Mi marido y yo íbamos por leche, la familia a dónde íbamos eran muy amigos de los comandantes de la guerrilla. Ellos tenían una hija que se llamaba Paola, estaba enamorada de alias «Casicura», cuando la guerrilla entraba al pueblo ella se desaparecía durante todo ese lapso de tiempo. Un día decidió irse a la guerrilla atrás de Casicura, su madre muy asustada fue donde los comandantes y les rogó que le devolvieran a su hija y ellos hicieron una excepción con ella, porque la conocían hace mucho tiempo y fue un caso especial, porque el que entra al grupo armado no sale y si sale no dura mucho tiempo vivo.
Casicura le dio dos opciones a Paola; o se quedaba en la guerrilla o se iba con su familia, su madre se le arrodilló y le imploró, y ella decidió irse con su familia. Duró dos meses en las FARC y cuando se fue con su familia, ellos salieron de Peñas Coloradas porque querían llevarse a sus otros hijos varones.
Enseñar me ha apasionado mucho, yo dictaba clases de español, quería enseñarle a los estudiantes algo más que a leer y escribir. Quería enseñarles a pensar, a ser libres al menos con su mentalidad, es como ese sueño casi imposible que tenemos los educadores y muchas personas de cambiar el mundo, y tratamos de poner nuestro granito de arena, en mi caso enseñando a los niños de primaria.
Hacía el intento de que vieran que nada bueno encontrarían en la guerrilla, porque había demasiados jóvenes yendo a la guerrilla creyendo que sus vidas mejorarían allí, yo solo quería abrirles los ojos, quería que le cogieran amor al estudio, que aprendieran más valores, a ser tolerantes y respetuosos frente a la oposición que se dé con su pensar, que se dieran cuenta que la vía más fácil para salir del infierno que es la guerra, es estudiando y que así, ellos también ayudarían al cambio, porque lo que se vivía y lo que estaba por vivirse allí, no era vida para nadie. Pero la guerrilla les arrebató la oportunidad de crecer y tener una vida normal, y ese fue el error que cometí con mis hijos: el habérmelos llevado para Peñas Coloradas implicaba no volver a saber de ellos y solo uno es varón y aunque ya tenga familia, sigue siendo mi bebé.
En una de las tantas reuniones a las que convocaba las FARC, nos avisaron que teníamos que salir del pueblo porque iría el ejército y bombardearía el caserío porque al parecer nos consideraban como cómplices de las FARC y pues sí, habían milicianos e incluso muchos jóvenes se iban a las filas porque querían una mejor oportunidad de vida, además, si el gobierno nunca les brindó una propuesta legal para trabajar, o alguna clase de ayuda ellos debían subsistir con algo.
Un 25 de abril del 2004 llegó el ejército, con la operación JM, pero llega a arruinar el pueblo por completo. Nos sentíamos entre la espada y la pared, en medio del combate de ambos grupos armados, al final nos tocó salir ahí. Cuando el ejército llegó se posesionaron completamente del pueblo, se adueñaron del centro médico, de la escuela y por más que insistí, no tuve más opción que salir con mi familia de allí antes de que acabaran con nosotros también.
Empezaron a poner trincheras en las puertas de las casas, nos filmaban todo el tiempo, e incluso vivían señalándonos, eso nos llenó de terror. Teníamos miedo, mucho miedo de que la guerrilla se enfrentara con el ejército en medio del pueblo, y ahí empezaron a violar los derechos humanos; torturas, secuestros, etc. Por seguridad, decidimos empezar a salir de ahí por un tiempo, pues éramos tan ilusos que creíamos que el ejército duraría muy poco en el pueblo, pero el Estado solo quería vernos fuera de esas tierras a como diera lugar. Parece que el operativo no fue solo para sacar a las FARC de allí, sino, para desterrarnos a nosotros.
Despojaron y desplazaron a 800 familias y literalmente las dejaron sin nada, salimos con lo que teníamos puesto, porque el ejército ya se metía a las casas y las saqueaba y siempre decían «ahora somos nosotros quienes mandan». Parece que de tanto querer acabar con la guerrilla, terminaron volviéndose como ellos, que duro que ha de ser terminar siendo igual a tu enemigo. Las familias dejábamos todo cerrado para que nadie se llevara nada y cuando decidimos volver (en mi caso personal) y volví por las cosas de mi casa, éstas ya no existían, saquearon todo lo que tenía, lo que servía se lo robaban, y lo que no servía, lo quemaron.
