Cine de Cartelera Cronopio

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OLEAJE CINCUENTENARIO: UNA BREVE HISTORIA DE LA CREACIÓN, DESARROLLO E INFLUJO DE LA MÍTICA NUEVA OLA DEL CINE FRANCÉS

Por:  Juan Carlos González A*

“Rossellini me enseñó que, para rodar una película, solo hacen falta un muchacho, una chica y un auto”
-Jean Luc Godard

Los muy traviesos chicos de Les Mistons (1957) -el segundo cortometraje de François Truffaut- corren por una calle y destrozan a propósito un póster pegado en una pared. Se trata del afiche de una película de Jean Delannoy realizada en 1955, Chiens Perdus sans collier, cuya adaptación realizaron Jean Aurenche y Pierre Bost, dos de los guionistas que Trufaut había responsabilizado del declive del cine galo de esos años en su celebre texto Una cierta tendencia del cine francés, publicado en la revista Cahiers du cinéma en enero de 1954.
En Les Mistons vemos la juventud despedazando lo establecido, la tradición. Inadvertido para mucho, el símbolo era claro, como claro fue el mensaje renovador e iconoclasta de la Nueva Ola (Nouvelle Vague) del cine francés, cuyo recuerdo evocamos cincuenta años después del estreno en el Festival de Cannes de Los cuatrocientos golpes (Les Quatre cents coups) de Truffaut e Hiroshima mon amour de Alain Resnais, un momento realmente crucial para este movimiento. En realidad la expresión Nouvelle Vague apareció por primera vez en el diario L’Express en octubre de 1957 en un artículo investigativo de Françoise Giroud, Rapport sur la jeunesse. Al año siguiente lo veremos en el título de un libro de su autoría, La nouvelle vague: portrait de la jeunesse, pero en ninguna de las dos instancias se refiere al cine, sino a la necesidad de un cambio social. Sería Pierre Billard quien se apropiaría del término para describir el nuevo cine francés en febrero de 1958 en las páginas de la revista Cinéma.

Aunque ese fue el año en que Chabrol estrenó El bello Sergio, la verdad es que los largometrajes de Truffaut (premio al mejor director) y Resnais (excluido de la selección oficial, pero ganador del premio de la crítica internacional) en Cannes concentran los focos sobre este movimiento. En las páginas de Arts, escribe Jean-Luc Godard el 22 de abril de 1959: “(…) Hoy, como se ve, hemos conseguido una victoria. Son nuestros filmes los que han llegado a Cannes para probar que Francia tiene un rostro hermoso, cinematográficamente hablando. Y el año próximo será igual. ¡Dejen atrás toda duda! Quince filmes valientes, lucidos, sinceros y bellos bloquearán de nuevo el camino a las producciones convencionales. Pero aunque hemos ganado una batalla, la guerra todavía no ha terminado”.
Los quince filmes terminarían multiplicándose: en un ejemplar especial publicado en diciembre de 1962, Cahiers du cinéma listará los 162 nuevos directores que estrenaron un filme desde enero de 1959.

