CARTA A DEMENCIA

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carta a demencia

Por Julián Silva Puentes*

Juan, mi editor de Cronopio, me contó que la revista estaba preparando un especial del Nadaísmo. Le dije: «Presentaré un escrito que no es crónica ni cuento, es Carta a demencia». «Perfecto», me dijo, porque Cronopio hace eso: te habla de Schopenhauer y tú respondes Arroz con pollo y ellos dicen «Perfecto».

Uno de los motivos por los cuales Cronopio es tan buena publicación, se debe a que puedo decir cualquier cosa y siempre dicen «perfecto». Nunca censuran nada. No creo haberlos puesto a prueba jamás, pero a manera de ejercicio enviaré algún día algo de tan mal gusto, tan horriblemente grosero, que se verán obligados a hacerlo. No ha llegado el momento. Al menos no con Carta a Demencia.

«Es un día viernes, Demencia, dividido en dos. La primera parte, (superior) pende de la cantina donde me encuentro mientras te escribo (describo). La segunda (inferior) es a futuro, momento en el que estaré dentro de un par de horas, borracho y solo o en el mejor de los casos, borracho y contigo sentada a mi lado». CAD (Carta a Demencia).

¿Qué opina Juan? Es un extracto de mi Carta a Demencia. Lo escribí cuando tenía 25 años y creía que el mundo existía para darme lo que yo deseaba. ¿Qué deseaba en ese entonces? Lo mismo que deseo ahora. Más o menos. No quería trabajar como lo hago ahora. Tampoco quería tener la edad que tengo ahora y NO vivir de otra cosa que no fuera de esta tontería que es contar historias que nadie te ha pedido.

¿En qué se relaciona esto con el Nadaísmo? En nada, supongo, excepto que Gonzalo Arango, su fundador en la década de los 50’s, contaba historias que nadie le había pedido y era tan pobre como yo algún día lo fui.

Siento gran simpatía por las personas cuya ambición intelectual los llevó a no tener en dónde caerse muertos. Contar con grandes ideas sin un sentido práctico que las aterrice, arruinan cualquier ambición de rentista. Eso no quiere decir que el hecho de leer a Samuel Beckett te condene a llevar una vida de indigente. Se puede ser rico como Lord Byron y escribir grandes poemas antes de que te asesinen en una guerra en Grecia. Una cosa no le resta a la otra, aunque no todos los ricos son Lord Byron, ni todos los Lord Byron son poetas.

El escritor Roberto Arlt no fue pobre como el arquetipo de artista miserable del siglo XX, porque trabajaba como periodista y era inventor. Gozaba de la dignidad de no tener en donde caerse muerto pero con horario de oficina de la que gozamos (la dignidad) los asalariados. Dijo algo al respecto en el prólogo de su novela El lanzallamas: «… afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo…»

Si se pudiera ser organizado con el tiempo y el trabajo, y conocer los elusivos secretos del ahorro, podría uno hacerse de un capital para vivir de los arriendos y ahí sí dedicarse a la literatura más como un deporte que como manera de encarar al mundo. A lo mejor, de haber logrado cierta estabilidad económica, Gonzalo Arango se hubiera convertido en escritor a los 45 años en lugar de matarse en un accidente de tránsito camino a Londres de donde era su mujer.

Roberto Arlt era, tal y como se puede inferir de sus propias palabras, periodista/novelista, y le tocaba dividirse entre el deber ser y el querer ser, y eso puede ser —más de uno aquí sabe de lo que hablo— penoso, duro y motivo de aquel ostracismo que el mundo te impone cuando has llegado a la edad presente (casi la de Gonzalo Arango) y tienes mucho para contar, pero poco para mostrar. Al menos no en el sentido material de la palabra.

* * *

«Vivo en un piso muy alto. Desde mi ventana veo al microcosmos del mundo funcionar con el afán imbécil del nuevo día. Así debió sentirse Dios cuando creó el mundo». CAD.

