En esta nueva situación vital, que en la película queda representada por la edad madura de sus protagonistas, el exceso de sus fiestas y sus melancólicas conversaciones —ya cansados, que no hartos, de su propia mundanidad exitosa—, la decadencia toma dos formas posibles: el fin de todos los proyectos mundanos o el simulacro de los proyectos vividos y terminados, que es una reiteración obscena y excesiva de lo que antes fue. Parafraseando a Jean Baudrillard, ambas son formas de la des-ilusión vital, lo que queda cuando ya no es posible la ilusión, la magia del proyecto que embarca, por el cual uno sacrifica su vida confiado, sin reparar en que consume un tiempo y una energía de juventud que no habrá de volver y que, en el peor de los casos, harto frecuente, habrán de ser lamentadas después («des que vemos el engaño / y queremos dar la vuelta / no hay lugar», vuelve a cantar Manrique). En el segundo caso, la ilusión es tan poco creíble ya que sólo podemos exagerarla, forzarla, exprimirla, para ver si aún da algún fruto, siquiera mermado, remedo y residuo de la vitalidad desaparecida. En el primero, echamos a andar sin destino, mirando por primera vez lo que, a nuestro alrededor, siempre había sido experimentado al trasluz del interés del proyecto vital, y que ahora podemos apreciar, elevado a rango de belleza, con un desinterés atento que deja hablar a las cosas y mostrarse desde sí mismas.
Ilusión y des-ilusión son un juego de espejos. Si la primera nos ofrece una alegría de vivir, el ánimo para embarcarnos en proyectos vitales, a la segunda le acompaña un sentimiento de despertar de la consciencia por haber descubierto la falsedad de lo mundano, la vanidad de todo proyecto, que nos sitúa ante la vida con ojos diferentes en el compromiso de decidir cómo seguir entonces viviendo, qué es lo que merece o no la pena, qué es lo valioso (Gambardella, en un tópico con escasa fortuna poética: llegado a cierta edad, «no podía perder el tiempo haciendo cosas que no quiero hacer»). Ambas, ilusión y des-ilusión, reclaman para sí el estatus de verdad vital, y ambas se acusan mutuamente de falsedad, la una por su fantasiosa jovialidad, la otra por su afectada pose, ambas dignas a su manera, aunque siempre vanas desde una ética radical. ¿Qué es ilusión y qué certeza? Todo es fantasma que se desvanece, como Romano, el amigo, la jirafa que el ilusionista hace desaparecer, y Ramona, la casi enamorada que acaba de fallecer.
MUERTE
La decadencia inaugura el sentido apremiante del final y de la muerte, convertidos en única referencia de verdad, frente a la cual ningún proyecto humano resiste la comparación. Todo el juego social de la mundanidad, la motivación de los proyectos personales y colectivos, la vitalidad de la pasión, se derrumban cuando afrontamos la muerte, y nuestro querido Gambardella se derrumba también y llora sinceramente la muerte de la antigua amada, como llora la muerte del desquiciado hijo de su amiga, la marquesa, personas que no tienen un protagonismo en su vida, meros figurantes entre muchos otros. Ignorando su propio código de comportamiento público (su mundanidad refinada), llora sólo porque es la muerte la que entra en escena, no importa de quién. Una vez alcanzada la decadencia consciente, la muerte de cualquiera es la muerte de todos, también la nuestra, ante la que no cabe subterfugio, disimulo o dilación. No se puede mantener la afectación pactada del funeral, no basta la mundanidad elegante, el criterio público del saber estar se ve sobrepasado, dejado atrás, y el llanto revela un vacío anómico que deberá ser rellenado con nuevas preguntas que siempre serán graves, nuevas respuestas que siempre serán sentenciosas, o con nuevos paseos entre las ruinas de uno mismo como metáfora de una soledad radical contemplativa y bella.
Sin embargo, la muerte sucede como elipsis narrativa, no sabemos hablar del vacío que presentimos en ella, se anuncia, pero no se representa (como en el endemoniado hijo de la marquesa, que se encamina hacia el suicidio, o en Ramona, su última pareja, tumbada inmóvil sin responderle). Lo único que se representa es el funeral afectado y el llanto anómico y, por eso, sin consuelo. No hay suceso en la muerte, que es un presente absoluto, un límite hacia el que se camina y que, llegado, ya es ido, sino un apagarse de luces que dejan de ser contempladas, en seguida sustituidas por nuevas luces, decorados y paseos reflexivos, una cesura después de la cual ya nada puede ser. «Ahora, ¿quién va a cuidar de ti?», le preguntan en la siguiente reunión mundana. Pregunta que no puede tener más respuesta que «uno mismo, y nadie»: «a mis soledades voy, / de mis soledades vengo…», con Lope. Sin norma, sin nadie, sin futuro, a solas, en el permanente soliloquio de quien se habla sin posibilidad de interlocutor, en la construcción final de un yo ajeno al mundo, vuelto hacia sí mismo.