Todo tiempo pasado no fue mejor

Pero volvamos atrás. Para pretender hacer una renovación necesitamos saber claramente que es lo que se quiere cambiar y por qué. En 1945 -el año siguiente a la liberación francesa de manos alemanas- se estrenaron en el país filmes tan interesantes como Los niños del paraíso (Les Enfants du paradise) de Marcel Carné, Les Dames du Bois de Boulogne de Robert Bresson y Falbalas de Jacques Becker. A ellos se unirían en esa década nombres como Henri-Georges Clouzot y Claude Autant-Lara, los que una década después aún continuaban vigentes, sin una renovación generacional en el horizonte. Es más, se les sumaron otro par de veteranos, Max Ophuls -quien volvió al país en 1949- y Jean Renoir, luego de regresar este último de su exilio norteamericano.
Los cambios de la sociedad francesa (incluyendo el fin de la guerra en Indochina y el inicio del alzamiento argelino) no parecieron preocuparles. Lo suyo no era un cine que mirara de frente a la actualidad contemporánea (y cuando lo hacía no era en tono crítico sino sentimental), antes más bien le daba la espalda, refugiándose complaciente en el pasado, en la tradición literaria que tan bien conocían y que estaban seguros iba a darle resultados jugosos en la taquilla. Partiendo de novelas clásicas se unen a guionistas eficaces, a actores provenientes del teatro, y a técnicos y escenografistas de probado talento, para realizar un grupo de filmes sin mayores marcas autorales, pero lo suficientemente bien elaborados para satisfacer sus conciencias y las de un público acostumbrado a esa falta de innovación y de temeridad, que no daba oxigeno a producciones independientes, a obras pequeñas, a algo de riesgo. Era esta la “tradición de calidad” (término acuñado por Jean-Pierre Barrot en L’Écran Français) y “el cinema de papá” que Truffaut –aún crítico de cine en ese entonces- condenaba desde sus tribunas de Cahiers du cinéma y Arts, las revistas en las que escribía.
A esos directores les faltaba ambición, brío, ganas de contar una historia. Eran demasiado estáticos en lo formal, demasiado carentes de inspiración. Les faltaba una huella digital, una marca de agua que distinguiera sus relatos y los hiciera inconfundibles. Faltaba una política de autor -se trata de un término promovido por Truffaut- que le diera unidad a los filmes alrededor de la figura de un director-autor con un estilo distintivo y consistente, muy a la manera de lo que promulgó Alexandre Astruc en 1948 respecto a la cámara stylo, en la que el argumentaba que el cine, como la literatura debía volverse algo personal, en donde la cámara debía volverse un estilógrafo (una pluma) en las manos del director. Decía Astruc en su momento que: “Por ello llamo a esta nueva era del cine la era de la Caméra stylo. Esta imagen tiene un sentido muy preciso. Quiere decir que el cine se apartará poco a poco de la tiranía de lo visual, de la imagen por la imagen, de la anécdota inmediata, de lo concreto, para convertirse en un medio de escritura tan flexible y tan sutil como el del lenguaje escrito. […] Lo que implica, claro está, que el propio guionista haga sus filmes. Mejor dicho, que desaparezca el guionista, pues en un cine de tales características carece de sentido la distinción entre autor y realizador. La puesta en escena ya no es un medio de ilustrar o presentar una escena, sino una auténtica escritura. El autor escribe con su cámara de la misma manera que el escritor escribe con una estilográfica”.

Habían ejemplos de ese criterio independiente en Francia: Jean Cocteau (Orfeo), Jacques Tati (Mi tío), Robert Bresson (Diario de un cura rural), Jean-Pierre Melville (Le Silence De La Mer) y el admirado Jean Renoir; mientras en Norteamérica se celebraba –por parte de los escritores de Cahiers- a Hitchcock, Hawks y Lang.

Pasar del papel a la pantalla

Había ya un sustrato crítico (y tremendamente cinéfilo) que estaba haciendo un diagnóstico de una realidad artística que se antojaba gris. Y había una trinchera clara desde donde se lanzaban los ataques: Cahiers du cinéma, la revista fundada en 1951 por Jacques Doniol-Valcroze, Joseph-Marie Lo Duca y André Bazin a partir de los restos dejados por La Revue du Cinéma, que había cerrado sus puertas el año previo. En Cahiers confluyeron una serie de críticos, los llamados “jóvenes turcos” que iban a constituirse en los creadores de la Nueva Ola: Truffaut, Jean Luc Godard, Claude Chabrol, Eric Rohmer, Jacques Rivette. Bazin -el más influyente crítico y teórico francés de la postguerra- fue una suerte de figura paterna para Truffaut y un espíritu oficiante para todo el grupo, que vio con tristeza como fallecería víctima de una leucemia el 10 de noviembre de 1958, precisamente el día del inicio del rodaje de Los cuatrocientos golpes. Bazin sólo tenía 40 años.
Los críticos arropados por Cahiers fueron sintiendo que la escritura les quedaba corta y empezaron a dar los primeros pasos rumbo a la dirección. El gobierno francés daba una subvención para cortometrajes siempre y cuando siguieran ciertos estándares técnicos y de calidad, pero los “jóvenes turcos” querían hacer las cosas a su manera y eso incluía buscar sus propios recursos. Chabrol trabajaba como publicista en la 20th Century-Fox, Godard era agente de prensa, Truffaut era asistente de Max Ophuls y