Carta a Demencia iba a ser mi «columna» de este trimestre. Habla de un tipo (YO), que le escribe a su propia insanidad desde un bar. En aquellos días tenía una idea bastante romántica de la bebida. Ser un borracho que escribe a lo Bukowski me parecía terriblemente atractivo. «Se requiere una constitución muy fuerte para ser un borracho», dijo el actor Mickey Rourke en la película Barfly, basada en un guion de Charles Bukowski. Siendo un joven escritor admiraba esa «decadencia artística» y quería adoptarla como estilo de vida. Por supuesto, una vez que se emprende ese camino, te das cuenta de que no tienes la constitución de la que habla Henry en Barfly, y además, para crear, se debe tener la mente clara y ágil, cosa que no sucede cuando estás enguayabado.

«Luces rosadas y pintas blancas brillando desde el fondo de una lámpara de cristal». CAD.

¿Qué tal suena, Juan? ¿Suena bien? ¿Tiene sentido? Lo escribí, mi «Carta a…», cuando podía beber y al día siguiente contaba con la mente más o menos lúcida para trabajar dos párrafos, y soñar con la vida de un eremita, a la manera de Gonzalo Arango (rodeado de libros y mujeres), era una manera muy atractiva de enfrentar la vida como para no internarlo.

En Bucaramanga, con sus 25 grados de calor en la noche, me llené de historias de «pobreza por el arte», muy a la Van Gogh, y quise emular el sentido de sacrificio que exige vivir por lo que se ama. En aquellos días no tenía nada que perder. Las obligaciones eran un lastre del que huía porque el mundo es un monstruo terrible que se debe vencer con las energías de los 20 que nunca se agotan. Por eso arruinaste infinidad de oportunidades, creyendo que tocarán a tu puerta con la desesperación que tú tienes ahora por conservar tu trabajo.

Hablando de conservar tu trabajo: «Señor, es usted un viejo borracho y verde y nadie lo quiere aquí».

El «Señor» era el jefe de mi primo Jaime a quien le gustaba salir con nosotros los viernes en la noche, porque nuestras amigas eran jóvenes y hermosas. Ambos trabajábamos en un banco en San Gil (mi primer trabajo serio como aprendiz de abogado), él en el área financiera y yo en la jurídica. El «Señor» era muy amable y amigo de mi jefe y todos nos llevábamos muy bien. ¿Por qué le dije semejante horror al «Señor»? Ninguno de nosotros se acordó jamás, mucho menos el «Señor», porque el lunes en la mañana fui a pedirle perdón, imaginando que me echarían por la manera tan chunga en la que le hablé a esta persona de tan buena posición en el banco.

«No me acuerdo ni cómo llegué a la casa», me dijo el «Señor» en cuanto empecé a preparar el terreno para rogarle perdón. «¿Cuándo volvemos a salir?», terminó por preguntar. «Este mismo viernes», le respondí y nos despedimos como buenos amigos, aunque no mantuve mi palabra. Nunca más volvimos a salir con él. Era muy amable en la oficina, sí, pero cuando bebía se volvía fresco con nuestras amigas y a nadie le caía bien. Ahora que lo pienso, debía tener la edad que yo tengo en este momento. ¿Cuánto ha pasado desde entonces? ¿20 años? Suena terrible cuando se dice en voz alta. Hace 20 años trabaja en un banco en San Gil. Bebía casi todos los días y fantaseaba con que me echaran porque debía hacerme de una excusa para salir a recorrer el mundo.

La idea del paraíso, a parte de vivir a la manera de Gonzalo Arango, era vivir en una choza en alguna playa del sudeste asiático, escribiendo a la luz de una vela con el rugido del mar a 20 metros de distancia. Aun hoy, semejante imagen me llena de emoción por la persona que algún día fui. En aquellos días, mis días en el banco de San Gil, sentía un miedo animal por llevar la vida que llevo ahora: cuentas por pagar, jefes malvados, tarjetas de crédito y la imposibilidad de abandonarlo todo para huir a cualquier lugar en donde nadie dependiera de mí.

Ciertamente no pensaba en nadie. En nadie que no fuera en mi ridícula necesidad de largarme de todas partes. Le tenía terror a vivir en el mismo lugar para siempre. Bucaramanga era la única ciudad que conocía y me quejaba porque sentía que allá no sucedía nada. El calor no ayudaba mucho. 30 grados de calor a medio día y la humedad que cansa después de caminar dos cuadras, tipo Barrancabermeja, ciudad en donde viví tres meses para dar por terminada mi práctica en derecho, era como para acabar de sudar toda la poesía que llevabas dentro.