Salimos del pueblo a mediados de junio de 2004. Cuando salimos del allí con mi familia, lo hicimos en bote, duramos casi un día, y las pirañas prácticamente nos comían. Nos fuimos a Cartagena del Chairá, donde teníamos una finca donde mi marido se puso a trabajar en un carro de leche y yo termine trabajando en la Cruz Roja de Cartagena. Mis hijos siguieron estudiando, pero nos tocó salir de ahí también, porque después del asesinato del papá de mi nieta, siguieron en busca de ellas, así que tuvimos que vender la finca para poder venir a Florencia finalizando el año 2004, y acomodarnos de nuevo, pero con la ayuda de Dios y de mi familia, esta vez la estadía acá, sería mucho más larga y si se puede «acá me voy a morir».
Las otras personas que salieron de Peñas Coloradas huyeron a Cartagena del Chairá y los que pasaron por desplazados pudieron conseguir casa en una ciudadela que hicieron en Cartagena para ellos, otros fueron al Huila, otros más vinieron a Florencia y a otras partes del país.
Actualmente se sigue dando la pelea por recuperar las tierras y aunque el gobierno diga que podemos volver a las tierras, es mentira, todo es mentira, las organizaciones de los desplazados llevan alrededor de 3 años luchando las tierras y aun no les solucionan nada.
Lo digo y me sostengo por los siglos de los siglos, nosotros fuimos desplazados por el Estado Colombiano, violaron nuestros derechos, no nos tomaron en cuenta para nada, nos han ignorado desde siempre y aunque los habitantes que tenían sus propiedades en Peñas Coloradas han tratado de volver, el ejército no lo permite.
El gobierno siempre nos ha dicho que después de que sacaron a la guerrilla de allá, podríamos volver de nuevo, pero tienen una base militar allá que se denomina «Fuerza de Tarea Conjunta Omega», siempre hay retenes y cosas así. Ya del pueblo no se reconoce nada. He hablado con otras familias desplazadas y han dado la lucha legal por sus tierras, pero es casi imposible volver allí y lo más verraco, es que ellos no pierden la esperanza de volver algún día al lugar que los vio nacer, donde tienen todos sus recuerdos.
Siempre vamos a vivir engañados si no preguntamos, seguramente mi nieta no sabía que ella había sido víctima directa del conflicto armado y como igual nunca le hablé del tema.
Quien narra esta historia es mi abuela, Maria Alicia Villareal y quien la escribe soy yo, su nieta, Natalia Andrea Gasca.
Natalia Andrea Gasca
Programa de Derecho
Semillero Inti Wayra-Universidad de la Amazonia
FRAGMENTOS HISTÓRICOS DE SEGUNDA GENERACIÓN
Recuerdo mi infancia desde los cinco años de edad. Solía despertarme a las seis de la mañana y me dirigía siempre a la mini tienda que tenían mis padres en la misma casa, donde residíamos juntos con mis dos hermanas y mis tres hermanos; me gustaba hacer eso todos los días porque mis padres me recibían con un abrazo y un beso, pero además siempre me tenían listo un vaso de tetero con un pan, esa era la rutina diaria de mi infancia.
Mi madre es oriunda de Planadas, Tolima, y mi padre de Rivera, Huila, ambos víctimas de la violencia partidista de los años cincuenta, que provenía de una sumatoria de violencias generadas por la ambición del poder y la riqueza, motivos eternos que han generado las desigualdades más terribles e injustas de generación en generación durante los últimos doscientos años de historia.