Roberto Rossellini; mientras Rivette trabajaba con Jean Renoir y Jacques Becker.
La subvención estatal les permitió a otros futuros miembros de la Nueva Ola realizar sus cortometrajes, como ocurrió con Georges Franju, Alain Resnais, Chris Marker, y Pierre Kast. Eventualmente los “cahieristas” se saldrían con la suya: precoz, Rohmer haría Journal d’un Scélérat seguido de Charlotte et son Steak y luego Bérénice en 1954, La Sonate a Kreuzer en 1956, y Véronique et son Cancre en 1958; Rivette dirigiría Coup du Berger, mientras Godard trabajaría en una represa suiza para obtener los fondos para hacer Operation Beton; después vendrían Une Femme Coquette y Tous Les Garcons S’Appellent Patrick. Trufaut se había casado con Madeleine, hija del distribuidor Ignace Morgenstern, director de la productora Comtoir Cinématographique du Nord, Cocinor. Dos millones de francos conseguidos por intermedio de su acaudalado suegro le permitieron formar su propia compañía productora, Les films du Carrosse (llamada así en honor a la película Le carrosse d´or, de Jean Renoir) y financiar su cortometraje Les Mistons, sobre un texto de Maurice Pons. Posteriormente rueda junto a Godard Una historia de agua (Historie d´eau), que contó con sólo dos días de rodaje.
Nuevas disposiciones legales que entraron en vigencia en 1958 permitieron una financiación privada aún más fácil de filmes para los noveles cineastas, quienes contaban además en ese momento con nuevas cámaras, livianas y menos costosas, que les permitieron dejar de lado el rodaje en los estudios, permitiendo cumplir un anhelo que Truffaut expresaba en las páginas de Arts en enero de 1958: “Hay que rodar en las calles e incluso en apartamentos reales, en vez de extender grasa artificial en los decorados y de plantar la cámara delante de cinco espías patibularios, como Clouzot; hay que filmar historias más consistentes delante de verdaderas paredes grasientas. Si el joven cineasta debe dirigir una escena de amor, en vez de obligar a sus intérpretes a recitar los estúpidos diálogos de Charles Spaak, debe rememorar la conversación que ha tenido la noche antes con su mujer o -¡por qué no!- dejar que los actores encuentren por sí mismos las palabras que están acostumbrados a pronunciar”.

La oleada que antecedió todo

Si bien Los cuatrocientos golpes, Hiroshima mon amour y Los primos hacen de 1959 un año clave para entender la Nueva Ola, algunos directores que bien podrían llamarse precursores del movimiento (mientras otros consideran que se trata de autores individuales sin otra afiliación), hicieron filmes algunos años antes. Entre ellos habría que destacar a Roger Badim y su Y Dios creó a la mujer (Et Dieu… crea la femme, 1956) que convertiría a su bellísima esposa Brigitte Bardot -de apenas 22 años- en el símbolo sexual francés de todos los tiempos. El mismo año Jean Pierre Melville hace Bob el jugador (Bob le flambeur), que tendría un influjo directo sobre los nuevos directores, que vieron en el cine negro y en el thriller un lenguaje válido para expresar sus ideas cinéfilas. El inquietante Georges Franju presenta por ese entonces dos filmes ciertamente complejos La Tête contre les murs (1958), y Los ojos sin rostro (Les Yeux Sans Visage, 1959), mezcla de sensibilidad poética y gótica en igual medida.

