Cine de Cartelera Cronopio

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Cinefilo

EL CINÉFILO

Por César Alzate Vargas*

En los tiempos en que vivíamos peleando, O descalificaba mis apreciaciones con el argumento, no siempre acertado, de que a mí me gusta todo lo que veo en cine. Me gusta casi todo lo que veo en cine, sí, pero eso se debe a que desde que me convertí en ‘espectador profesional’ (así me calificó una vez una vicedecana de la universidad) acostumbro filtrar la cartelera con un criterio contundente: de entrada descarto todo lo que sea completamente desdeñable, desde las comedias románticas en que la Jennifer Aniston vigente se repite una y otra vez en el papel de tonta peluda, hasta las sagas para espectadores sociópatas en que despedazan personas ante la cámara, pasando por cualquier Nicolas Cage y por los dramones idiotas para adolescentes ídem… (aunque debo confesar que he seguido Crepúsculo, saga que está batiendo los más insufribles récords de ñoñería).

Lo colombiano sí lo veo todo, pero no todo me gusta. Todo lo veo, por un deber moral y, acogiendo el calificativo otorgado por la vicedecana, profesional. Nuestra industria es frágil y es preciso cuidarla acudiendo a las salas donde los distribuidores la reciben de mala gana. Veo todas las películas colombianas que llegan a cartelera, a sabiendas de que si doce títulos se estrenan en un año, dos serán El paseo y El jefe y denigrarán de nuestra condición de seres dotados de sentido estético; cuatro serán En coma; dos estarán en el limbo de lo que iba a ser y no acabó de lograrlo, tipo Karen llora en un bus; dos serán celebradas pero aburridas, tipo El vuelco del cangrejo; una será celebrada y celebrable, tipo Los viajes del viento; y apenas una vez por año tendremos algo de lo que enorgullecernos mucho como Retratos en un mar de mentiras. Las Confesión a Laura de nuestro cine acaso se dan una vez por década y, me temo, en total no suman cinco en toda la historia.

De estos asuntos estoy hablando con I, mi amigo periodista cultural de Bogotá, que ha venido con su esposa a presentarla ante su familia. Me dedica la última tarde de su visita. Como ya conoce el palacio donde trabajo, lo invito a tomar algo en el café del Museo de Antioquia, que tiene vista sobre la interesante plaza de esculturas del maestro Fernando Botero. Allí confluyen todo lo de cosmopolita y todo lo de pueblerino que tiene Medellín. Esto es, un puñado de esculturas que ambicionaría la plaza principal de cualquier capital del mundo, pero ubicada en un rincón poco santo de la nuestra al que van a dar los turistas de cinco pesos que se toman fotografías encima de las esculturas y hasta rayan la pátina de las mismas con simplonas declaraciones de amor. La tarde está espléndida, maravilloso encuentro de sol brillante y brisa fresca, ideal para tomarse un par de cervezas con un viejo amigo y expeler veneno en contra de nuestros denostadores.

—Sos una especie de cinéfago —concluye I cuando acabo mi enumeración de todo lo que sí veo. Habla con ese acento suyo, tan bogotano, ala, que intenta tocar de paisa cuando viene a Medellín, ciudad de donde proceden sus ancestros pero en la que no se arraigó su espíritu. Además habla con buena intención y desconociendo el peligro de escarnio en que sus palabras me ponen.

Me arremete un acceso de pánico. Miro alrededor, los ojos muy abiertos, sintiendo que todo el mundo me ve con reprobación. Siento que descenderán paracaidistas sobre cada una de las esculturas de Botero, se abalanzarán contra el café, me capturarán y darán con este sencillo patriota en algún centro de tortura. Siento que hay micrófonos de la CIA, de la KGB, de Scotland Yard y hasta del DAS instalados en cuanto punto sea posible y siguiendo cada una de nuestras intervenciones. Aparecerá en cualquier momento el inspector Gadget y tratará de capturarme.

Mi réplica es más rápida que la razón:

—¡No, no, no! Cómo se te ocurre. —Tiemblo, pero logro controlar el flujo de aire hacia mis pulmones antes de empezar a hiperventilar. Empiezo a modular muy bien cada sílaba, de manera que hasta los micrófonos del DAS puedan captar mis palabras sin tergiversarlas—. Cinéfagos es la expresión que usan Oswaldo Osorio y los amigos nuestros que saben de cine para referirse a sí mismos. Jamás osaría yo atreverme a semejantes alturas. Yo si acaso veo todo lo que es mínimamente digno de ver en cartelera, pero no sé nada de Hollywood y mucho menos intuyo siquiera lo que hay más allá del horizonte.