No hablaré del calor y los zancudos de esas dos ciudades, porque ya lo hice en muchas columnas como la presente. Si las menciono aquí, es para recordar al niño de 25 años que una vez fui cuando escribí «Carta a Demencia», que es la pieza que planeaba enviarle a Juan, para redimir a ese YO del que si acaso me acuerdo hoy al releer un pedazo de vida al que le puse de nombre algo que nunca conocí: la demencia.

* * *

Cuando no eres un excéntrico genial tipo Dalí, un demente, debes apoyarte únicamente en tus ganas de salir adelante. Con la literatura es un esfuerzo neroniano que exige todo de ti. Así como lo dijo Arlt, para quienes no vivimos de las rentas y no tenemos «tiempo, o sedantes empleos nacionales», es el amor al arte y pasártela con el miedo a no tener cómo pagar el arriendo, la manera que elegiste para vivir. Imagino que la misma gente de Cronopio se la pasa pegada al techo los domingos en la noche pensando de dónde va a sacar para pagar el recibo del agua, ahora que su contrato de prestación de servicios está llegando a su fin, y además debe sacar fuerzas de donde no las tiene para continuar con la revista que dudo mucho les dé para hacerse millonarios.

Últimamente pienso mucho en ser millonario. Debe ser más divertido que escribir en un café oscuro del centro de Bogotá al lado de los juzgados, soñando con el concurso de literatura que llevas 20 años de retraso en ganar. No digo que sea fácil, pero con siete tasas de café negro al día y una lata de Red Bull (sugar free, porque la diabetes es un demonio al que debes evitar), puedes crear historias que no llevan a ninguna parte, pero que hacen tu vida más llevadera.

Leí alguna vez que Gonzalo Arango le escribió a su amigo el artista Fernando Botero, pidiéndole que le regalara una pintura para que pudiera venderla y con el dinero irse a vivir a Inglaterra con su novia Angelita. «Prefiero pasar frío en Londres que irme al Chocó a cosechar chontaduros», le dijo Gonzalo al pintor. Porque tener que escoger entre comer en un buen restaurante y pagar el recibo de la luz, no es tan divertido como suena. Vivir a base de lentejas con salchichas puede ser muy duro cuando has conocido el confort que da el dinero.

Todos nosotros lo hemos vivido alguna vez. El confort del dinero. Algunos lo han vivido siempre y otros a ratos, cuando el trabajo va bien y sabes que en el banco te espera una bonita suma que te sacará de apuros. Mi YO de 25 años, el que leía a Gonzalo Arango, me habría llamado «vendido» por hablar de confort, trabajo y dinero. No lo culpo. El romanticismo de los 20 es demasiado hermoso como para dejar de vivirlo con las consecuencias que trae el «no futuro». Así como no tuvo ninguna consecuencia el haber insultado al jefe de mi primo Jaime, tampoco lo tuvo abandonar la vida que llevaba en Colombia para viajar por el mundo sin pensar que algún día tendría la edad que tengo ahora, salvo tal vez por el hecho de que me va bien en mi trabajo, pero no tengo ninguna clase de dinero en el banco y además pago arriendo (ridículamente costoso) y viajo de vez en cuando con Diana, porque viajar, comer y beber bien son de los placeres más grandes de la vida. No por ello dejas de notar que las energías disminuyen con el tiempo, y quisieras verte más como un rentista que escribe en una «vila» en Ho chi minh city, en lugar de robarle tiempo a la mañana haciendo esto que haces ahora, porque se te hace tarde para irte a «defender el espacio público de Bogotá», que es tu trabajo, y a falta de playa, brisa y mar, tienes a un sinfín de ciudadanos que insultan a tu madre sin conocerla, porque les pides que muevan su carro de arepas a la otra esquina. A Girardot (nunca he estado en Girardot), o al mismísimo infierno, con tal de que no se queden en el mismo lugar toda la mañana. Repito: a falta de Ho chi minh city, debo salir a trabajar haciendo esto que NO hago ahora, porque el arriendo y los servicios no se pagan solos.