Sobre Louis Malle es mucho lo que se ha dicho: que nunca hizo parte del movimiento, que sólo tomó algunos elementos formales del mismo, que hace parte de una “zona gris” tangencial e incalificable. La verdad es que Malle hizo siempre una carrera autónoma, favorecida por su sólida posición económica familiar. Su primer trabajo fue un documental -El mundo del silencio- realizado junto a Jacques Cousteau y que obtendría la Palma de Oro en Cannes. Con 25 años de edad realiza su primer argumental, Ascensor para el cadalso (Ascenseur Pour l’echafaud, 1957), protagonizada por Jeanne Moreau y con una banda sonora que Miles Davis improvisó para el filme. Moreau repetiría papel estelar en su siguiente filme, Los amantes (Les Amants, 1958). El sofisticado e impredecible estilo de Malle, nada temeroso de abordar géneros y de correr riesgos le generó el respeto de los cahieristas, con los que él nunca pretendió relacionarse directamente.
Uno de esos cahieristas -el más precoz de ellos- fue Claude Chabrol, cuyo El bello Sergio (Le Beau Serge, 1958), filmada en escenarios e iluminación naturales y con el protagónico de Jean-Claude Brialy y Gerard Blain señalaría el camino de los filmes de la Nueva Ola. En el significativo 1959 realizaría Los primos (Les Cousins), semilla de una prolífica, hermosa y vigente filmografía donde el thriller y la crítica social burguesa van de la mano.

Noticias desde la orilla izquierda

No toda la Nueva Ola provenía del periodismo. A principios de los años sesenta el crítico Richard Roud (quien fuera corresponsal en Londres de Cahiers du cinéma) trazó una distinción entre los directores surgidos de la cantera de Cahiers, que podríamos llamar el grupo mainstream y aquellos provenientes de “la rivera izquierda” (rive gauche) como Chris Marker, Alain Resnais y Agnès Varda, quienes compartían orígenes como documentalistas, orientación política de izquierda y las ganas de explorar con las fronteras artísticas. Roud al referirse a ellos hablaba de su «cariño por una suerte de vida bohemia, impaciencia con el conformismo de la rivera derecha, un alto grado de relación con la literatura y las artes plásticas, y un interés consecuente en la filmación experimental”.

Chris Marker dirigió en 1962 La Jetee, una curiosa película de ciencia ficción contada con imágenes fijas, como una fotonovela. A Resnais se unió el novelista Alain Robbe-Grillet para hacer la compleja El año pasado en Marienbad (L’Annee Derniere A Marienbad, 1961) que resultó ganadora en el Festival de cine de Venecia. Robbe-Grillet dirigiría Trans-Europ-Express en 1966. La directora Agnès Varda (esposa del también director Jacques Demy) fue la mujer más reconocida de la Nueva Ola. Además de los cortometrajes y documentales que realizó, algunos consideran que su debut, La Pointe Courte (1954) sería la primera película de la Nueva Ola. En 1961 dirige Cleo de 5 a 7, un filme de melancólica belleza.

Las películas del frente de batalla cinéfilo (4 ejemplos)

Los cuatrocientos golpes es una obra que parte de lo autobiográfico para volverse paradigma de la infancia descuidada y desprotegida. Antoine Doinel es un personaje que ya hace parte de la herencia universal cinéfila. Es el niño/adolescente incomprendido, que busca amor y atención y no encuentra sino adultos que no quieren oírlo. El hecho de que Truffaut experimentara en su infancia cosas como las que padece Antoine contribuye al clima veraz que rodea a un filme tenso y amargo por momentos, pero que se recrea en las posibilidades –todas vivas- de una juventud que sana pronto sus heridas, como veremos en las entregas subsiguientes de esa suerte de biografía-ficción que son las aventuras de Antoine, que Truffaut desarrollará en largometrajes posteriores.

El éxito de este filme le permitió a Truffaut ayudar a financiar a Godard para realizar Sin aliento, a partir de un argumento que aquel había escrito años antes y que Godard modificó. “Lo que yo quería era alejarme de la narración convencional y volver a hacer, pero de manera diferente, todo lo que ya se había hecho en el cine. También quería dar la impresión de haber acabado de encontrar o de descubrir el proceso del cine por primera vez”, afirmaba. Godard sabía cuales eran las reglas de juego del cine y decidió violarlas y lucrarse de las posibilidades del medio visual, corriendo el riesgo de que el estilo se tragara al relato. Tenía a su ventaja el tipo de narración que estaba contando, pues al tratarse de un relato poco realista, un thriller a la manera de la serie B norteamericana, las licencias estilísticas no podían serle criticadas. Todo podía verse como un aporte a la libertad que la Nueva Ola pedía. Los jumps cuts utilizados para dar agilidad al montaje de su historia eran muy apropiados para describir el estado mental de su protagonista, un ladronzuelo (Jean-Paul Belmondo) que no sabe si huir de la persecución policíaca o quedarse en casa retozando con Patricia (una Jean Seberg, post Preminger). Paris les pertenece.

