DE LOS MUNDOS DE CALICÓ A LOS MUNDOS DIGITALES
Por Enrique U. Jongbloed*
Últimamente los medios de comunicación se han dedicado a hacer una propaganda gratuita de una obra cinematográfica en particular, argumentando que sus ganancias en taquilla y sus sorprendentes imágenes la hacen merecedora de la atención popular. No hace falta que mencione yo el nombre todavía, aunque estoy seguro que ya todos los lectores saben de qué película hablo.
La verdad es que esta película tiene una fama bien merecida: en esta era de la inmediatez, la sorpresa es la más poderosa y anhelada de las emociones, superando por marras el interés en la contemplación, el placer del gusto adquirido, y la belleza del descubrimiento de misterios escondidos. Lo curioso, sin embargo, es que este interés por lo magnánimo, lo espectacular, no es novedoso en el cine: es una de sus características más constantes. Aunque en ocasiones el cine se acerca más a la contemplación que al espectáculo, generalmente vuelve siempre a reclamar su valor en la maravilla.
Durante la década de los años veinte del siglo pasado, Sigfried Kracauer comenzó a explorar lo que se convertiría en su reconocida «Teoría del Cine». En su opinión, el séptimo arte de su época no era otra cosa que un mundo de calicó: estructuras gigantescas que representaban ciudades, bosques enormes, ciudades medievales, etcétera. Hangares completos recreaban lugares conocidos o desconocidos, incluyendo barrios expresionistas de una ficticia Praga medieval para el rodaje de «El Golem» (Der Golem, und wie er auf der Welt kamm), copias a tamaño real de partes de Berlín en «M» e incluso árboles gigantescos hechos de concreto para representar el bosque místico de los Nibelungos en «Sigfried».
Pero detrás de esas fachadas, cuidadosamente elaboradas por algunos de los más importantes y reconocidos arquitectos modernistas del momento, no había nada. Gracias a ellas el cine se convertía en ese majestuoso universo; una fachada eterna que se reproducía en la pantalla del mismo modo que había tomado forma. Ese interés por deslumbrar y sorprender no se limitaba a lo excesivo de los sets de rodaje. Las salas de cine se convertían en las nuevas iglesias de peregrinaje masivo y sus fachadas eran un derroche de luces, que luego invitaban a espacios que, comparados con aquellos de los teatros, parecían completamente inocuos, inconsecuentes e innecesarios.
Kracauer se quejó profusamente de lo que consideró un absurdo económico. Millones de marcos se invertían a través de la compañía estatal UFA en el desarrollo de estos gigantescos hangares, en donde ciudades enteras se construían y destruían mientras afuera de sus estudios, en la Berlín de la posguerra, aún había grandes problemas de vivienda en una población que seguía pagando reparaciones a naciones extranjeras. El mundo de ensueño de la época dorada del cine alemán estaba montado sobre el exceso. Así como ese período produjo obras que aún son rememoradas hoy, entre ellas Nosferatu de Murnau (el cuál estuvo cercano a desaparecer completamente por la disputa de derechos de autor entre Murnau y los herederos de Bram Stocker), Metropolis y M de Fritz Lang, y El Gabinete del Dr. Caligari (Das Kabinet des Dr. Caligari) de Robert Wiene, la mayoría se perdieron en el pasado, y sus absurdos se desdibujaron del todo.
Este interés por las obras magnánimas ha revivido constantemente a través de la historia del cine y aunque ha generado maravillosas obras cinematográficas, también ha producido basura audiovisual. El asunto interesante es que el cine no puede darse el lujo de generar obras tan exigentes en términos de labor humana sin primero ser una fuente de riqueza y producción económica de iguales magnitudes. No solamente canalizan grandes cantidades de dinero, sino que requieren un numeroso público que esté dispuesto a pagar la entrada y así lograr que este sea un negocio rentable que permita mantener una gran industria. Para alcanzar esta meta deben lograrse negociaciones, adaptaciones e intercambios que aseguren ganancias importantes.
