Cine de Cartelera Cronopio

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Huston

JOHN HUSTON, VIRTUOSO DEL FRACASO

Por Juan Carlos González Arroyave*

Se retorna a las fuentes primeras. Se vuelve buscando el oráculo sabio, el amor juvenil, ese instante de fugaz felicidad enredado en los recuerdos de una tarde. Se retorna ahora a John Huston, buscando respuestas sobre un cine contemporáneo que poco a poco ha ido desdibujándose, repitiéndose, perdiendo el rumbo en una manigua de violencia, intereses comerciales rampantes y crónica falta de ideas. Se vuelve al maestro John Huston en un retorno que, sin embargo, durante su ausencia, realmente nunca ha dejado de producirse. A las orillas de su memoria se han acercado, sedientos, el Scorsese más urbano, el Jim Jarmusch económico en recursos, la teatralidad de los Coen y el Tarantino de ese humor negro, negrísimo. Omnipresente y ya eterno, John Huston continúa influyendo con su obra sobre camadas de cineastas que crecieron bajo su sombra y aun sobre aquellos que sólo supieron de él cuando ya su reino no era de este mundo.

Teóricos del cine —que los hay en bastante número y de irregular pelambre— dicen que Huston no fue ningún autor. Que en su obra no hay rasgos comunes, y a la vez distintivos, que hagan de su cine una unidad formal o temática. Que no es posible reconocer a Huston tras las imágenes de sus filmes, tanto como sí es posible reconocer a Truffaut por la ternura y las mujeres, a Woody Allen por la neurosis neoyorquina o a Ford por el Monument Valley y por John Wayne. Que sus películas son tan irregulares que fueron más las catástrofes que los aciertos. Y en últimas, que John Huston fue un tipo con más suerte que talento y que considerarlo un maestro es más una concesión nostálgica de cinéfilos otoñales, antes que el resultado de una reflexión veraz sobre la calidad de su obra.

Los críticos viven de la crítica, pero a Huston lo que dijeran de él nunca le importó, desde cuando era un guionista pobre que tocaba puertas con sus historias bajo el brazo, hasta sus momentos de gloria años después, cuando tuvo a las más indomables estrellas de Hollywood bajo esa misma extremidad.

Su independencia —creativa, temática, personal— le permitió hacer oídos sordos a críticos y periodistas, que se solazaban con sus desastres de taquilla, y así mismo le permitió poner distancia entre sus motivos como artista y las aspiraciones económicas de grandes compañías productoras. Fue por eso un ‘outsider’, un rebelde con muchas causas, que perdió batallas una y otra vez, pero que luchó por su visión personal del cine hasta que sus pulmones enfisematosos se dieron por vencidos a los 81 años de una intensa y azarosa vida en la que fue actor de vaudeville y de teatro, apostador, boxeador, pintor, jinete, cazador, escritor, sargento de la caballería mexicana y reportero. Sin mencionar que dirigió cuarenta largometrajes.

Viviendo como Ernest Hemingway y haciendo cine como Orson Welles, Huston, sin embargo, no fue nunca la copia ni del uno ni del otro. Hijo del actor Walter Huston y de una periodista neoyorquina, John Marcellus creció en un hogar en disolución, recorriendo caminos polvorientos con el grupo de variedades de su padre y visitando casinos e hipódromos con su madre, jugadora crónica. Semejante fusión lo llevó a una juventud disipada y de dudoso norte, que lo condujo al boxeo como peso ligero, a México como soldado de la caballería y a Hollywood como escritor, con una breve y fallida escala en el teatro. Al cine arribó con muchos sueños y con la arrogancia que da la juventud: lo que no sabía era que un guionista de veinticuatro años y sin ninguna experiencia, que se presentara ante Samuel Goldwyn con una adaptación de La montaña mágica, tenía pocas posibilidades de éxito. John no fue la excepción.

Gracias a su padre, a la sazón ya actor de cine, Huston conoció a Carl Laemmle, y en su compañía, la Universal Pictures, logró el primer crédito como guionista en A House Divided (1932) de William Wyler. Allí escribió diálogos para otros dos filmes, pero lo sedujo una oferta de la Gaumont-British para trabajar como guionista en Londres. Al otro lado del Atlántico, el éxito le fue esquivo, ninguno de sus proyectos vio la luz, y eso que por poco logra que Hitchcock, interesado en uno de sus textos, lo filmara. Pero Michael Balcon, jefe del estudio, rechazó la historia. (¡Hay que ver la unión que nos perdimos!).