En esa ciudad también habita Cléo (Corinne Marchand), la cantante pop que da vida a Cléo de 5 a 7 (1962), “el retrato de una mujer pintado en un documental sobre París”, como la definió su directora, la entrañable Agnès Varda. Y es cierto. Los mejores momentos de esta película tienen a Cléo -alta, esbelta, preciosa- recorriendo las calles parisinas, en medio de panorámicas de atmósfera documental, donde transeúntes desprevenidos parecen ignorar a la actriz, que se mezcla sin dificultad entre todos ellos. Ese aire fresco y libre, contagia un filme que es a la vez una reflexión sobre el tiempo -está filmada en tiempo real, dividida en capítulos que indican la hora precisa de cada uno- y sobre la ansiedad que la espera de una noticia genera en una mujer que se da cuenta que su belleza no es un antídoto infalible contra el drama de la vida.

Tres años antes otro miembro de la “ribera izquierda” había hecho una declaración de principios en Hiroshima mon amour. Resnais filma el recuerdo, filma las huellas -las cicatrices mejor- que la hecatombe atómica dejó en la piel y en los espíritus. Lo hace con una narración grave, tensa, supremamente concentrada, donde las rupturas temporales se hacen orgánicas, donde el dolor, la muerte y el deseo se mezclan de manera extraña. El gran crítico, programador y archivista Kent Jones afirma que “es posible que Hiroshima mon amour sea la primera película moderna del cine sonoro en cada aspecto de su concepción y ejecución -construcción, ritmo, diálogo, estilo interpretativo, aspecto psicológico, e incluso banda sonora”. Y eso lo consigue Resnais -y su guionista Marguerite Duras- partiendo de la idea de hacer un documental y arribando por último a la concepción de un argumental intimista, donde las consecuencias de la guerra en el recuerdo de los protagonistas reflejan un dolor colectivo que el filme transmite con precisión.

Estas cuatro películas, bastante diversas entre sí, son paradigmáticas de un movimiento que realmente no tenía una cohesión interna distinta a las ganas de ruptura, a reclamar para sí una libertad que cada quién interpretó como quiso: filmar su época, sus ideales, sus ideas políticas, sus amores. No es casual que por eso Truffaut en entrevista para France-Observateur realizada en 1961 declarara que la Nueva Ola no era otra cosa distinta a “un nombre colectivo inventado por la prensa para reagrupar cincuenta nombres nuevos que han aparecido en dos años”. Chabrol, citado este año por la revista Sight and Sound afirmaba que “Yo nunca realmente creí en la Nueva Ola. Recuerdo haber escrito un artículo en una revista que no hay Nueva Ola, hay mar”. Una heterogeneidad estilística y temática de proporciones oceánicas era la norma de un grupo de realizadores que en otras circunstancias no hubieran podido expresarse, pero que estaban ahí, dispuestos a asumir el reto de simbolizar una modernidad no siempre expresada por ellos de manera diáfana.

A los realizadores se sumaron un puñado de actores y actrices que también representaban nuevos valores, donde la autenticidad y la naturalidad -amén de su belleza y sensualidad- eran cruciales. Las actrices, sobre todo, se convertirían en símbolos de la época: Anna Karina -la musa de Godard- inmortalizada en Vivir su vida, Jean Seberg (Sin aliento), Bernadette Lafont y Françoise Brion (L´Eau à la bouche), Marie-France Pisier (Antoine et Colette) o Stéphane Audran (Les Bonnes femmes). Mujeres muy sensuales pero no imposiblemente glamorosas. Muy al alcance, como bien lo entendieron los directores, que terminaron relacionados afectivamente con algunas de ellas. Los actores, por su parte, cumplían el rol de alter ego del director. Eran apuestos, pero no demasiado; se les exigía un naturalismo y una vulnerabilidad que muchas veces reñía con el estrellato. Nombres como Belmondo (Pierrot le fou), Jean-Claude Brialy (Los primos), Jean-Pierre Léaud (Los cuatrocientos golpes), Gérard Blain (El bello Sergio) o Charles Aznavour (Dispárenle al pianista) emprendieron el camino de un modelo nuevo de masculinidad que sigue vigente entre nosotros.