El cine y la música, y en mucha menor medida la literatura, se han convertido en artes–industria, nutridas por las normas de derechos de autor que mezclan las decisiones económicas y culturales sobre el control y administración de la reproducción de sus productos. Los premios Óscar, parte de una gran cantidad de premios a los productos cinematográficos, así como los Premios MTV a la música, no sólo representan los gustos audiovisuales y musicales de distintos públicos, sino que los promueven y los reinventan activamente.
A diferencia de los premios prestigiosos de literatura que no se otorgan sobre una obra, sino sobre una trayectoria literaria, los premios del cine y la música se abalanzan sobre la inmediatez y premian la sorpresa. Por eso es tan común escuchar categorías como «nuevo talento cinematográfico», «mejor nuevo artista», y demás, que pretenden asumir que la carrera cinematográfica o musical es como un nacimiento repentino y asombroso que recae sobre el planeta.
Nuestros mundos de calicó de hoy en día ya no son construidos en tamaño real como fue el caso en la década de oro del cine alemán. Tampoco son diseñados en excesivo detalle en miniaturas filmadas con micro cámaras, como fuese la obra de George Lucas, maestro de los efectos especiales con su compañía Industrial Light and Magic. Ahora el truco está en crear barcos que se hunden, o planetas enteros enfrascados en una guerra posmoderna y futurista, a través de animaciones realizadas en un computador, y luego mezcladas con la actuación sobre pantallas de colores que permitan la yuxtaposición.
Pero no sólo se crean los escenarios y se sobreponen las imágines, siguiendo la clásica tradición del fotomontaje. Esta nueva sorpresa viene por la digitalización y transformación en tercera dimensión de las imágenes del cine. Algo que ya había sido augurado por Robert Zemeckis en su Volver al Futuro: Parte Dos, donde la vigésimo séptima versión de Tiburón (Jaws) salta a atacar a todo desprevenido transeúnte que camine frente a la sala de cine.
Algunos auguran que es el futuro del cine. Quizás lo sea, si nuestro único interés cinematográfico es deleitarnos con las más simples de las historias, pero que se ven majestuosamente reales y emocionantes en 3D. Ese es el caso de las obras de James Cameron, que generalmente han pecado de tener narrativas escuetas, personajes superficiales, romances esperados, y estereotipos excesivos que hacen fácilmente aceptable que dediquemos dos horas consecutivas a ver un pequeño grupo de soldados espaciales disparando a un sin número de extraterrestres —el caso de su película Aliens—, o que dediquemos el mismo tiempo a ver cómo el amor juvenil de un par de adolescentes (o adultos que se comportan como adolescentes) se ve truncado por el hundimiento más famoso de nuestra historia reciente. En su simplificación, esa homogeneización de contenido por lo bajo de la que nos habla el académico Antonio Roveda Hoyos, logra sentar las bases para sorprender con la maravilla de los efectos visuales.
Es innegable que su obra es visualmente impresionante, y con ello Cameron logra que Avatar, su más reciente película, consiga la aprobación popular. La maestría con la cual nos descresta visual y sonoramente es al mismo tiempo la que tiene para hacernos seguir un cuento verdaderamente simplista. La fachada de su obra, que no su estructura o contenido, se convierte en su carta de presentación. Indudablemente logra su cometido, sorprende y engrosa las listas de los nominados a galardones del cine. Una película con un presupuesto de más de 600 millones de dólares obtiene ganancias que quizás dupliquen la inversión.
Esto, necesariamente, será premiado por una industria que pide a gritos mayores ingresos y que se ha sentido golpeada por el debacle económico mundial. Sin embargo, al mismo tiempo hay otra película nominada a los mismos premios que es casi la antítesis del cine de sorpresa. Es una obra que costó tan sólo 11 millones de dólares, ha obtenido apenas y lo mismo en taquilla, pero nos cuenta una historia mucho más cercana, más real, aunque mucho menos sorprendente. Esta obra estudia a un personaje, trata de entender sus motivaciones y ver cómo una persona puede aceptar, disfrutar y continuar con un trabajo desgastante, peligroso y, en cierto sentido, absurdo.