BELLEZA
Después de la mundanidad vana, instalados frente al sinsentido de la muerte y los finales, en la decadencia consciente, solitaria y sin ley, quizá lo que nos quede sea la belleza de las ruinas (las romanas, en la película) que sirven de decorado fantástico para la ilusión de la vida, la belleza que sólo encuentra ya un habitante muerto en vida, un espectador que no sabe ni puede encontrar sentido más allá de la mera contemplación serena, la que acompaña al paseo reposado sin destino y el soliloquio interior, la grandeza de una civilización, el magno imperio, que los demás sólo vemos como espectáculo para almas banales incapaces de conmovernos, o sólo capaces de una conmoción afectada y no crítica, incapaces de mirar más allá de nuestra mundanidad, reservadas para el placer desapasionado del paseante melancólicamente consciente. La belleza de las estatuas encerradas en la penumbra del palacio, en otra de las escenas de la película, que es solemne y silenciosa, velada pero no secreta, sino reservada a unos pocos. La belleza sucede a espaldas de la bacanal mundana, o junto a ella pero desapercibida. Hay que buscarla con el respeto que exige la piedra y la penumbra. Lo único bello es finalmente la ruina, una decadencia histórica paralela, total, imperiosa, que no complementaria, a la decadencia snob de la mundanidad romana de las fiestas y las reuniones sociales.
La muerte es el tema de La gran belleza, por eso la película merece una lectura impregnada de una profundo clasicismo latino, que en nosotros será, con el tiempo, una verdad barroca oscura y recargada, ética y sentenciosa, serena en su estoicismo tardío y su triste burla tragicómica: «no muera vuesa merced, señor mío —ruega el buen Sancho—, sino tome mi consejo y viva muchos años…», donde el trance final del Quijote muerto por Cervantes produce una risa compañera que no es cómica, sino presa de una profunda soledad, la del moribundo que nos contempla. ¿El único sentido es entonces el sinsentido del morir? No exactamente, pues también la mundanidad y la estética decadente (no trágica, sino serena y estoica) crean sentido válido para quienes las vivimos, sólo que la mundanidad es vacua al fin y deberá abandonarse, o mentirse, así como la decadencia no es una elección, sino el resto que queda tras la mundanidad, un sentido no provocado, el único posible que acompaña al paseo por la vida, pues la belleza surge o brota de sí misma en la mera contemplación de un hombre que ya ha renunciado a encontrar. El acto mismo del contemplar desinteresado es la fuente de la belleza, que es la forma estética de la muerte, de las ruinas, de la evidencia imperiosa de que todo lo que se nos presenta tiene un fin.
LA FARSA ES EL FINAL
Acabemos ya con el texto que cierra la película y la reflexión en la voz de un inspirado Gambardella: «siempre se termina así, con la muerte, pero primero ha habido una vida oculta bajo el bla, bla, bla […] Todo está resguardado bajo la frivolidad y el ruido: el silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo, los demacrados en constantes destellos de belleza, la decadencia, la desgracia y el hombre miserable, todo sepultado bajo la cubierta de la vergüenza de estar en el mundo, bla, bla, bla […] Así, pues, que empiece la novela. En el fondo, es sólo un truco».
La vida y la muerte, la decadencia, la miseria y la belleza, toda trascendencia es hablar por hablar, bla, bla, bla (vanidad de vanidades, todo es vanidad). Los paseos y las ruinas, las crisis existenciales, la melancolía poética, todo no es sino un truco, la santa subiendo a duras penas la escalera de su calvario, el recuerdo de la novia de juventud mostrándole el pecho, la vergüenza de estar vivo y la belleza de la muerte, todo es un truco para comenzar, por fin, una nueva novela. Al final, triunfa la farsa, el teatro, la ficción inteligente y refinada, afinada, gran teatro del mundo, sólo digno para la representación intrascendente, donde la trascendencia y la intrascendencia se confunden, se amparan mutuamente, se prestan abrigo. Elevación, pues, de la farsa a filosofía cínica más allá de la racionalidad, el hedonismo, el estoicismo incluso, un mundo de actores necesitados de texto, un mundo de textos necesitados de autor. En el final del paseo, en la consciencia de la muerte, de la juventud, de la belleza y de la miseria, somos el autor que inventa un mundo, que inventa un sentido que las cosas, las ideas y las personas reclaman o aguardan para continuar la farsa de la vida. El punto y seguido de la rueda de las generaciones y del tiempo («que todo en la vida es sueño…»). En el último escalón de la consciencia, sólo suena ya la voz del autor. También la estética de la decadencia y la consciencia de la muerte son vanas, pero son lo único que nos queda.
No es una conclusión pesimista, tampoco es verdaderamente una conclusión, es la búsqueda permanente del sentido, que en sí no es positivo o negativo, sino que todo lo engloba y lo produce («Ah, menos mal que todavía nos queda algo bonito que hacer aún. El futuro es maravilloso», afirma un jovial Gambardella). El sentido (el texto) siempre está por escribirse, y por inscribir en él la trascendencia, la miseria, la belleza o el pesimismo existencial, prerrogativas del autor consciente, con la única exigencia, quizá, de que por fin encuentre un motivo para seguir escribiendo. Sea.
+La grande belleza, de Paolo Sorrentino. Cortesía de Indigo Film / Medusa Film / Mediaset / Pathé / France 2 Cinéma / Babe Film / Canal+. Pulsa para ver el video
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* Baltasar Fernández Ramírez es psicólogo social, profesor de la Universidad de Almería. Licenciado y doctorado en psicología en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha escrito trabajos variados sobre psicología ambiental, evaluación de programas, apologías del relativismo, ensayos sobre teoría urbana y teoría social. Coedita la recién nacida revista de acceso libre URBS, Revista de Estudios Urbanos y Ciencias Sociales, y ha dedicado algunos esfuerzos a investigar, criticar y denunciar el estigma social contra las mujeres obesas.