CINEFILIAS
Por Amílcar Bernal Calderón*
I.
A excepción de la película La mansión de la Araucaima, de don Carlos Mayolo, que resultó, para mí, mejor que el cuento de don Álvaro Mutis de donde salió el guion adaptado, la contienda entre mis viejos amores, el cine y la literatura, siempre la había ganado esta última, quizás porque el formato de una novela, debido a lo ilimitado del número de páginas, permite al autor ser más prolijo que al dueto guionista/director en una película, que dura menos tiempo.
Pero ayer —aplicando mi subjetivo pugilato entre la novela y su guion adaptado— ganó una cinta sin nombre —sobre la amistad—, que pasaron en la televisión y me puse a ver aunque ya había comenzado. Viéndola recordé la película campeona de la amistad, Tomates verdes fritos, que a su vez fue la campeona de las lágrimas: la vi siete veces y cada vez lloraba más por la emoción o la nostalgia de haber tenido y ya no tener amigos tan leales como las dos protagonistas, una de las cuales, con su empleado, mató al marido de la otra porque le daba mala vida, lo vendió como carne asada en su restaurante y hasta el detective que investigaba esa muerte se comió un filete. Nunca antes había llorado tantas veces por la misma cosa, que no era exactamente un dolor sino una emoción multiplicada por el número de amigos que tuve y tendré hasta que se me muera la mano con que saludo, el pecho con que abrazo.
Era imposible, cada vez que salía de ver Tomates verdes fritos, ya adulto y ahogado en el charco de mis lágrimas, no recordar a mi compañero de la escuela primaria, Germán Rodríguez, hijo del dueño del taller de los carros, mi amigo del alma por aquellos días. Yo era el hijo de la dueña de la sastrería que funcionaba en la casa siguiente. Germán, en el colmo de la amistad, se causó una herida grave (un suicidio chiquito) para que lo llevaran al hospital y se librara de ir a la escuela durante esas cuatro semanas que, ambos incapacitados, pasamos frente al televisor en blanco y negro viendo películas del tiempo de la corneta de palo. Durante nuestra incapacidad, periódicamente abandonábamos el televisor para ir al hospital a que nos revisaran las heridas, que magullábamos un poco antes de salir para que empeoraran a ver si el médico nos alargaba las vacaciones y podíamos pasar más tiempo en lo del cine.
El primer día de clase de cuarto de primaria (ambos teníamos once años), media hora antes de entrar a la escuela nos pusimos a apostar carreras sobre las vigas de un edificio que nunca terminaron y se quedó con las tripas al viento, como los cuadros cubistas. Tuve la mala fortuna de tropezar contra una varilla que sobresalía y caí desde el segundo piso hasta el pastizal inclinado donde empezaba la cancha de fútbol que era nuestro reino. Después de dar volteretas en el aire como una cometa loca, quedé sentado mirando el césped y la primera evidencia de mi gravedad fue una gota de sangre que cayó en mi pantalón, desde una herida en forma de medialuna, como una boca hambrienta, que exhibía en la frente. Doce puntos de sutura y vacaciones de un mes mientras la herida sanaba.
Los dos primeros días Germán fue a visitarme por las tardes, después de clase. Al tercer día, a escondidas de mamá, me volé a la hora de salida y fui hasta la escuela a esperarlo para que regresáramos juntos al barrio conversando sobre las películas que íbamos a hacer cuando fuéramos grandes. La última tarde de esa semana él dijo que tenía un plan para que nos siguiéramos viendo durante mi enfermedad, y yo, sin imaginarme lo cruento de su propósito, me puse contento. El lunes siguiente, cuando volvíamos a casa, el pícaro se puso a caminar sobre un pedestal de cemento colocado a lo largo del andén de una iglesia adventista. Del pedestal sobresalía, formando una verja, una hilera de varillas de hierro con el extremo puntudo como un chisme. De repente mi amigo se dejó caer y una de las flechas le entró por la axila y salió por el hombro. Reconstrucción del tendón, dieciséis puntos de sutura en el hombro, dieciocho en la axila y vacaciones de tres semanas mientras sanaba la herida.