Esa es Zona de Miedo (The Death Locker) de Kathryn Bigelow, una directora con una interesante trayectoria propia. Pero aunque los medios no han hecho más que recordar que Bigelow y Cameron tuvieron un breve matrimonio, no mencionan jamás que los dos habían trabajado juntos en otra película de Bigelow, Días Extraños (Strange Days), cuyo guión fue escrito por Cameron. En esa ocasión la que nos sorprendió fue Bigelow, con las maravillosas tomas en primera persona que nos convencieron a todos que estábamos viendo a través de los ojos de los personajes.
Ahora que los premios Óscar que se acercan, aunque no sean los premios de lo mejor del cine como ya lo ha señalado el académico Jerónimo Rivera en un artículo reciente, su lista de nominados refleja ese interés por la sorpresa que llena los bolsillos de la industria cinematográfica estadounidense. De la misma manera que la introducción del cine sonoro revolucionó la forma de hacer cine —primero destruyendo por casi veinte años muchos de los avances en movimientos de cámara, encuadres, composición y demás— esta nueva modalidad del 3D seguramente cambiará el cine, pero mientras tanto se limitará a sorprender y asombrar. De la misma forma en que se estremecieron los primeros espectadores en ver El tren que llega a la estación (L’arrivée du train en gare de La Ciotat) de los hermanos Lumière, los rascacielos de Metrópolis, los colores de las animaciones de Silly Symphonies , las voces de El cantante de Jazz (The Jazz Singer) de Alan Crosland y las obras cinematográficas en 70 milímetros, esta nueva adición a las posibilidades fílmicas será seguramente fundamental en futuras producciones, y al igual que sus predecesores, primero será una oda a lo que se puede hacer, más que a lo que vale la pena hacerse.
Avatar es la muestra evidente sobre la validez del argumento de Kracauer para nuestros días. El cine sigue siendo el mundo de calicó. Aunque para James Cameron la tierra ya no sea su límite, y la fachada ya ni siquiera tenga que serlo en el mundo real; basta con que siga siendo producida en hangares que remplazaron el calicó por computadores. Lo importante es que nos podamos sorprender, porque sorprender retribuye económicamente mucho más que reflexionar o contemplar.
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* Enrique Uribe Jongbloed es realizador de cine y televisión de la Universidad Nacional de Colombia, candidato a doctor en el Departamento de Estudios de Teatro, Cine y Televisión de la Universidad de Aberystwyth en Gales, Reino Unido. Es profesor auxiliar de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad de La Sabana.
(Blog de Enrique Uribe Jongbloed – www.3dpelicula.blogspot.com)
Señor Jongbloed
El cine se alimenta del impacto que genera en nosotros las nuevas propuestas visuales, lo más triste es que a veces no se considera el contemplar más allá un guión.
No he visto The Death Locker espero verla pronto parece ser una historia interesante.
Pero puntualmente a lo que me quería referir, más allá de algunos puntos en común, es a la profundidad de la historia de Avatar con una realidad que toca al mundo en materia de desarrollo.
Vea usted la intromisión de una cultura más avanzada en tecnología que intenta seguir en crecimiento de su capital económico entrando a territorios vírgenes sin importar creencias y costumbres, con tal de conseguir lo que quieren, mejor dicho aplastando todo lo que se les atraviese, en América, África, Asia y Oceanía esto tiene mucho de real y permite contemplar y reflexionar.
Le doy uno de miles de ejemplos y me voy lejos, los indígenas de Sarawak, en Malasia – Borneo quienes tienen una gran conexión con su tierra y han sido desplazados por la industria extranjera que ha talado arboles y ha contaminado ríos aniquilando la flora y fauna.(ud sabe esto mejor que yo )
Su artículo es un buen análisis sobre los ingredientes que nos ofrece una película como Avatar pero creo que hay que ver también a Avatar como una película de reflexión y contemplación a mi juicio.
Al pan, pan y al vino, vino
Saludos