EL CINE COMO IGNORANCIA: YO NO QUIERO SER MILLONARIO
Por Santiago Andrés Gómez*
A nadie parece ya sorprender el hecho de que algo pueda ser filmado. Por mi parte, yo debo retroceder mucho en el tiempo, debo devolverme a la infancia para recuperar ese asombro, pero ese retorno lo hago con frecuencia, y ha terminado por volverse un sano ejercicio.
En efecto, ¡qué milagro es descubrir que algo ocurrió de veras, y verlo fuera de nuestra percepción! Como cuando vas a Oriental en el Atanasio y ves el gol desde una perspectiva que nunca verá quien siga el partido por televisión, aquel que filma o graba un evento cualquiera –digamos el aficionado Abraham Zapruder ante el asesinato de Kennedy– se hace portador de una verdad cuyas repercusiones hemos preferido menospreciar.
Basta mirar el tren de niñerías que pone a andar la prensa al hablar de cine para darse cuenta de que lo que menos nos importa es el hecho central que ese fenómeno implica, y es que el cine, incluso (o sobre todo) en la ficción, nos hace sensibles a un tiempo vivo, que exige la mayor atención y un compromiso con lo otro, con lo que desconocemos.
El cine es una revelación, la revelación no sólo de un mundo físico palpitante, e inobjetablemente externo, ajeno, sino de un cauce misterioso, inmemorial, en el que lo propio es extraño a la vez, porque nos compete y nos avisa. ¡Cómo se siente de incómodo el habitante de Medellín en el siglo XXI al descubrir en la pantalla una ciudad distinta a la que sospecha! Y en las ciudades más civilizadas en cuanto a las prácticas audiovisuales, ¡cómo se ha llegado a frivolizar lo que sólo para unos cuantos es una forma privilegiada de reconocerse, al punto de que casi nadie se escandaliza en París o Nueva York frente a una imagen renegada, porque allí eso a muy pocos les toca! A la proscripción general o a la indiferencia general, a eso termina condenado no tanto el cine valioso como lo que nos presenta, y eso a veces por medio no del ocultamiento o del desdén únicamente, sino de la tergiversación y la rutina. Ante esto es necesario decir que muchas veces el cine está definido por su apreciación, por el nivel crítico de la comunidad en que surge o se proyecta.
Platón es como decir nadie en nuestros tiempos, ya que hoy, quizá más que nunca, su precisión sobre la ignorancia como falso conocimiento, y no como desconocimiento, no es que nadie la conozca, justamente, sino que muy pocos serían capaces de aceptarla, de asumir lo que nos indica como el núcleo de nuestra alienación, o como nuestro desvío esencial.
Que estamos engañados el cine, como una segunda mirada, es capaz de mostrárnoslo; pero el mejor cine, digamos el de los Dardenne, nos lo demuestra de una vez y sin importarle lo que es muy probable que suceda, y es que la mayoría lo rechace.
Cinéfilos y espectadores comunes, realizadores y gente que no frecuenta las salas pero sí los noticieros, todos tenemos sobre el cine un criterio que rara vez dejamos someter a escrutinio, y sin darnos cuenta basamos en esa inflexibilidad la propia visión que tenemos de nosotros mismos y, por supuesto, del entorno y de los otros. Para acabar de ajustar, queremos difundirlo a cuatro vientos, convencer a los demás de que las cosas son de tal o cual modo, y no de otro.
No es falso lo que Godard, primero que todos, pero siguiendo a Rossellini, ha dicho varias veces sobre lo que la gente llama cine, por pura cuestión de hábito, pero sin saber de lo que habla, y es que no es sino una repetición de fórmulas establecidas por los condicionamientos sociales de gran escala.
El cine es algo más que la multitud de películas que pululan por doquier, y muy pocos son aquellos capaces de asimilar lo que, como arte o como simple técnica, tiene de valioso y, en verdad, de sagrado. Somos seres dominados, paralizados, por los estereotipos del entretenimiento, del éxito, de una belleza insignificante, y a la vez somos arrogantes, imponentes, tiránicos con nosotros mismos, insensibles ante nuestra existencia más simple y desnuda, pero en el fondo lo que más somos es patéticos, por el convencimiento ciego de que eso es lo normal, de que hay un conducto regular, y de que la vida “hay que” gozarla. ¡Como si fuera aburrida! ¿No será todo eso más bien una triste perversión, viendo cómo son las cosas? ¿Embellecer la vida con mentiras no sería, cuando menos, ilícito?
No. A nadie le conviene sentarse a mirar. Y quien consigue recomponer en la pantalla el flujo extraordinario del sueño, es si acaso un “poeta”, y así se va para el cajón de los poetas, y quien logra plasmar la intensidad de la vida es un buen director, así no sea para todos los gustos, y ya.
¿Pero habrá alguien capaz de darse cuenta de que existimos y de que nunca sabremos ponderarlo adecuadamente, y de que si por algo vale el cine es por la nitidez con que muy pocas veces ha demostrado nuestra ignorancia, aunque siempre sea el mejor espejo de ella?
El cine, por su mera capacidad de reproducir el latido del tiempo, invoca nuestro espíritu a un acto de responsabilidad con la vida misma, ya que al verlo somos testigos de nuestro propio transcurrir en una dimensión que desconocemos, pero que nos trasciende; y el gran cine, el que nos toca más hondo, redobla esa responsabilidad a la que somos llamados, pues nos hace conscientes de que en esta vida es nada lo que podemos afirmar con certeza.
Esa ignorancia es la mejor promesa que alguien pudiera hacernos.
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*Critico de cine y uno de los documentalistas y realizadores más talentosos de su generación. El año pasado incursionó en el mundo de la novela con “Madera Salvaje”. Hace parte del colectivo experimental de cine Madero Salvaje. Sus trabajos más sobresalientes son los documentales Diario de viaje (1996) y Fricciones (2000), y sus trabajos argumentales, sobre todo los que conforman una trilogía sobre el amor, la traición y la muerte: Clemencia (1997), La valentía (2000) y El vacío (2004). El cuarto es una polémica adaptación de un cuento de Manuel Mejía Vallejo titulado La muerte de Pedro Canales (2003).