Escritor invitado

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CITA CON LA MUERTE

Por Luis F. López González*

Aún no despuntaba el sol cuando Don José dobló hacia el callejón empinado que llevaba al curato. Su marcha era pausada y trabajosa por el peso de los años. Subió los tres escalones, y dio tres golpecitos en el aluminio de la puerta con la moneda de cinco pesos que pensaba dar de limosna. Se rascó el barro de los zapatos en el borde del cemento mientras esperaba. Ya voy, voy, escuchó una voz adormecida.

¿Lo desperté, padre? ¿Qué horas son? Ya quiere despuntar el sol, respondió Don José. ¿Pasa algo?, preguntó el cura restregándose los ojos. Nomás quería saber si me podía confesar, padre. Pasa, pasa, hombre de Dios, bostezó el párroco con estridencia.

Híncate. Ave María Purísima. En gracias de Dios concebida. Dime todos tus pecados. Don José no se guardó ninguno.

¿No te quedas a tomar un café? Gracias padre, pero tengo que regresar a misa. Ya no tardan en dar la primera. Ya sé, padre. Apenas me da tiempo de ir y venir. Pero si te quedas ya no tienes que ir ni venir. ¿Viniste en la troca? A pata, padre, por eso tengo los pantalones llenos de lodo. Anda, siéntate que ya casi está el café. Se sentó, y permaneció en silencio, admirando el Sagrado Corazón que llenaba toda la pared, mientras el cura servía el café.

El sacerdote le dio la taza humeante, y se sentó respirando con sus narices anchas el aroma del café. ¿Qué mosca te pico tan temprano, Joselito? Nomás quería estar en paz con Dios. Seguro que Dios te hubiera esperado hasta el domingo. ¿Qué tanto puedes pecar de aquí a allí? No me gusta hacer cola, padre. Ah, sorbió.

El canto de los gallos llenaba los silencios que se multiplicaban cada vez más. El cura miró el reloj, y amagó con levantarse.

Le voy a contar una historia, padre. Cuéntame lo que quieras, pero que sea rápido porque allí viene ya subiendo Elpidia a dar la primera. Don José clavó la mirada en las palmas llagadas del Sagrado Corazón que parecían invitarlo a que se acercara, mientras se secaba la frente renegrida con un pañuelo rojo de seda.

Cuando vivía en el norte, en los ochentas, trabajaba en un rancho de chile, de ése que le dicen bel. Yo era el mayordomo de la cuadrilla. Un día un muchacho de aquí de Paracho llegó con su bote lleno de chiles a la traila. Ya es hora del lonche, me gritó tres veces porque el fierro no me dejaba escuchar por el run run. Ya son las doce quince. Al momento que vació el bote, paré el tractor. Luego llegó toda la cuadrilla a vaciar.

¿Trajiste lonche, Joselillo? Yo pensaba ir a comprar una torta a la lonchera. Sacudí la cabeza para indicar que no. Vente, me invitó, yo traje unos paseados. Nos sentamos debajo de un árbol pelón sin sombra. Estás pálido, le dije. Tienes los ojos de molcajete ¿No te sientes bien? Estoy cansado. Anoche no dormí nada. ¿Por qué no?

Te voy a contar una historia, me dijo, pero no te vayas a burlar, Joselillo. Cuando yo estaba más chamaco, mi madre me contó un relato. ¿Un relato?, le dije yo de faceto, ¿y eso con qué se come? Un muchacho de Pajuacarán, dijo, me contó la santa de mi madre, que Dios me la guarde muchos años, se había ido a trabajar a Sahuayo. Y ya tenía muchos años que no visitaba a su mamacita porque se había casado con una fulana de allá, y tenían hijos. Trabajaba en el mercado de abastos, cargando y descargando fruta, verdura y todo lo que llegaba allí. Un día de madrugada, mientras descargaba una carreta de cebollas y rábanos, vio que la muerte se le acercaba, así ñenga y larga, con la guadaña en posición de amenaza. Y cuando sintió que se acercaba más y más, le pareció que la calaca se asustó y corrió. A él le dio un escalofrío que casi le da un patatús. En ese momento tuvo un presentimiento que había sido un aviso del cielo de que su mamacita se había muerto porque ya estaba mayor y enfermita. El pobre fulano soltó la arpilla de rábanos, y dio un gran brinco de la carreta. ¿Ónde vas muchacho?, le preguntó el viejecito que le estaba ayudando a descargar la mercancía. ¡Mi madre!, sólo atinó a contestar. Despegó el caballo de la carreta, y se fue como un judas a Pajuacarán. Ratitos a todo galope y ratitos troteando. No paró más que en el cruce a Cujumatlán cuando lo frenaron a punta de carabina: ¡¿Quién vive?! ¡Viva Cristo Rey!, gritó con más miedo que fe.

