ANOTACIONES DE UNA HISTORIA PANORÁMICA
Por Oswaldo Osorio*
Esta es una historia del cine nacional [1] que se ha escrito teniendo en cuenta unas continuidades y contenidos del discurso historiográfico sobre la base de unos autores y la visibilidad de unas obras canónicas. Este texto ha complementado ese discurso apelando a los conceptos de «película tipo», «resonancias» y «series», así como a la metodología del microanálisis fílmico y de la historia sociocultural. Por eso fue posible crear reflexiones y relaciones a partir de las cuales se pudieran conectar, por ejemplo, las películas de Los Tolimenses, Gustavo Nieto Roa y Dago García, o rastrear el uso del melodrama en los relatos de la cinematografía nacional, desde la primera adaptación de María (la de Máximo Calvo Olmedo y Alfredo del Diestro, 1922) hasta la última cinta del mismo Nieto Roa (Estrella quiero ser, 2014), así como establecer sus conexiones con el tópico recurrente del dinero fácil o con los esquemas del lenguaje televisivo aplicados al cine.
En ese ejercicio de poner a dialogar los discursos de un sector de la historia del cine nacional, que se ha valido de las obras canónicas como base para sus reflexiones, con la lógica de lo que sería la obra típica de este cine, ha salido a flote una paradoja muy significativa: películas como La langosta azul (Álvaro Cepeda Samudio, Enrique Grau Araújo, Luis Vicens y Gabriel García Márquez, 1954), El río de las tumbas (Julio Luzardo, 1964), Canaguaro (Dunav Kuzmanich, 1981), Rodrigo D. No futuro (Víctor Gaviria, 1990) o La gente de La Universal (Felipe Aljure, 1995) pertenecen a la historia canónica que le ha dado sentido a buena parte de los discursos de la historiografía del cine colombiano, pero son obras que en su momento representaron una escisión en la continuidad narrativa o estilística de su contexto (es decir, no eran «obras tipo»).
Sin embargo, muchas de las películas que se podían organizar en unidades más sólidas y que permitían establecer series más claras, con lo cual se podían hacer reflexiones más amplias sobre esta cinematografía, han pasado inadvertidas en los principales relatos de la historia del cine nacional: el cine de género de finales de los años sesenta, por ejemplo (Semáforo en rojo —Julián Soler, 1964—, Aquileo venganza —Ciro Durán, 1967— y El taciturno —Jorge Gaitán Gómez, 1971—), o las coproducciones (con México) de enmascarados, o las comedias populares de los años ochenta distintas a las dos o tres más conocidas del «nietorroísmo» y «benjumeísmo», o las historias intimistas del nuevo milenio, como Terminal y Malamor (Jorge Echeverry, 2001 y 2004), El intruso (Guillermo Álvarez, 2002), Violeta de mil colores (Harold Trompetero, 2005), Karen llora en un bus (Gabriel Rojas, 2011) o Ruido rosa (Roberto Flores Prieto, 2015).
No obstante, no todo el discurso del cine colombiano podría estar cifrado en las discontinuidades y los acontecimientos aislados. También hay unos procesos que, efectivamente, están unidos por una lógica de causalidades y que hacen parte de esa historia canónica, como sucede, por ejemplo, con la estrecha conexión que existe entre el neorrealismo italiano y el Nuevo Cine Latinoamericano con las producciones marginales de los años sesenta o la filmografía de un director como Víctor Gaviria. De manera que en este texto bien han podido complementarse diversas miradas de la historia y algunas nociones teóricas en las que esta se puede apoyar. Así, se ha podido dar una visión que ambiciona ser rica y llena de componentes sobre este fenómeno social y cultural que es el cine en el contexto de un país como Colombia.
Así, este texto desarrolló un relato constituido por bloques temporales, pero también buscó unas resonancias que le dieran sentido a esta historia sin depender de esas continuidades cronológicas. La periodización propuesta, claramente definida en sus criterios en cada capítulo, coincidió en unos segmentos con las propuestas por otros investigadores, pero también propuso algunas variaciones. Por una lógica contextual, es natural que se puedan encontrar las relaciones que crean series y unidades cuando un grupo de películas son contiguas en el tiempo, pero luego vienen las interrupciones de esta línea temporal. De ahí la necesidad y conveniencia de establecer unas relaciones por vía de las resonancias, las cuales atraviesan esos nacimientos y muertes del cine nacional e identifican unas series y relaciones que se sobreponen a las simples construcciones temporales progresivas de una historia que, además, está fundamentada en un número limitado de obras y autores canónicos que incluso lo han sido por cuestiones extracinematográficas (las principales de ellas son la invisibilidad de muchas obras de la filmografía nacional, el desdén de que han sido objeto muchas cintas por parte de los críticos e historiadores o la imposibilidad de estos para acceder a ellas).
Esas series y resonancias se conectan en los distintos periodos, ya sea entre películas, temas, personajes o géneros, manteniendo la esencia que los une, pero poniéndose al día con las distintas manifestaciones sociales, culturales, ideológicas y cinematográficas de cada época. Esto permite no solo rastrear esas prácticas de la industria del cine, sino también realizar lecturas de contexto en todos estos aspectos. Porque la diferencia entre, por ejemplo, Semáforo en rojo y 180 segundos (Alexander Giraldo, 2012), dos thrillers sobre un robo planificado, no solo es el casi medio siglo que los separa, sino también la forma como cada uno asumió las tendencias narrativas de su tiempo (ritmo, encuadres, estructura, dramaturgia), así como la composición y naturaleza del grupo de delincuentes.
Estas resonancias fueron articuladas a partir de ese gran corpus (reciente, amplio, sin los privilegios de las obras canónicas, accesible y bien conocido) que es el cine del tercer milenio, y se proyectaron hacia los otros periodos en un rastreo que casi siempre encontró su respectivo eco en una o varias películas y procesos: lo popular en el cine nacional, asociado generalmente a la comedia populista, al melodrama, a los esquemas televisivos y al cine industrial; el nacionalismo y la identidad nacional, ligados a valores como el folclor, la música, el deporte, la idiosincrasia, el patriotismo y el paisaje; la tensión entre el campo y la ciudad, algunas veces asociada a la dicotomía entre tradición y modernidad; el país político y social como una significativa constante del cine, el cual aborda la realidad desde diversos frentes, como la violencia, el conflicto, el narcotráfico, la delincuencia y la marginalidad; el dinero fácil como leitmotiv de muchas de las tramas pertenecientes a la resonancia anterior; las nuevas formas de asumir el realismo que están unidas tanto a una tendencia mundial como a una distinta concepción del tiempo, el relato y los personajes; y las coproducciones como una salida a las limitaciones de la industria colombiana, pero también como un condicionante de las historias, los personajes y las miradas.
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El presente texto hace parte de: Oswaldo Osorio, Las muertes del cine colombiano, Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 2018
NOTA
[1] Se refiere a Colombia (N. del E.).
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* Oswaldo Osorio es comunicador social-periodista, historiador, Magíster en Historia del arte, candidato a Doctor en Artes, investigador y profesor. Por varios años fue Coordinador de Programación del Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia y del Festival de Cine Colombiano de Medellín, Coordinador de la Muestra Caja de Pandora. Es el director de Vartex: Muestra de video y experimental y autor de los libros Comunicación cine colombiano y ciudad y Realidad y cine colombiano 1990 – 2009. Es el creador de la página cinefagos.net