Mi tono es concluyente. I entiende que debe callar. Callamos ambos. Con las dos manos alcanzo el providencial vaso de agua que el mesero me trajo hace un rato y, aunque regando casi la mitad, apuro el líquido en un único sorbo hasta el interior de mi conciencia. Mis ojos vuelan de un lado a otro como los de un paranoico acosado por un ejército de sicópatas —perdón si el pleonasmo ofende a los demás sicópatas—, y logro calmarme al fin. Bajo la cabeza, la tomo entre las manos; calculando que en algún lugar de la mesa sobrevive desde la Guerra Fría cuando menos un microfonito de la KGB en buen estado, emprendo el más humilde acto de contrición. Oro, casi en voz alta.

—Señor Dios del cielo y de la tierra, sacrosanto creador del cine y de la crítica, te suplico perdones la ocurrencia de este necio amigo mío y le hagas entender que no debe un humano usar para sí o los de su entorno los vocablos que solo deben nominar a las deidades. Te suplico, avisado señor de los fotogramas, veles por la salud física, mental, económica e intelectual de los cinéfagos que en el mundo son, y permitas que continúen hasta el fin de los tiempos iluminando con su sapiencia las turbias pretensiones de los que simplemente vamos al cine como quien sale de un ahogo a respirar… —tomo aire y me entusiasmo; mis palabras fluyen con emoción—. Señor, ya que no es el nuestro un encuentro frecuente, aprovecho el momento para suplicarte impidas que sea yo o uno de mis amados quien se encarte con los 35 mil millones de pesos que acumula el Baloto. Gracias también por el sol y la luna y por permitir que todavía de vez en cuando los gringos hagan películas como Blue Valentine. No te pido que en Colombia lleguemos a tanto, pero al menos impide que en mi amado país se vuelva a hacer algo como Lecciones para un beso. Y, Señor, last but not least, ya que estás en sintonía con mis amores, te pido como últimas concesiones de la tarde que en su decadencia Woody Allen siga haciendo cositas como You Will Meet a Tall Dark Stranger y que Mel Gibson se rehabilite para que su amiga Jodie Foster nunca tenga que volver a hacer cretinadas. Señor, un último atrevimiento ya que me estás escuchando: mejor si Jodie Foster nunca vuelve a dirigir películas. Así sea por toda la eternidad o al menos mientras yo esté vivo, amén.

Respiro, pues, esperando que me hayan escuchado, no en los cielos en los que no creo, pero sí en el DAS, y que en alguna de sus mazmorras haya un obispo rezando por el alma del expresidente Uribe. Ya sabemos para qué sirven los rezos de los obispos, el alma de ese señor y las mazmorras del DAS. El cielo se tambalea y mejor si cae. Miro a mi amigo I, quien después de tantos años aún no me considera una sanguijuela que se chupa las anécdotas de los demás con el fin de nutrir sus novelas. Hay quien me acusó de semejante exabrupto en días recientes.

I está pálido. Impresionado. Sus cachetes rojos han perdido el color.

—No sabía que fueras tan buen católico —musita.

—No lo soy, querido —susurro.

Y, por si es verdad lo de los micrófonos, desprendo una hojita de la libreta de apuntes que me regaló cierto noviecito y escribo: “Todas esas peticiones que acabo de hacer son una farsa para impresionar a esos organismos de seguridad, que siguen siendo uribistas. La única fe que mantengo en estos días áridos es la que profeso hacia mis gatos”. Le entrego la hojita. I lee, respira, se le llorosean los ojos detrás de las gafitas. Me seco el sudor.

—Dime pues cómo se te puede llamar a ti, que ves, respiras, sientes, amas, odias en cine.