Ser un oficinista de 44 años que habla mal de su jefe podrá ser divertido en papel, pero vivir la angustia de que se acabe tu trabajo porque le caíste mal a tu nuevo jefe, hace de tus días un infierno que te quita el sueño y el hambre. En realidad puedo dormir y comer como un sibarita, incluso en las circunstancias más duras, sin embargo, en la vigilia del día no dejas de pensar en «qué pasará si me quedo sin trabajo y no tengo para pagar el recibo del gas». Semejante angustia le quita el romanticismo a la vida, porque al fin y al cabo, dormir en una cama caliente bajo un techo que te proteja de la lluvia, es mejor que hacerlo en el sofá de un amigo con aquella expresión de tolerancia que siempre está a punto de acabarse.

* * *

«Desde mi ventana veo al microcosmos del mundo dándose de tumbos entre sí con el afán del nuevo día. Así debe sentirse Dios, me digo, ausente del mundo, pero de alguna manera parte de él». CAD.

¿No está mal, cierto? Para un niño de 25 años, no está mal. No está muy bien tampoco, pero qué más se le puede pedir a ese joven que no había escrito su primer relato completo. Contaba con la energía y la disposición de llegar a ser pobre en nombre del arte. No sabía lo que era ser pobre, ya que mi familia es acomodada. Mis hermanas, mi madre y yo nunca lo fuimos (pobres tampoco), pero mis tíos tenían una muy buena situación y eran generosos conmigo. Cuando mi papá tuvo problemas financieros, fueron ellos y mis hermanas quienes ayudaron con mi universidad.

—Tío, necesito un computador portátil —dije como si fuera comprar cuaderno y lápices.
—Claro que sí —me respondió—. Me pagas a cuotas cuando tengas trabajo.

El trabajo tardó tres años en llegar y le pagué dos cuotas nada más. Hasta el día de hoy siento vergüenza por haberle quedado mal, especialmente cuando era tan generoso conmigo. Todos lo eran. Mis hermanas me pagaron la mitad de la universidad y yo amenazaba con abandonar los estudios para dedicarme a la literatura. ¡Qué tipo tan caradura! Desagradecido y caradura fui en ese entonces. Mi tía Esperanza decía:
—Gradúate y después pones el diploma en la silla coja de la sala para nivelarla.
—No necesito convertirme en abogado —le respondía—. Cuando gane mi primer concurso, tendré fama y fortuna suficiente para dedicarme a escribir tiempo completo sin darle cuentas a ningún jefe.

No pensaba en ese entonces que, de alcanzar reconocimiento como escritor, no tendría qué darle cuentas a un jefe sino al editor y a los miles de lectores que tendría en el futuro. Sobra decir que no he ganado mi primer concurso, pero sí tengo miles de jefes en la forma de la ciudad de Bogotá. La gente de Cronopio no me pide que cambie nunca nada de mi columna, cosa que agradezco mucho. En ese sentido he sido fiel a lo que le dije a mi tía Esperanza, con la diferencia de que mis lectores no son mis jefes (mi mamá, Diana, el tío Fernando y Néstor son mis únicos lectores comprobados), sino Bogotá y los miles de ciudadanos que pagan mi contrato.

Me pregunto con quién podría hablar para que me suban los honorarios de mi contrato. ¿Con el alcalde Mayor? Lo vi de lejos en un operativo nocturno hace un par de meses, y llegar a él, en caso de que quisiera hablarle del gran tipo que soy, requiere de contactos en las esferas más altas del Gobierno. «Discúlpeme señor alcalde —le diría en cuanto lo viera—, mi nombre es Tetragamenom y vengo a decirle cómo solucionar el problema del agua en Bogotá». Soñar con que salvas el partido a tres minutos de terminar el juego, es una de las pocas fantasías que me quedan de niño. Rescatar a un bebé de un edificio en llamas también. Ni una ni otra quimera la he materializado yo. Debido a que del único accidente del que he sido parte —fue a mí a quien rescataron—, jamás he estado en una posición heroica que valga la pena contar aquí. Tampoco tuve alguna vez la oportunidad de hablar con la anterior alcaldesa de Bogotá, ni con ningún congresista tampoco. En cierta ocasión le pedí personalmente al gobernador de Santander, un hombre de apellido Aguilar, que me financiara un viaje a la Argentina para presentar mi novela Pirotecnia pop. Recuerdo la cara que puso cuando lo abordé en la casa de Luis Perú de la Croix (casa de historia de Bucaramanga), y le dije delante de los miembros de la academia:
—Gobernador, mi nombre es Fabián Santa —estaba tan nervioso que dije mal mi propio nombre— y quiero pedirle que me ayude a representar las letras santandereanas en la república de Argentina.

