Entre esa perpetua búsqueda y las perdidas que ya arrastran o que derivarán de esa misma pesquisa, los héroes de Huston oscilan entre la gloria y el dolor. Ahí están los soldados de La roja insignia del coraje (1951) con la muerte en los talones y ahí están también Tully (Stacy Keach) y Erni (Jeff Bridges) mordiendo el polvo de los tinglados en Fat City (1972). Pero la palabra «héroes» no cabe aquí tal cual la conocemos.
Sus personajes, antes que buscar ser paladines, deben asumir ese rol como consecuencia de las acciones que emprenden. Huston los obliga a ello, pues él no entendía la vida si no era llevándola a sus límites, inflamándola de pasión y haciéndola girar en un movimiento infinito. Su cine es igual: de la acción devienen sus héroes titubeantes e improbables.
DE LOS HOMBRES QUE BAILAN CON SU SOMBRA
«Esos momentos en que se desea estar absolutamente
solo porque se está seguro de que, cara a cara con uno mismo,
se será capaz de encontrar verdades raras, únicas, inauditas;
después la decepción y pronto la amargura, cuando se descubre
que de esa soledad finalmente alcanzada
nada sale, nada podía salir».
(E. M. Cioran )
Ya antes lo anticipamos: en sus filmes, Huston creó un cosmos donde el ser humano se encuentra solo, a merced no solamente de su destino, sino también de su pasado, al que lo une una serie de cargosos lastres de los que no logra evadirse. Y hay que destacar que con ese pasado no va un lazo familiar fuerte, un pariente cercano, alguien por quien vivir. Se mantiene en un desarraigo completo, siempre acaba de llegar a un sitio donde resulta extraño, donde no hay raíces ni logra dejar ninguna, y el futuro es algo que, incluso, no depende de él.
Esos personajes, solitarios y melancólicos, van a ciegas por un mundo al que ven totalmente perdido o superior a sus fuerzas. No intentan cambiarlo o explicarlo, lo rozan acaso. Y en ese contacto ínfimo es que aparece el mal al que deben combatir o unirse, o la derrota, —paradójicamente— eterna ganadora en este caso.
El cura en La noche de la iguana, Lautrec asombrado en Moulin Rouge (1952), los vaqueros nostálgicos de The Misfits (1961), los cazadores de The Roots of Heaven (1958) o Leonora (Liz Taylor) muriéndose de tedio en Reflejos en un ojo dorado (1967) no son más que seres fuera de su tiempo, espectros anacrónicos arrastrados por el pasado y una soledad enorme que se les pega a la piel como una costra, tan estrechamente adherida que intentar removerla es un imposible, y ellos lo saben. No logran comunicarse con nadie, no pueden expresar lo que sienten, y esa es en gran parte su tragedia. Aún en las descripciones de grupos humanos, como en El tesoro de la Sierra Madre o El honor de los Prizzi (1985), no hay realmente lazos solidarios. Huston los muestra individualistas y aislados, y sólo de vez en cuando se permite alguno hacer un gesto que indique un asomo de altruismo o buena voluntad.
Coherente con ello, el estilo visual de este director es igual a sus personajes: seco, directo, de frente. No hay rodeos espaciales o temporales, sus filmes son lineales, llenos de planos largos, con los movimientos de cámara exactos para lo que Huston pretende: mostrarnos unos ambientes sencillos, oscuros y por lo general decadentes. Siempre lo rodeó un equipo técnico y de producción que le fue fiel a pesar de sus inconstancias y explosivos cambios de humor y de planes. Con él trabajó gente como Cedric Gibbons, el venerado escenógrafo de los musicales de la MGM, el músico Max Steiner, el guionista Peter Viertel, los productores Sam Spiegel y Ray Stark, y fotógrafos como Arthur Edeson y el mítico Gabriel Figueroa. Todos sabían que con él cualquier cosa podía pasar, pero se arriesgaron —testarudos— a ayudarle a transformar sus ideas en imágenes.
Viertel publicó en 1953 un libro sobre sus experiencias durante la filmación de La reina africana (Katherine Hepburn escribió otro), texto que Clint Eastwood leyó y transformó en la película Cazador blanco, corazón negro (1990), que es —de alguna manera— su homenaje a Huston, a quien retrata como uno de sus personajes cinematográficos: con la soledad de quien no es comprendido y resulta a su vez víctima de unos demonios interiores a cuyo influjo destructor no logra —¿no desea?— oponer resistencia.
LAS RISOTADAS DEL DIABLO
«Sin el mal simplemente no existiría la dramaturgia»
(Héctor Sierra)
Refiriéndose a El honor de los Prizzi, Luis Alberto Álvarez, en su texto Páginas de cine vol. 2, dice: «Más que satírica, sarcástica hasta el cinismo es la aproximación de Huston a su tema». Y no sólo a este tema, le faltó decir al maestro Álvarez, sino también a una buena parcela de su filmografía. El corrosivo humor de John Huston ha dejado herederos en los hermanos Coen, en Quentin Tarantino, en el escocés Danny Boyle y en el Stephen Frears de The Grifters (1990), que protagoniza —así es la vida— Anjelica Huston, la hija que tuvo de la unión con la bailarina Enrica Soma, su cuarta esposa. En cuanto a la herencia, se trata de un material oscuro e inflamable, que Huston dosificó en sus películas: mientras en unas es una gota de acidez colada en un diálogo, en otras es la absoluta risotada de un diablo gozón.