Estos periodistas, tan necesitados de ponerle nombre a cualquier fenómeno. Hay una expresión que siempre me ha gustado mucho, pero como también con los muertos me porto humilde no la uso para referirme a mí mismo: la cinesífilis de Sanandresito Caicedo. Creo que cuando contraje esa enfermedad él todavía estaba vivo. Yo tenía muy pocos años, tan pocos que la nostalgia aún era en blanco y negro, cuando empecé a ver películas en el teatro Palermo del parque de Aranjuez, el barrio donde crecí y sobreviví a la tentación de ser asesinado a balazos en una calle y de noche. Hoy el Palermo no existe; en su lugar, la esquina suroccidental del parque, se levanta una fea unidad residencial; el parque está reducido a estación donde comienza la línea del metroplús, el sistema de buses articulados que rodará por mi ciudad cuando ya no existan el cine ni los sicarios; y el barrio no existe más que en mi memoria. Todo acabó. De mí no queda sino un hombrecito que va a cine obsesivamente. Y lo hago, siempre, siguiendo la sentencia de Caicedito en Que viva la música (por cierto, en proceso de adaptación por parte de Andy Báiz): que donde mejor se respira el ritmo de la soledad es en los cines (“aprende a sabotear los cines”). Todo esto se lo digo a mi compañero de la tarde. Mando:

—Hombre, no te amargués buscándole nombres complicados a lo que es tan sencillo. En definitiva no soy un crítico, ni un realizador, ni un cinéfago, ni un cinesifilítico. —Tomo del morral el ipad que me prestó el ciudadano gay de Medellín y abro la versión en libro electrónico del diccionario de la RAE, consulto y rápidamente encuentro para I la definición elegante de lo que soy yo: un cinéfilo, un simple aficionado al cine, que lo disfruta y nada sabe sobre él—. Aunque sí hay algunas recomendaciones que te puedo hacer: ve a cine a solas o con el chico o chica de tu corazón; si hay público, mejor, porque el público es ingrediente principal, la salecita, de la sazón cinematográfica; mézclate con el público, sé un individuo anónimo en medio de él, pero no cultives las malas acciones de los espectadores pedestres. No hables, no te desconcentres como no sea para dar un beso en la boca de quien esté a tu lado si es el de tu corazón, duérmete si la película está maluca, y no comas. Sobre todo, no comas cosas ruidosas. Los nachos están prohibidos, las papitas están prohibidas, ¡las crispetas están prohibidas! Crispetas es como llamamos en Medellín lo que ustedes en Bogotá llaman maíz pira y en las traducciones mexicanas palomitas de maíz… La regla de la comida puede romperse solo si estás con el chico o chica de tu predilección: la única persona a la que durante algún tiempo soporté masticando crispetas a mi lado era E, pero esto se debía a que estaba podrido de amor; llegó luego el olvido a rescatarme del oprobio, y ahora el mero olor de los bocadillos estos me produce más deseos de venganza contra mi vecino de butaca que los de Freddy Krueger contra los vecinos de la calle Elm que lo quemaron vivo.

Callo. Brindamos. La charla da un amplio giro en torno a Sandrita, la esposa de I, que se ha quedado en casa de las tías empacando las maletas. Pronto me canso de tanto amor, pues mi fuente de dicho sentimiento está seca, y con un silencio diciente le hago saber que no quiero oír más de gente feliz. Acata al momento, él siempre tan generoso. I tiene un alma cándida, tanto que cuando nos conocimos lo obligué a ver Helena, la ópera prima de Jaime César Espinoza, y aunque nunca ha dejado de hacer chistes al respecto tampoco interrumpió nuestra amistad ante tan poco promisorio inicio.

Propone un nuevo regreso al tema dominante de la tarde:

—Cesítar, ¿tú qué piensas de los críticos? —pregunta, otra vez con su necedad. Pero está de visita, no nos hemos visto en varios años y no nos veremos en otros tantos porque yo a Bogotá no pienso ir nunca y él a Medellín viene muy poco, así que hago el esfuerzo de ser amable y responder.

—Ay, hombe, cómo me ponés en dificultades con mis amigos. Estoy impedido moralmente para hablar del asunto, pues varios de los que más temo son además críticos. Pero para no ser grosero con vos, te responderé que detesto a esos críticos que escriben como si tuvieran una gripa mal cuidada: no cultivan el idioma, sus conceptos pueden ser válidos pero están enfermos y, lo peor, ni siquiera van a cine. O hacen como que van, pero se retiran de la sala a los diez minutos. Critican del cine lo que piensan que éste es a partir de sus prejuicios y a los directores por lo que recuerdan haber visto de ellos en su juventud. Aparte de ese feo defecto de algunos cultores suyos, tengo claro que la crítica es un eslabón importante de la cadena cinematográfica, uno que de vez en cuando sirve para conectar a las películas con el público, pero que también es prescindible.

—¿Pero no piensas que para creerle a un crítico es necesario que haya hecho películas?