Sin trabajo y con hambre, pidió limosna como cantante callejero y luego se fue a París, para estudiar arte y hacer retratos a los turistas. Con lo ahorrado, volvió a Estados Unidos y gracias a su madre consiguió trabajo como reportero en Nueva York. Por supuesto, por breve lapso. Más tarde probó suerte en el teatro, esta vez con resultados sólidos en una compañía de Chicago. Luego fue llamado por la Warner, y de nuevo para Wyler hizo los retoques finales al guión de Jezebel (1938) y, para Anatole Litvak, The Amazing Dr. Clitterhouse (1938). Con un estilo más sólido, elaboró dos guiones para William Dieterle, uno para Raoul Walsh (High Sierra, 1941) y otro para Howard Hawks, Sergeant York (1941). Pero era ya hora de empezar a dirigir sus propias películas.

Usualmente, a la ópera prima de un director se le disculpan las fallas derivadas de su inexperiencia y de las presumibles carencias técnicas y económicas, y esa obra es recordada con un cariño más anecdótico que derivado de su calidad. John Huston, ignorante de esto e imprevisible como siempre, dirige ese mismo año —quién lo creyera— El halcón maltés. Había, sin saberlo, dado inicio al film noir. Había, sin darse cuenta, entrado ya a la historia del cine.

TOCA OTRA VEZ, VIEJO PERDEDOR…

«Ah… después de todo, el crimen es una
forma bastante bastarda del empeño humano».
(Emmerich, personaje de The Asphalt Jungle)

El halcón maltés, la novela de Dashiell Hammett, ya había sido llevada al cine en dos oportunidades por la Warner, dirigida en primera instancia por Roy Del Ruth y, en la segunda ocasión, por William Dieterle, con el curioso nombre de Satan Met a Lady (1936). Huston sintió que no se había hecho justicia con esa obra y se propuso diseccionar el texto escena por escena y así pasarlo a la pantalla. Aunque no cumplió este objetivo, la cinta es, por sus propios méritos, un clásico absoluto del género.

Para interpretar al duro detective Sam Spade, la Warner quería a George Raft, pero éste no quiso estar en manos de un novato, y fue llamado entonces el protagonista de High Sierra a escena. Y fue como magia: El halcón maltés convirtió a Humphrey Bogart en una estrella y definió a partir de ahí el tono indolente y distante de sus trágicos personajes ulteriores, esos hombres de mirada glacial, pensamiento impenetrable y razones no muy claras, y que directores como Michael Curtiz, Nicholas Ray o Howard Hawks llevaron a la pantalla, haciéndolo imprescindible e inmortal.

A la participación de Bogart sumemos el trabajo de un excelente reparto, con Mary Astor, Sidney Greenstreet y Peter Lorre en magnífica forma; añadamos los diálogos cortantes y precisos de Huston, la atmósfera de oscuro desencanto que fotografió Arthur Edeson y la mística —el material del que están hechos los sueños—, y he aquí que, casi sin presentirlo, una obra maestra nacía.

En El halcón maltés está ya todo el cine de John Huston: a lo largo de su obra posterior se deslizan los mismos elementos que ya aquí gravitaban, unos —obviamente— más evidentes que otros. Sería extenso puntualizar lo que esta película representó para el film noir y referir la serie de imitaciones que se derivaron a partir de ella, pero para el cine de Huston es el punto de partida de sus preocupaciones recurrentes.

Es hora de mencionar aquí que no es posible encontrar un hilo temático común en los treinta y nueve filmes restantes de este director: en su obra hubo espacio para el drama, para la sátira, para las películas de aventuras, para la introspección psicológica, los espías, la historia, la música, la biografía, y hasta para los relatos del Viejo Testamento. En Huston no hay tramas de reiteración evidente: lo que se encuentra es una actitud persistente y un comportamiento común de sus personajes. Esta conducta siempre termina por ejemplificar algo que Huston se esmeró en mostrar: las vicisitudes de la empresa criminal.

Al director le preocupaban los motivos que yacen bajo el crimen, el entramado de ambición, egoísmo, avaricia y maldad que mueve al ser humano a sacar a flote sus instintos primarios, su ancestro animal encerrado en siglos de culturización: las impenetrables raíces del mal, que lo contamina todo, bacteria invisible que infecta nuestro confiado existir. Huston se solaza en los malos, en el bajo mundo no siempre aparente a simple vista: es Stanley (Bette Davis) en In This Our Life (1942) disfrazada de señora bien, es Dobbs (Bogart) consumido por la codicia en El tesoro de la Sierra Madre (1948), es el mafioso Johnny Rocco (Edward G. Robinson) atrapado por el vendaval en un hotel de Cayo Largo (1948), es la malhadada pandilla de The Asphalt Jungle (1950), son los alemanes de La reina africana (1952), son los cuatro infelices de Beat the Devil (1954), los falsos profetas de Wise Blood (1980), la pareja que dice ser los progenitores de Annie (1982) y todos aquellos que asomaron la cabeza en La noche de la iguana (1964), The Mackintosh Man (1973) y Bajo el volcán (1984).