Si las conversaciones entre Bogart y Hepburn en La reina africana despiertan una ligera sonrisa por su mesura y agilidad, no podemos decir lo mismo del tono francamente irónico de Beat the Devil, realizada tres años después. Con un guión virulento de Truman Capote, esta cinta es una burla evidente al propio cine de Huston. Contada en tono de parodia, no repite otra cosa que la estructura básica de El halcón maltés, pero el sueño no se dirige ahora sobre una ave con joyas, sino a un terreno con uranio. Da igual: sigue siendo una utopía. Lo que no pudo ser igual es la caracterización de los personajes, pues caricaturizando a todos, Huston pudo castigar otra vez la empresa criminal, esta vez debido a la incapacidad y a la torpeza.
El ambiente gótico que rodea este filme lo ha convertido en un extraño clásico, una pieza de culto a la manera de Wise Blood. En ésta, Huston utilizó la ironía para suavizar un poco la temática espinosa de los falsos profetas, pero su acercamiento es el mismo: amargas caricaturas se arrastran por un mundo urbano alienado, frío y de una completa soledad. El tono de pesadilla inconclusa de esta cinta lo comparte otra pieza burlona y feroz: Bajo el volcán, según la obra de Lowry, donde la iconografía mexicana de la muerte es telón para un ámbito de destrucción personal que ya nos había anticipado en La noche de la iguana.
Al humor sutil retornó en El hombre que sería rey y en Annie —su único musical—, pero el viejo maestro no quería morirse sin que viéramos otra vez su sonrisa maligna, y por eso existe El honor de los Prizzi, en cuyo título se anticipa ya la primera zancadilla: allí no hay honor, ni alianzas, ni amigos. Solamente el individualismo eterno y la ambición desmesurada de unos cuantos. El cinismo del director no tiene piedad hacia sus personajes, aunque de todos modos son tan sólo bocetos de personas que Satán dibuja a mano alzada en momentos de ocio.
Lo que llama la atención del humor de Huston es la sensación de incomodidad que despierta, el hecho de sentirnos atacados en medio de una balacera en la que no sabemos cómo nos hemos involucrado. Este director supo llegar a los cimientos del humor negro y, adobándolo con su mitología personal de personajes góticos, tristes y yermos, logró extraer de ahí una mueca, un rictus de pasmo antes que una fácil carcajada. Es perceptible en el aire cierto tufillo a azufre…
GENTE COMO JOHN HUSTON TAMBIÉN SE MUERE
«No era Huston que te murieras, John»
(Sandro Romero Rey)
Huston, que se casó cinco veces, que fue mayor en la Segunda Guerra Mundial, que se ganó un Oscar como director, que estuvo en la lista negra de la cacería de brujas, que fue capaz de dejar a la Hepburn en el Congo mientras se iba a cazar elefantes, que se hizo ciudadano irlandés, que fijó su residencia final en México, que dirigió a gigantes corno Lauren Bacall, Marilyn Monroe, Clark Gable, Marlon Brando o Deborah Kerr, que dio vida a Anjelica y a Danny, que bebió lo que quiso y que fue actor en casi treinta películas de otros, murió un agosto de 1987.
Con personas tan vitales como este maestro, nos parece a veces que la muerte no puede tocarlos, que han comprado hace mucho un boleto a la eternidad, y en este caso así ocurrió, pero gracias a que su obra lo sobrevive y lo revive cada vez que la pantalla blanca es tocada por la luz de un proyector. Nos dejó su universo de solitarios y egoístas, de buscadores irredentos de algo esquivo parecido a la felicidad y que sólo encuentran la derrota y el dolor, luego de contemplar el enorme abismo de sus vidas. Huston hizo del fracaso una virtud, y del perdedor un héroe. Redime así a la masa anónima que nunca consiguió nada, que sólo tuvo sueños, premios de consolación, lágrimas no disimuladas y, de pronto, una palmadita en la espalda.
Hemos retornado a su recuerdo, y John Huston, ya viejo, de barba blanca y puro en la boca, nos recibe sonriente ofreciéndonos un trago de tequila candente. Y, claro, lo recibimos aliviados. ¡Salud, maestro!
John Huston acepta el Premio AFI por los logros de su vida. Cortesía de AFI. Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=jnclaqZ7SeE[/youtube]
“La reina de África” de John Huston. Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=PS3Mbhc82uk[/youtube]
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* Juan Carlos González Arroyave es médico microbiólogo. Columnista editorial de cine del periódico El Tiempo, crítico de cine de las revistas Arcadia, El malpensante y Revista Universidad de Antioquia. Actual editor de la revista Kinetoscopio, donde escribe de cine desde 1993. Dirige el cineclub de la Universidad EAFIT desde el año 2000.
El presente ensayo hace parte de su libro « Grandes del cine», publicado por la Editorial Universidad de Antioquia.