El viejo se había quedado descargando en el mercado, y también a él se le apareció la muerte. Él ya estaba curtido. La vio como quien mira a un viejo amigo. ¿Por qué vinites dos veces si ya venías la primera vez y te juites? Es que me sorprendí, contestó la calaca, de ver aquí a ese muchacho con quien tengo una cita en Pajuacarán en cuarenta minutos. Ah, suspiró el viejo, mientras veía que la muerte se le aparejaba más y más con la guadaña en lo alto. El viejo intentó ignorarla, dándole la espalda, pero cuando dio el paso pa bajar la carreta, sintió una opresión en el pecho y cayó con todo y arpilla al suelo. Al caer, un fierro de la carreta le rebanó el cuello.

El muchacho había pasado San Pedro a galope, y rodeado los cerros hasta Pajuacarán. Caballo y jinete ya iban extenuados. Cuando llegó a la entrada de Pajuacarán, se abajó del caballo pa desentumir. Después se volvió a subir, y se fue a trote. Ya iba a clarear, pero el sol había amanecido empolvado. Cuando iba a ganar pa’ arriba por el callejón empedrado onde vivía su mamacita, escuchó un ruido de bala y después un dolor súpito en la boca del pecho. En aquel tiempo todos andaban en armas. Lo confundieron con otro, o fue la de malas. Así terminó ese pobre muchacho, revolcándose de dolor y mordiendo el lodo.

Eso me contó mi santa mamacita, Joselillo. ¿Y eso qué?, le pregunté yo que después de dos tacos ya se me había quitado el hambre. Que en la madrugada, cuando no podía dormir pensando en mi santa jefecita, salí a los baños a vaciar. A esa santa hora sólo se oyían los grillos acuchillando la oscuridad. Cuando me levanté del retrete, miré que la muerte se me aparecía, y se iba. Se aparecía, y se iba, y cada vez se acercaba más y más. Me salí de los baños lleno de espanto porque tengo terror a morir, y antes de entrar a la chocita la volví a mirar, y no se quería ir. Ya no me pude dormir.

¿Y eso qué, Joselito?, preguntó el cura mientras sonaba la segunda. Ese mismito día en la nochecita, apenas cayido el sol, el muchacho iba en su troquita a la Fuforlés a… ¿Qué es furforlés? Es en inglés, padre, un mercadero que está en Mercé. El muchacho iba por la Arboleda pa’ agarrar el 140. Yo no sé cómo, pero se lo llevó el tren. Troca y todo quedaron hechos nada.

¿Quieres otro café, José? Ya no, padre, le agradezco. ¿No te llevas unos aguacates? Los traje de mi huerta de Tancítaro. Gracias, padre, no me gustan los aguacates, y mi vieja no los puede ver ni en pintura. Ya ve que el chingao norte ya nos dejó solos. Gracias por el café, padre. Mire, ya lo está esperando Elpidia pa’ dar la última. Ya me voy a ir acomodando en la banca. Mi vieja dizque iba a llegar primero al molino, pero ya debe estar en el templo. A mi edá’ y con esta enfermedá’ necesito irme pasito a pasito.

Don José dio el último sorbo al café que bebió con granitos molidos, y bajó los escalones con cautela, aferrándose al barandal, y entraba al templo casi vacío.

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* Luis F. López González es de Michoacán, México. Recibió su PhD en literatura medieval de Harvard University. Actualmente es catedrático asociado en la Universidad de Vanderbilt (en Nashville, TN) donde dicta cursos de literatura y cultura. Ha publicado múltiples artículos en revistas especializadas y generales (MLN, Hispanic Review, Romance Philology, Bulletin of Hispanic Studies, Hispania, entre otras) sobre algunos de los autores y textos clásicos de la Edad Media. Además de otros proyectos académicos y ficcionales, el profesor López González está terminando su primera monografía que explora la intersección entre la medicina clásica Hipocrático-Galénica y la literatura en autores como Alfonso X el Sabio, Don Juan Manuel y Juan Ruiz.

 

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