Ayer, en la película sin nombre a la que llegué tarde, el cine hizo milagrosa y rápidamente algo que a la literatura le habría tomado más tiempo: dos amigos, once y catorce años, están en un descampado del barrio hablando de sus cosas y tirándose una pelota de béisbol; entonces suena una música que se disfraza de paso del tiempo y los muchachos caminan poniendo cara de malos a lo largo de una calle, hacia la cámara, o sea hacia el asiento donde yo, con sesentaicinco años y frente al televisor, estoy viendo la escena. Van creciendo a medida que se acercan, de tal forma que cuando pasan algunos segundos y llegan al primer plano, tienen veintiséis y veintitrés años y las facciones con que quedarán hasta que la película termine. Con mis disculpas a mis amigos de ahora, que no van a morirse conmigo para acompañarme aunque los mate el mismo hospital, la misma edad, la misma nostalgia, la misma gripe, ésta es la clase de milagros que amo, y esta nota, mi homenaje a la amistad, que avanza codo a codo con la edad, pero no muere nunca.
II.
Estoy en la biblioteca leyendo por quinta vez la novela “Una sombra ya pronto serás”, de don Osvaldo Soriano, un argentino muerto muy joven para desgracia de las letras latinoamericanas. Pero antes de continuar con la lectura voy a escribir esta nota, de tal suerte que si luego los de la revista deciden publicarla va a suceder —porque la razón siente envidia de la magia— que cuando ustedes la lean yo estaré todavía gozándome la novela, despacio, como quisiera la papila que pasara el río de la dulzura; feliz con el perfil y los disparates de los protagonistas, sus diálogos —en lo que Soriano fue un maestro— y esa increíble fuga hacia no se sabe dónde. Los protagonistas son unos locos resucitados que nunca murieron —nadie escoge el cadáver en que quisiera convertirse— y ahora, en un tiempo sin relojes y un paisaje sumido en la desesperanza, entrecruzan sus vidas huyendo hacia un lugar desconocido, en pos de una Ítaca donde nada ni nadie los espera.
En 1993 compré la novela por única vez. Todavía pensaba que uno debía tener una extensa biblioteca si amaba el conocimiento, lo cual J. L. Borges desvirtuó, al final, cuando se disponía a ser ciego de todo el cuerpo, argumentando que sólo se quedaba con unos cuarenta libros —creo que dio esa cifra—, los cuales eran suficientes para vivir, o sea, a su edad, para morir. Yo traía, desde la escuela primaria, la idea de que leer era lo más importante, y por eso compré tantos libros en mi juventud. Después, el áspero paso por la edad adulta me enseñó que lo más importante era comer. Entonces hoy, pensionado y pobre —un pleonasmo—, he concluido que lo más importante es leer lleno, después de comer, por lo que saco los libros prestados en la biblioteca, invierto en comida el dinero que antes gastaba en las librerías, y así le doy gusto a Borges y al estómago.
Pero también es posible que los de la revista pongan mi nota en la basura y, para su desgracia, no puedan ustedes leer estas palabras cuyo objeto era recomendarles esta novela, una de las mejores que cayeron ante mis ojos, amén de la visión de algunas piernas de señora que mejoraron sensiblemente el paisaje y me indujeron a amar las dioptrías de mis lentes.
Leí cuatro veces la novela de marras mientras la tuve, antes de perderla, como se pierde la paciencia o la virginidad, es decir, por culpa de terceros. Algo desconocido me impulsaba a leerla y releerla, hasta que la cuarta vez supe lo que era: hasta la fecha no había leído texto alguno tan cinematográfico como ése.