En diferentes ropajes y bajo distintos motivos, todos representan la organización criminal, esa que también —para nuestro desconcierto— tiene reglas, códigos, una propia escala de valores. Es más, hay cierta ternura en la mirada de Huston hacia el mal: aquí los criminales tienen familia, hijos enfermos, amores que los esperan en casa. Claro, todos estos elementos encajan dentro de las características del fim noir, y algunas de sus películas representan con claridad este género, como Across the Pacific (1942), Cayo Largo y The Asphalt Jungle. Pero Huston por lo general despojó a sus personajes del cliché de espías de gabán oscuro y callejón ídem, y los llevó a la calle, los vistió de blanco, los hizo respetables, de algunos hizo mofa, pero a ninguno lo mostró inofensivo.

Para decirlo en otras palabras: mientras Alfred Hitchcock muestra al crimen en acción, Huston analiza sus motivos. Es más, en Hitchcock muchas veces no hay motivos, todo es un MacGuffin, un truco falso que echa a rodar la película. La empresa criminal de Huston tiene propósitos concretos y reales: un halcón tachonado de joyas, un tesoro, el botín de una caja fuerte, uranio, un reino, un cheque con muchos ceros, la libertad, una vida, un alma. Pero las intenciones de sus personajes se estrellan contra el otro elemento que permea su obra entera y que es ante todo una actitud, fácil de trazar cinta por cinta: aquí la ambición se derrumba al impactar de frente con el muro del fracaso.

HUSTON Y LOS TRABAJOS PERDIDOS

«De nada vale esforzarse en tan viejas hazañas,
ni alzar el gozo hasta las más altas cimas de la ola,
ni vigilar los signos que anuncian la muda invasión
nocturna y sideral que reina sobre las extensiones.
De nada vale.
Todo torna a su sitio usado y pobre
y un silencio juicioso se extiende, polvoso y denso,
sobre cada cosa, sobre cada impulso
que viene a morir contra la cerrada coraza de los días».
(Álvaro Mutis, Batallas hubo)

De nada vale luchar, como dice este poema de Mutis, si ya el destino ha jugado las cartas. Y en el universo de John Huston, las cartas siempre están marcadas. No hay ganadores, sólo perdedores. La sombra del fracaso los envuelve y termina por cegarlos. Y no creemos que el fracaso sea acá punitivo —«te fue mal porque eres malo»—, pues la mirada de este director carece de propósitos morales, sino que es más bien una actitud vital, diríamos casi una filosofía: los gambusinos de El tesoro de la Sierra Madre no van a disfrutar ese oro, el plan perfecto de The Asphalt Jungle tiene grietas, los aventureros de El hombre que sería rey (1975) tendrán sólo una gloria efímera.

Huston se encarga de mostrarnos que en la vida real no hay felicidad absoluta y duradera, que la derrota está ahí acechando ante un error, una flaqueza, un pequeño tropiezo. Sus personajes, y esto es curioso, parecen saber que ese es su destino y no se enfrentan a él, prefieren asumir su negro futuro como algo inevitable e inmutable. Por eso tienen esa aura trágica, esa resignación de hecho cumplido, de desastre a punto de ocurrir.

Miren a Doc Riedenschneider (Sam Jaffe) en The Asphalt Jungle cuando, en vez de seguir huyendo, prefiere disfrutar sus últimos minutos de libertad viendo bailar a una adolescente en una cafetería. Miren la actitud flemática y de abandono que muestran Gutman (Greenstreet) y Joel Cairo (Lorre) cuando comprenden que El halcón maltés es tan sólo un pajarraco de mal agüero y ningún valor. Pero el punto de vista de Huston no es necesariamente pesimista; ante todo es de un absoluto realismo que apunta a lo veraz, mostrándonos unos hechos que en condiciones normales —las de la vida real— difícilmente habrían tenido un desenlace distinto.

Que otros especulen con falsos milagros e improbables actos de valor y sacrificio: lo de él es lo que ocurre cuando no hay intervención divina, cuando dependemos de nuestras decisiones y nuestros actos. Somos falibles, somos frágiles, parece decirnos. Él incluso falló, y muchas veces, en el plano personal y en el cine, con cosas infames como La Biblia (1966), Fobia (1980) o Fuga a la victoria (1981), con el rey Pelé en un campo de concentración alemán.

En la actitud proclive hacia el fracaso coinciden los criminales y los héroes del cine de Huston. Sus personajes protagónicos son el epítome del hombre individualista, del ‘self made man’ que nunca necesitó a nadie y que sólo reconoce a otro ser humano cuando su propia imagen se refleja en un espejo. Adoloridos, sin paz, con las heridas de un pasado incómodo aún sangrando, los héroes de Huston, sea Sam Spade de El halcón maltés, McCloud (Bogart) en Cayo Largo, Ahab (Gregory Peck) en Moby Dick (1956) o Allison (Robert Mitchum) en Heaven Knows, Mr. Allison (1957), son seres atormentados, víctimas de más de un desengaño moral, en busca de una felicidad esquiva que no avizoran y soportando el peso de una enorme soledad que no se atreven a confesar.

(Continua página 2 – link más abajo)

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