Los miembros de la academia, demasiado viejos como para recordar que me veían viendo asistir a sus disertaciones por más de dos años, me miraron como diciendo «quién es este colado», o «¿es usted de los Santa de Barichara?».
—Señor Danza —me respondió el Gobernador con un fuerte apretón de manos sin dejar de mirar a su fotógrafo— hable con mi asesor de despacho para que estudie la factibilidad de su requerimiento.

El asesor de quien hablaba se encontraba en un rincón del salón abajo de la bandera de Colombia, y me dijo, en cuanto le ofrecí mi mano para saludarlo:
—Señor Tanza, el gobernador agradece su participación en el evento cultural de la república de Bolivia, pero en el momento no contamos con recursos para su viaje. En todo caso nos llena de orgullo que un hombre de su talla nos represente. ¡Suerte!

Me di la vuelta y salí de allí sintiendo una gran decepción. No sé por qué había imaginado que la gobernación me ayudaría con los tiquetes de avión para un viaje que no traería ventaja política para nadie. En todo caso, me sentí muy triste y maldije mi mala fortuna a la hora de elegir una vocación que me traía más decepciones que alegrías. «¿Por qué no me fui de oficial al ejército como mi amigo Andrés?, me dije en ese momento. Mi amigo Andrés, si es que alguien quiere saberlo, es en este momento juez penal militar. Empezó conmigo en la universidad y por fortuna suya no escogió la profesión de letrado varado como mis amigos de Cronopio y yo. ¡Mentira! A lo mejor los amigos de Cronopio son herederos de una concesión de tierras para sembrar caña de azúcar en Cali. No lo sé. Jamás les he preguntado. Sin embargo, volviendo a mi viaje a la Argentina, al final logré llegar sin la ayuda del gobernador.

Cuando alguien dice «Argentina» todos pensamos en Buenos Aires y Bariloche. El evento al que asistí era en un pueblo en el desierto, casi lindando con Chile, llamado Tinogasta, en donde no había feria cultural, sino más bien un evento regional al que asistiríamos diez gatos, contando al amigo que me acompañó.
—Pueden quedarse aquí —nos dijo la persona que nos recibió en un colegio muy antiguo en el que habría de celebrarse el evento, y en el que debíamos dormir en un par de catres dispuestos en medio de un patio de cielo abierto con la veintena de salones vacíos y pasillos y ecos de la enorme casona que según nos dijo el encargado, tenía 300 años de antigüedad—. Dejen aquí las maletas mientras dan una vuelta por el pueblo. El evento empieza en dos horas y el desierto es muy bonito al atardecer.
—Ya volvemos —dijimos sin dejar ninguna maleta, porque esa misma noche nos quedamos en un hotel lejos de los fantasmas que debían rondar aquel colegio tenebroso, y regresamos al día siguiente a Buenos Aires en donde estuvimos de fiesta una semana.

¿Qué habrá pasado con aquel señor Aguilar, el gobernador de Santander del 2013? Hace mucho no escucho de él, pero deben irle bien las cosas. A esa gente siempre le salen bien las cosas, así se quede sin trabajo. Hablando de imaginar cosas ¿qué tiene que ver todo esto con Gonzalo Arango? Supongo que nada. A lo sumo, las cosas que le pasaban, las aventuras que tenía y de las cuales escribía en su columna de la revista Cromos, como la titulada «Chocó» de julio de 1966 (una de las piezas literarias más divertidas que he leído jamás), servían de combustible para sus crónicas autobiográficas. Lo mismo hago yo muy a la manera de Roberto Arlt, pero en este lado de América, y a riesgo de sonar muy parecido a lo que hacían ellos (juro que si me copio de alguien, ese alguien es Céline), declaro que soy lo más original que alguien a quien las lecturas de Voltaire y Rebelais le cocieron la cabeza haya visto, porque mis maestros son mis viajes y todos los libros que he leído desde que emprendí esta aventura cuesta arriba de la literatura (liber meus est magister meus) que si acaso, a lo sumo, me ha traído un sinfín de anécdotas para contar. Muy parecido (no idéntico) a Gonzalo Arango.

