CINCUENTA AÑOS DE CIEN AÑOS
Por Valentina Carvajal Mosquera*
Entre los acontecimientos que se conmemoran este año (2017) en el mundo de las letras, se encuentra la publicación, hace cincuenta años, de la obra que le permitió al colombiano Gabriel García Márquez ganar el Nobel de Literatura en 1982. En «Cien años de soledad» se pueden leer las siguientes palabras:
Por fin, un martes de diciembre, a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su tormento. Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento:
—La Tierra es redonda como una naranja.
Toda la aldea estaba convencida de que José Arcadio Buendía había perdido el juicio, cuando llegó Melquíades a poner las cosas en su punto. Exaltó en público la inteligencia de aquel hombre que por pura especulación astronómica había construido una teoría ya comprobada en la práctica, aunque desconocida hasta entonces en Macondo, y como una prueba de su admiración le hizo un regalo que había de ejercer una influencia terminante en el futuro de la aldea: un laboratorio de alquimia.
En la mitad de la ciénaga, al norte de Colombia, en una aldea perdida, un hombre cuya imaginación siempre iba más allá de la naturaleza, soñaba con el progreso y pronosticaba teorías ajenas a sus habitantes. Lo que nadie sabía era que aquellas teorías y experimentos llevarían poco a poco a Macondo a sus años magníficos, años de progreso, liderados por «el hombre más emprendedor que se vería jamás en la aldea», José Arcadio Buendía, quien, durante las largas vigilias, en su pequeño cuarto, aislado de su familia y ensimismado en las estrellas, desconocía que gracias a cada iniciativa, a cada tentativa suya, el mundo exterior se acercaba lentamente a Macondo, el pueblo que vería a su pequeño Aureliano partir hacia la guerra y a su bisnieto disfrutar las parrandas alucinantes.
Cada momento —triste o feliz— que se vivió en Macondo, fue producto del ingenio desaforado del hombre que se perdió en su último sueño, bajo las flores amarillas, de la mano de su antiguo enemigo y el mejor compañero de sus horas de delirio. Podría decirse que en eso se resume una parte importante de la historia de Macondo, historia que, sin embargo, no estaría completa si no se muestra la otra cara de la moneda. Porque detrás de la historia de cada gran hombre, está la historia de una gran mujer, en este caso, la historia de Úrsula Iguarán:
Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se le oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de olán.
Aunque Úrsula —como era costumbre en la época— siempre estuvo relegada a las tareas caseras, fue desde allí, el hogar, donde precisamente desarrolló el papel más importante de todos: preservar las costumbres, y por encima de todo, la estirpe. Gracias a su tenacidad, logró construir su propio reino, donde cada uno tenía su sitio, desde el hijo hasta el forastero. Cada uno a su manera quedó marcado profundamente por la hospitalidad de Úrsula. Pero todo se derrumbó cuando las fuerzas se le fueron agotando, cuando la visión comenzó a desampararla y la dejó en la penumbra del recuerdo, cuando los años comenzaron a ser tantos que se fueron olvidando. La llegada de Fernanda trajo consigo la erradicación de todo recuerdo. Joven y altiva, la futura reina de ninguna parte acabó con los años magníficos de la familia, dejando a un lado la calidez del litoral, reemplazándola por los ídolos celestiales, impregnando todo con las frías costumbres de la ciudad de los relojes.
Contar la historia de Macondo —como la de los Buendía— es remontarse a contar las desventuras y sinsabores de José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, una pareja dispar que luchó desde el inicio por encender un amor que nunca pudo ser como querían, pero que siempre estuvo ahí, que con el paso del tiempo se transformó en un compañerismo que, pese a sus diferencias, lograron sostener para hacer de Macondo la aldea más feliz del mundo, donde se conservó la estirpe que por desobediencia terminó siendo arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres para siempre, casi desde el mismo momento en que Úrsula temió que alguno de sus descendientes naciera con cola de cerdo.
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* Valentina Carvajal Mosquera es recién egresada del Colegio Jesús–María de Medellín, Colombia (2017). Actualmente estudia ingeniería civil en la universidad EAFIT de Medellín.