Las cosas ya no son como solían ser

“La confusión yace en que las cualidades de este nuevo cine –gracia, ligereza, sentido de propiedad, elegancia, un ritmo rápido- son paralelas a sus fallas –frivolidad, falta de ideas, ingenuidad. ¿El resultado? Todas estas películas, sean buenas o malas, se oponen entre si”, declaraba Truffaut en France-Observateur. A las películas hechas con seriedad se sumaron intentos amateurs que hicieron que el público empezara a darle la espalda al movimiento, acusándolo de intelectual y aburrido. Además, los fracasos de taquilla de Dispárenle al pianista (Tirez Sur le pianiste, 1960) de Truffaut, Una mujer es una mujer (Une Femme est une Femme, 1961) de Godard, Les Godelureaux de Chabrol y Lola de Demy encendieron las alarmas. Para acabar de hacer mayor el descalabro, los filmes de los autores desprestigiados por la Nueva Ola gozaban de buena salud e incluso éxito, como ocurrió con Rue des Prairies (1960) de Denys de La Patellière, protagonizado por Jean Gabin.

Cahiers du cinéma también afrontaba los cambios derivados de las nuevas obligaciones de sus antiguos escritores, ya sin tiempo de dedicarse al periodismo. La nueva generación de críticos chocó con el editor en jefe, Eric Rohmer, quien fue reemplazado por Jacques Rivette, señalando el inicio de una nueva era, donde las cosas ya no serían como antes. La exclusión de Rivette y Truffaut de la dirección de los segmentos del filme colectivo Paris Vu par… (1964), donde -entre otros- participaron Chabrol, Godard y Rohmer, señaló la división del grupo y la progresiva disolución del movimiento.
Volverían a unir fuerzas en el agitado 1968, que además de las protestas estudiantiles y laborales, logró movilizar al mundo del cine alrededor de la Cinématheque Francaise y su director, Henri Langlois, declarado insubsistente en febrero de ese año por André Malraux, en ese entonces Ministro de Cultura, quien pretendía reemplazarlo por Pierre Barbin. Aunque restituido en abril, sin embargo la situación social del país impedía que los cineastas volvieran a sus rodajes sin hacer algo más. Algo tan simbólico como clausurar el Festival de Cannes de ese año.

Pese a las diferencias era posible hacer algo juntos, algo que los llenara de orgullo. Lo expresaba Truffaut en un ejemplar de Cahiers en 1967: “Antes, cuando nos entrevistaban –a Jean-Luc, Resnais, Malle, yo mismo y a otros- decíamos, ‘La Nueva Ola no existe, no significa nada’. Pero más tarde, tuvimos que cambiar, y desde ese momento he afirmado mi participación en el movimiento. Ahora, en 1967, estamos orgullosos de haber sido y seguir siendo parte de la Nueva Ola, tanto como alguien está orgulloso de haber sido un judío durante la ocupación”.

Mareas distantes

Pasaron los años y las décadas. Truffaut y Malle murieron, mientras buena parte de los miembros de la Nueva Ola continúan activos pese a la edad: Godard, Chabrol, Resnais, Varda, Rohmer. Han hecho carreras independientes, sólo fieles a sí mismos. Son respetados, admirados, dignos de todo elogio. Continúan ejerciendo incluso una influencia sobre el cine francés contemporáneo (más evidente en las obras de Assayas, Desplechin, Honoré, Ferran) que muchos interpretan como un lastre imposible de cortar y otros semejan a una herencia incalculable.
Desde la distancia de los años vemos como las olas siguen rompiendo en la playa. Y con la marea viene el mar del cine. Siempre nuevo, siempre vivo.

Publicado en la Revista de Antioquia No 298 (oct-dic.2009). Págs. 140-8

*Médico microbiólogo. Columnista editorial de cine del periódico El Tiempo, crítico de cine de las revistas Arcadia, El malpensante y Revista Universidad de Antioquia. Actual editor de la revista Kinetoscopio, donde escribe de cine desde 1993. Dirige el cineclub de la Universidad EAFIT desde el año 2000.

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