy, a un tiro de piedra de la casa de los dueños del rancho. Se conformaba con su modesto trabajo y con su hijo, un chico de piel morena y ojos azules que hablaba inglés por los codos y que, a decir de la maestra, era el más listo de la clase. Troy era lo único que Rosenda tenía hasta la tarde en que Father Bob no supo frenar a tiempo y se llevó al pequeño por delante.

A los pocos días de quedarse sin hijo, la madre se abrió las venas con un cuchillo de cocina.

Los trámites legales posteriores al atropello del pequeño Troy fueron largos y sombríos para todos. Las fuerzas de la Diócesis no salieron esta vez en defensa del cura con el mismo ardor que antes. Quizá se habían dado cuenta de que llegaba el momento de ceder, de dejar que la naturaleza siguiera su curso. A Father Bob le salieron quince años en el penal de Rawlins. La Iglesia no pudo hacer mucho por él durante los años en que permaneció en la prisión cumpliendo condena y aprendiendo el oficio de soldador. Fue allí, además, donde Bob se enamoró de otro preso con el que no pudo estar mucho tiempo porque este hombre salió de la cárcel a poco de iniciarse la relación. Parece que llegaron a quererse de verdad. El ex–presidiario prometió volver a visitar a su amigo con frecuencia, pero nunca lo hizo.

Un sacerdote encargado de este tipo de funciones iba a Rawlins una vez al mes y hablaba con Father Bob de lo divino y lo humano. Entre los asuntos más tratados en aquellas conversaciones estaba el del futuro del presbítero. ¿Qué haría después de cumplir su condena? ¿Le permitiría la Diócesis reasumir obligaciones pastorales en algún sitio? Sería arriesgado hacerlo, pero tampoco había que olvidar que la mies era mucha, y los obreros pocos.

Afortunadamente para todos, no fue necesario tomar decisiones sobre esta cuestión. Una mañana, cuando el guardián de turno abrió las puertas de las celdas para que los presidiarios salieran a desayunar, Father Bob no salió de la suya. El guardián entró para ver qué pasaba, y al hacerlo tropezó con el cuerpo del difunto. La autopsia reveló que la muerte, producida por una hemorragia cerebral, había sido repentina y que Father Bob había dejado este mundo sin sufrir apenas.

NOTA

[1] Es también posible que la llamada de Dios sea a una vida de contemplación y trabajo solitarios; una llamada al ora et labora propio de la existencia monacal. Pero Bob no estudiaba para monje, sino para cura.

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* Carlos Mellizo. Profesor Emérito Distinguido de Filosofía en la Universidad de Wyoming, y también docente de Literatura Española en la misma institución, forjó un estilo propio en su calidad de prosista de ficción: Los Cocodrilos (Madrid, Indice Editorial, 1970), Historia de Sonia y otras historias (Tempe, AZ, Editorial Bilingüe, 1987), Una cuestión de tiempo (Miami, FL, Ediciones Universal, 1991), Un Americano en Madrid y otros amores difíciles (Madrid, Editorial Noesis, 1997), La lengua de Buka y otros casos singulares Ediciones Nuevo Espacio, 2004) y Antes del descenso y otras palabras finales Greeley, CO, Leyenda Publishing House, 2004). Es también autor de numerosos ensayos, y traductor de obras canónicas de filosofía y teoría política, como Leviatán y De Cive, de Thomas Hobbes, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, de John Locke, Teoría de la clase ociosa de Thorstein Veblen, Investigación sobre los principios de la moral, de David Hume y Autobiografía de John Stuart Mill, entre otras. Carlos Mellizo es Miembro Correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. En el año 2013 le fue concedida por el Estado Español la Cruz Oficial de la Orden de Isabel la Católica en reconocimiento a su comportamiento extraordinario de carácter civil como profesor e investigador.

 

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