Nací en un asentamiento humano llamado Santa Isabel y este barrio era conocido como el barrio de los milagros, porque según cuentan, todo lo que desaparecía en otros sectores aparecía allí. Yo siempre he pensado que esas versiones sobre la comunidad que vivía en este conjunto de viviendas hechas de tablas, barro, tulas, telas y cartón, con pisos frescos y limpios de tierra, y techos de paroi (mezcla entre cartón y tapagoteras), era más un estigma que una verdad, pues siempre se han señalado a los barrios más pobres como madriguera de ratas, con el único pretexto de ignorarlos para ocultar la incapacidad estatal de garantizar la atención a las necesidades mínimas que merecen tener los seres humanos que habitan estos sectores vulnerables. Esa estrategia sigue vigente y se repite año tras año.
A los nueve años de edad quedé huérfano de padre, producto de un derrame cerebral y de una pésima atención médica, pues los galenos no lograron controlar la hemorragia que salía por sus fosas nasales; razón por la cual fue internado en el hospital departamental durante dos meses, pero el desconocimiento de las causas de tal enfermedad, la falta de control preventivo y la falta de equipos y profesional médico no permitieron que su vida continuara.
Mi madre, con mucho esfuerzo y dedicación, trabajaba de día y de noche para darnos el sustento diario a mis hermanos y a mí, no había tiempo para ella pues no paraba de trabajar y cuidar a sus hijos para sacarlos adelante, como siempre lo manifestaba; ella y mi padre se habían prometido darnos todo lo que a ellos la pobreza, el abandono del Estado, los conflictos sociales y políticos les habían negado.
La situación económica no nos permitió estudiar sino hasta el grado quinto de primaria. Mi madre, a pesar de su esfuerzo, luchaba muy duro contra la corriente para sostener y soportar la carga de siete personas, mis hermanas se encontraban en la época de pubertad y mis hermanos y yo entre niños y adolecentes, motivo por el cual nos vimos en la obligación de iniciar nuestra actividad laboral a los trece años de edad.
A los dieciseis años de edad, decidí seguir estudiando para iniciar mi formación media en un colegio nocturno, debido a que tenía mi obligación laboral para ayudar a mi madre y mis hermanos. Fue una época dura para mí, pero las ganas de estudiar alivianaban esos momentos difíciles, solo tenía tiempo para trabajar y estudiar y en los espacios de descanso y de alimentación hacia mis tareas y leía un poco. También tuve la fortuna de tener docentes que entendían y conocían a fondo la situación de los estudiantes de esa jornada, pues para ellos estaba claro que si estudiábamos a esa hora era porque teníamos obligaciones laborales o porque no teníamos otra forma de garantizarnos nuestra formación para ser competitivos laboralmente; así nos lo hacían saber.
En esa etapa de mi vida entendí muchas cosas que no comprendía antes, como el de saber que la violencia de la época se inició en el año cuarenta y ocho a raíz del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, un jurista político Defensor de Derechos Humanos, que reclamaba justicia para las clases sociales más pobres del país, era un ser humano que interpretaba el querer popular, decían mis padres y a esos comentarios yo no les prestaba atención, porque pensaba que eran historias pasadas que no me incumbían y que nada sacaba con conocerlas, además porque siempre pensé que no me servían para nada.
De los docentes que tenía, dos pertenecían a un partido político diferente al partido que apoyaban mis padres, eran docentes que leían mucho e insistían en que la única forma de entender nuestra razón de ser, era conociendo nuestra historia de vida, la de los antepasados, la de los que nos rodean y la de los que influyen en nuestro diario vivir; fue allí donde me motivé a leer algunos libros que nos recomendaban nuestros maestros y en esos libros entendí los fragmentos de historias que de vez en cuando se les venían a la cabeza a mis padres, los cuales contaban a medias porque les generaba tristeza y dolor. También en esos libros comprendí la razón por la cual vivíamos en un asentamiento humano abandonado por el Estado y en una ciudad que no pertenecía a la tierra natal de mis padres.
Mi madre es la mayor de sus hermanos y desde los trece años de edad le tocó trabajar en la finca de mis abuelos, cogiendo café, cargando leña, sembrando huertas, cargando plátanos, lavando ropa, cuidando a sus hermanos, haciendo de comer para su familia y para los trabajadores que conseguía su padre en épocas de cosecha. No tenía un minuto de descanso, ni había la oportunidad para estudiar, porque existía la creencia de que el estudio no servía para nada, si querían conseguir algo tenían que trabajar y si conseguían marido, ellos las iban a mantener; por esa razón mi madre con esfuerzo propio solo aprendió a leer y a escribir.