En todo caso, somos hijos de nuestras influencias, y negarlas es como decir que eres el bastardo de tu padre. Gonzalo Arango decía muchas cosas que no entendí nunca: el Nadaísmo no lo entendí cuando tenía 25 años y no lo entiendo ahora. No estoy tratando de hacerlo tampoco, porque para las ideas abstractas soy más bien lento, ya que me atraen las cosas concretas, de colores chillones y tan obvias que no debo analizarlas para comprenderlas. Como lo siguiente:

«Soy Dios —grito desde el balcón de mi octavo piso— ¡Únanse a mí o mueran! me quedo esperando a que alguien grite de vuelta. Nadie lo hace. Nadie se detiene. La gente corre y los carros aceleran sin llegar a ninguna parte. Ya nadie cree en Dios como para tenerle miedo —me digo sintiéndome muy triste de repente—. No sé por qué lo hago, pero me siento tan triste que quisiera morirme». CAD.

¡Qué dramático era en ese entonces! Cuando recién empecé a escribir, creí que la literatura se hacía vestido de negro en un sótano, con el pelo largo y la barba de una semana, a la luz de la vela y escuchando a Bach en clavicordio. El arte, al menos en aquellos días, era un acto desesperado por encontrarle sentido a la vida. Aún lo sigo haciendo, buscarle el sentido a la vida, pero desde una mirada más humana, empática y ridícula. El ridículo que conlleva nuestros esfuerzos magnos por salir de pobres para ser ricos y famosos y tener poder sobre otros. Sobre otros que quieren lo mismo que tú, aún a costa de tu propia riqueza.

¿Fue claro lo que acabo de decir? Todavía debo tener algo de ese YO de 25 años que escribía mucho, pero que no tenía nada qué decir. De igual forma, no tiene mayor sentido (o sustento), lo que voy a decir a continuación: los países que se encuentran al norte de cualquier parte son menos pobres que los del sur. Arriba de Colombia, en el centro de América, todos están vaciados a excepción de México (cómo extrañamos a México). No diré que son «pobres diablos», porque alguien se ofendió muchísimo la última vez (la gente se ofende muchísimo con cualquier cosa). Un poco más arriba, en Canadá y USA, el nivel de pobreza es mucho menor que el del resto de América. Jamás he estado en ambos países, pero tengo la certeza de que un mesero en el norte puede tener su carro y pagar un arriendo servido de su trabajo, que es justamente servir mesas. En Colombia un mesero, por lo general, es tan pobre como un mecánico, un fontanero, un barrendero, etc. Quien tenga mucho dinero en Colombia y sea mesero, me perdonará el error. Si es el caso, me disculparé en la siguiente columna para que Juan mi editor, Diana, el tío Fernando, mi madre y Néstor, sepan que lo siento mucho. 


Nunca es mi intención la de humillar a alguien y mucho menos por su situación económica. De hecho, si admiro a la gente es por lo que sabe, lo que lee y lo mucho que ha viajado. Que no tengan en dónde caerse muertos, y aún así mantengan su curiosidad intelectual, me llena de admiración. La introspección y soledad que requieren el mundo de las ideas no van de la mano con los distractores que trae el confort. Demasiado dinero aleja a las mentes más fecundas del natural interés que tenemos todos por conocernos a nosotros mismos. Sea lo que eso signifique.