—¡Absolutamente no! Quiero decir, la realización no es un prerrequisito indispensable de la crítica, y en cambio de vez en cuando aparece por ahí algún Truffaut que pasó de la crítica a la realización. En Colombia tenemos el caso de Lisandro Duque, pero es excepcional. Otros que lo han intentado (los adoradores me van a matar por esto) han fracasado, digamos, simpáticamente: tendrías que ver El niño invisible de Luis Alberto Álvarez. Sergio Cabrera le dijo a R en una entrevista que lo interesante del episodio es que Luis Alberto había podido comprender el cine desde el otro lado, el de la dirección… A más de uno le he oído insinuar algo así como que los críticos deberían hacer cuando menos una película, para que conocieran mejor el objeto. No estoy de acuerdo. El peruano Isaac León Frías nos decía hace años, en una entrevista, que lo suyo con el cine era la crítica y no el papel de realizador frustrado. Mirá: no todos los que amamos el cine queremos hacer películas. Yo nunca he querido, aunque te cuento que C Montoya, la poderosa productora de comerciales, me tiene seducido con el proyecto de adaptar mi primera novela.

—Una loca adorable esa mujer, a propósito.

—Adorable, mientras los vampiros no estén por ahí. Pero volviendo a los críticos, te diré para qué han de servir ilustrándotelo con un ejemplo muy sencillo: uno de mis prejuicios es contra las comedias gringas y de no ser por O, que me recomendó darle una oportunidad, nunca habría ido a ver ese disparate tan divertido que aquí titularon Qué pasó ayer y que en el original se titula The Hangover (en español colombiano, “El guayabo”).

—Tienes que verte la segunda parte.

—Ya la vi.

—¿Ajá?

—Nunca creí que si una comedia gringa tenía tiros buenos, su segunda parte pudiera servir para algo. Pero si O me desmontó el prejuicio contra la primera, me arriesgué a la segunda. Resultado: la escena en que los monjes budistas cascan a los tres tipos me secó a carcajadas.

I ha quedado algo molesto por la interrupción del circunloquio sobre el matrimonio feliz. Lo he venido advirtiendo en la posición de su largo cuerpo, cada vez más pesado en la silla, y lo confirmo al percibir una muy sutil intención de venganza en lo que sigue:

—Ve, Cesítar. Tengo que advertirte de algo: desde tu artículo sobre En coma hay gente diciendo que eres complaciente con el cine colombiano.

Percibo en el tono de su voz que algo de acuerdo está con esa acusación. O tal vez es que estoy paranoico y les invento segundas intenciones hasta a los pájaros.

—Eso dicen los que no lo leyeron, sino que oyeron hablar sobre él —replico con una voz que pretende sonar divertida pero en la que cualquier detective del DAS notará un aire de irritación—. Malditos los que así proceden. Feas mutaciones se enreden en el ADN de su descendencia hasta la quinta generación.

Por supuesto, como ya no peleo con O no lo culparé de esa afirmación. Además porque sé quién la hizo. La hizo el hace rato aludido R. ¡Nazcan sus hijos con nariz de ornitorrinco y cabellera de erizo! Mi buen amigo O ya no me acusa de esas cosas; por lo menos no mientras no tenga muchos rones en la conciencia, que es cuando pasa de querer a todo el mundo a detestarme a mí. Él y yo ahora somos un par de vejetes aburridos que por miedo a romper el fino cristal de su amistad se tratan con toda clase de cautelas, y de vez en cuando coincidimos en algún cine.

—Hoy es el solsticio. ¿Sabías? Comienza el verano en el norte y el invierno en el sur.

—¿Qué comienza para nosotros los del trópico?

—Nada. Para nosotros no comienza nada. Nosotros estamos siempre.

—¿Nos vamos ya, Ivancho?

—Pero primero la foto del recuerdo.

Pagamos la cuenta. En la plaza buscamos a un fotógrafo ambulante y le pedimos que nos retrate frente a la escultura del perrito. Nos ubicamos a lado y lado del bicho y nos robamos sendos bigotes con la ilusión de que traigan buena suerte.

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*César Alzate Vargas es escritor, periodista y magíster en Literatura Colombiana. Ha publicado las novelas La ciudad de todos los adioses (2001) y Mártires del deseo (2007), la antología de textos periodísticos y crítica cinematográfica Para agradar a las amigas de mamá. Periodismo, cine y otras futilidades (2009) y el volumen de cuentos Medellinenses (2009). Se desempeña como coordinador de comunicaciones del Festival de Cine Colombiano en Medellín y del Festival de Cine y Video de Santa Fe de Antioquia. Blog: https://comofieraherida.blogspot.com

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