Un fragmento de su historia me dejó marcado para siempre, pues a la finca llegó la noticia de que había una matanza en el pueblo entre «pájaros» y «cachiporros», los primeros perseguían a los segundos, violaban a sus esposas e hijas, les quemaban sus viviendas, les quemaban sus cultivos, los asesinaban a cuchillo y machete, los descuartizaban y tiraban sus restos al rio o a los perros, los desplazaban y les robaban sus tierras. «Eran épocas difíciles», decía mi madre con lágrimas en los ojos, no entendía porque tanta crueldad, si lo único que hacían sus padres y su familia era trabajar y trabajar, para vivir en paz.
La violencia se acercaba a su vereda, mis abuelos y mi madre junto con mis tíos dormían en los cafetales, pues los pájaros solían llegar en las horas de la noche a las fincas, porque se les facilitaba descargar su furia y ocultar su identidad, ya que la mayoría de ellos eran funcionarios estatales que hacían parte de la policía local.
En esos momentos de zozobra y desde el patio de la casa, la sorprendió el saludo a gritos de un señor que llegó antes del anochecer a la finca de mi abuelo, mi abuela reaccionó inmediatamente y escondió a mi madre y a mis tías debajo de una cama, los muchachos y mi abuelo no habían llegado de la cosecha y mi abuela estaba haciendo los preparativos para irse a dormir a los cafetales; el señor resultó ser primo de mi madre por parte de su padre y mi abuela al reconocerlo le respondió el saludo con malicia y le ofreció un vaso de agua de panela, el preguntó por mi abuelo y mis primos. La abuela respondió diciendo que no estaban en la vereda, que estaban trabajando en otra finca y el primo le preguntó si alguien más los había visitado en esa semana. La abuela respondió que no, al escuchar esa respuesta dijo: «vengo con la orden de matar a todos aquellos hijos de puta que se hacen llamar liberales y tenemos entendido que en esta vereda hay varios de ellos. Si no quieren morirse es mejor que se vayan de la región, no les hago daño porque son familiares, pero si se quedan, los otros que vienen detrás de mí no van a tener consideración». Era uno de ellos, decía mi madre. Se tomó el vaso de agua de panela, se despidió y se fue por el mismo camino por donde llegó.
Mis abuelos no tuvieron mas que hacer si no huir y dejar todo votado, solo salieron con la ropa que tenían puesta y atravesaron la montaña, pues sentían el temor de encontrarse a esos tipos por el camino que normalmente conducía a la finca. Caminaron varios días para llegar al pueblo más cercano y en el trayecto encontraron casas quemadas, personas asesinadas y otras familias que iban como ellos huyéndole a la violencia. Se fueron para nunca más regresar.
La familia se dividió, mis abuelos cogieron para otras tierras y mi madre para el Huila. Allí conoció a mi padre que también había padecido los rigores del conflicto, ellos sin estudio y luchando contra viento y marea en una ciudad que no conocían, donde eran despreciados y marginados por ser «afuerunos», así les decían, solo contaban con la fuerza de sus brazos, tratando de olvidar el pasado, para vivir el presente y el futuro.
Mi padre consiguió trabajo como ayudante de una estación de servicio y mi mamá como empleada de servicio doméstico, pagaban arriendo en una habitación porque no les alcanzaba para más, pero al saber que muchos desplazados como ellos habían invadido unas tierras para construir sus viviendas, decidieron participar de ese proceso y fue allí donde yo nací.
José Eduardo Manjarrés Montiel
Programa de Derecho
Semillero Inti Wayra-Universidad de la Amazonia
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La columna Cicatrices de Guerra Cronopio recoge relatos de jóvenes sobrevivientes del conflicto armado colombiano, estudiantes de la Universidad de la Amazonia y de lideresas del movimiento de víctimas, construidos desde el Semillero Inti Wayra, la Oficina de Paz y la Cátedra de Sociología Jurídica de la misma universidad. Estos relatos aparecerán en el libro «Huellas de una historia, voces que no se olvidan».