Me dediqué a buscar quién hiciera la película. Primero le presté la novela a mi amigo Henry Maldonnè, a la sazón decano de cinematografía de la Universidad Periférica, con la condición de que buscara la manera de hacer la película, si le gustaba la novela. Y le gustó pero no salió con nada: era muy costoso hacer cine y no veía quién podía patrocinarnos. Entonces se la presté a mi admirada Kat Saint Marie, fotógrafa artística e hija de una familia acaudalada que, con seguridad, podría producirla. A ella también le gustó la novela pero se excusó de la realización para cine por alguna razón que ya no recuerdo. Al año siguiente un director argentino, Héctor Olivera, hizo la película porque, digo yo, una mañana se dio de bruces con mi frustración, que había volado hasta el sur entre la brisa del aleteo de la mariposa que en las antípodas se convierte en huracán, según la pluma flatulenta de algún escritor. Confieso que, a estas alturas, no recuerdo si la película me gustó.
Tampoco estoy seguro si primero le hice la propuesta a Henry o fue a Kat, pero en todo caso uno de ellos, el último en leer la novela, se la robó. Y ya no tuve libro para hacer un tercer intento de conseguir un productor para mi película, por lo que me quedó en la boca un sabor a frustración que ni la película de Olivera, el mejor de los besos, el más áspero de los rones o el peor de los tabacos me han podido quitar.
__________
*Amilcar Bernal Calderón es ingeniero mecánico pensionado dedicado a la lectura de literatura. Natural de Ibagué, residente en Bogotá. Libros publicados: Solo de retruécanos, poemario publicado en Chiquinquirá en 1999 porque ocupó el primer puesto (ex-aequo) en el VII Concurso Nacional de Poesía Ciudad de Chiquinquirá. La sal de los hoteles: Poemario publicado en Armilla, España, en 2001 al ocupar el segundo puesto en el VI Concurso Internacional de Poesía «Miguel de Cervantes».
Antologías en las que ha sido publicado:
-Fundación Latin Heritage (Estados Unidos), 2012. Poema.
-Aromas de Ciudad, (Estados Unidos), 2013. Poema.
-«Diversidad Literaria», España, 2013. Relato.
-«Biblored» lo incluyó en el anuario de relatos de cafés literarios en 2012 (poemas y relatos cortos)
-«La letra sin sangre», 2013, Fundación A seis manos, Bogotá. Relato.
Publicaciones en Internet: Una vez (2009) ganó una mención en el Concurso de cuentos «Encuentro de dos mundos», de Ferney Voltaire, Francia, y publicaron su cuento en Internet. La revista «Archivos del Sur», de Argentina, publicó, en 2010, un relato porque ganó una mención en una convocatoria. La revista El Buriñón, de Venezuela, publicó en 2014 un relato suyo que salió favorecido en una convocatoria mundial. Libros & Letras publicó dos relatos suyos en 2014. Con-Fabulación publicó dos relatos suyos este año. El blog «Tejiendo Versos» publicó su re-poema UN DESAGRAVIO UN CONSEJO UN FAVOR.
Otros premios:
-Finalista en los Premios Nacionales del Ministerio de Cultura, en narrativa (2000).
-Finalista en Concurso de cuento corto de Samaná, Caldas, en los noventas.
-Finalista en Concurso Nacional de Cuento en Barrancabermeja, como en 1997.
-Finalista en El Concurso de poemas de «Voz Proletaria» en 1992.
-Finalista en Concurso Bohina Roja de Panamá.
-Finalista en Concurso de cuentos para mujeres en Ledesma, España, en los noventas.
Revistas de papel: Revista Número Número (finalista en un concurso de relato). Revista El Malpensante (finalista en un concurso de cuentos de menos de 100 palabras). La revista Letras Universitarias (de la Universidad Central de Bogotá) publicó en 2003 algunos poemas suyos y lo invitó a leerlo en la feria del libro.
El periódico El Tiempo publicó un poema suyo en 2001.