¿Qué tiene que ver todo esto con Gonzalo Arango? Nada, supongo, excepto que es para mí la imagen perfecta del intelectual pobre del siglo XX. En Sudamérica, para ser pobre no hay que ser artista. El pintor Fernando Botero fue al colegio con Gonzalo Arango y no era pobre. Fueron buenos amigos, pero Botero no era pobre. Si lo fue algún día, no lo sé. No sé nada de la vida de Botero ni de Fernando Arango, excepto por lo que leí cuando tenía 25 años y escribí «Carta a Demencia», movido por la hermosa ingenuidad y energía inagotable de esa edad.

Es debido a esto, Juan, que quisiera proponerle enviar a manera de «salvamento de voto» mi «Carta a Demencia», para que quien termine de leer el presente, se entregue a la triste tarea de revisar algo que hizo un joven en otra vida y del que no me queda nada excepto un poco de energía creativa temprano en la mañana y la ambición de ganarse un concurso de literatura que lo haga rico para alejarlo de una vez por todas de la abogacía. Hablando de abogacía, «salvamento de voto» es lo que hacen los magistrados que no están de acuerdo con una sentencia, y escriben sus motivos de inconformismo. Lo llaman «salvamento de voto» y nadie lo lee. Entonces, ¿lo hacemos, Juan? ¿Dejamos Carta a Demencia al final de esta crónica que no es acerca de los Nadaístas ni de Gonzalo Arango, sino de mí? No. dejemos las cosas como están. A nadie le importa el salvamento de voto y siento que ese joven de 25 años merece algo mejor. Desde ese entonces estoy tratando de volverme rico con los concursos de literatura. Justo ayer me enteré de que no gané el Herralde del 2024. ¡Otro año más que deberé mi sustento a la abogacía! No es una mala vida la que llevo; por el contrario, tengo todo lo que un hombre de mi carácter quiere y necesita. Ayer, por ejemplo, llegué a casa después de trabajar trece horas y Diana me tenía una Club Colombia helada y sancocho.
—¿Cuándo aprendiste a preparar sancocho? —le pregunté.
—Es un secreto —respondió.
No se me pasó que en la nevera hay una publicidad del nuevo restaurante de sopas que pusieron cerca al apartamento.
—Te quedó buenísima —respondí, mirando la caja del domicilio en el mismo mesón de la cocina en donde estamos comiendo.
—Mañana aprendamos a hacer fríjoles a lo paisa —le propongo.
—Son demasiado pesados.
—A Gonzalo Arango le gustaban mucho los fríjoles —digo sin estar seguro de ese hecho.
—Él era de Medellín, ¿cierto? —pregunta Diana.
—No sé —respondo.

Terminamos de comer y nos vamos a la cama a ver Lost en la televisión.

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* Julián Silva Puentes es abogado de la UNAB de Bucaramanga (Colombia). Vivió tres años en Australia, donde hizo un diplomado «in Bussines». Tiene una novela publicada con la editorial independiente Zenu titulada «Pirotecnia pop», la cual presentó en la FILBO de Bogotá en 2011, 2013, 2017, la FILBO de Lima 2011 y la de Guadalajara 2013. Tiene cuatro cuentos publicados en la revista Número: «El reloj de cuerda»(2006), «Cadencias de un clima sario» (2008), «Feliz viaje señora Georg» (2009) y «El loco Santa» (2010). Fue finalista del Floreal Gorini Argentina con «Las tetas fugaces de Marielita Star» de Argentina (2015), y del Oval Magazine con «Gretchen’s pink pantis», el cual fue publicado en Malpensante. Tiene un libro en trabajo de edición que se presentaó en la FILBO de Bogotá este año (2018) titulado «Que el Diablo me lleve si me voy de la Luna». Se trata de una compilación de artículos de opinión que escribió para la Revista Dossier y la editorial Zenu (es la editorial que publicará este libro) cuando estaba en Australia, cuyo tema es la vida de los inmigrantes en AU, los trabajos que hacen para vivir, etc. En ese libro, a manera de bonus track, añadió el par de cuentos «Las tetas» y «Los calzones». En Colombia ha trabajado como abogado siempre. En la actulidad trabaja en Bogotá en una firma dedicada

1 COMENTARIO

  1. Conozco a Julián Silva Puentes y puedo decir, sin riesgo a equivocarme, que es un hombre inequívocamente brillante. Espero no equivocarme en esto último.

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