El Salto Cronopio

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CORRÍA EL AGUA ENTRE LAS PIEDRAS

Por Julián Silva Puentes*

El primer recuerdo que tengo de ser un cohete es en la cama de Mamá a los cinco años de edad con los carros haciendo «¡ZUMM!» y «¡BRAMM!» afuera de la ventana. Podía permanecer toda la mañana con la cara pegada al cristal esperando al carro perfecto, un camión de construcción doble troque por ejemplo, para flexionar mis pequeñas piernas y rebotar una y otra vez sobre el colchón imaginando que era yo quien hacía semejante ruido de motor para volar muy lejos de allí, a un millón de kilómetros por segundo, lejísimos, fuera de San Gil, de Colombia, de las Américas y de las nubes del cielo en donde no existen las excusas ni los motivos para pedir perdón.

El Pope era mi mejor amigo y cómplice en todas mis aventuras. Jugaba a ser un cohete conmigo brincando en el colchón de mamá y después saltando en los pupitres del colegio. La profesora de primero bachillerato nos dejaba hacer lo que nos provocaba durante el recreo porque en clases nos portáramos bastante bien, además éramos pésimos en los deportes y preferíamos quedarnos en el salón de clases para subirnos a los pupitres y brincar cada vez más alto. También nos gustaba abrir la tapa de los escritorios de los niños que nos caían mal para robarles las monedas y pegar mocos en las páginas de los libros de texto.

Los niños del salón eran todo lo que se podía esperar a esa edad: torpes, egoístas, crueles y extremadamente violentos a la hora de salir al recreo llevando el dinero de la compra en la mano. A diferencia de todos ellos, el Pope y yo nos mostrábamos delicados y gentiles.

Desde muy temprana edad aprendimos que para sobrevivir en este mundo de locos furiosos, debes ser lambón y solapado. Nosotros éramos ambas cosas al mismo tiempo, y por eso la profesora confiaba lo suficiente como para dejarnos solos en el salón mientras tomaba su almuerzo en el aula de maestros.

A pesar de nuestras buenas maneras y de haber ganado la confianza de la maestra, reprobábamos todos los cursos excepto dibujo e historia. Los estudios eran para los cobardes, así pensábamos en aquellos días, y nada nos importaba menos que cursar los exámenes de matemáticas y biología.

Solíamos inventar pequeñas aventuras para combatir el paso del tiempo que transcurría siempre tan despacio. También jugábamos a memorizar los nombres de las enfermedades sexuales que encontrábamos en los libros de medicina del abuelo, para así poner en evidencia la ignorancia de las personas preguntándoles cómo seguían de la tricomoniasis, o si ya habían encontrado cura contra el granuloma inguinal.

—Imaginemos que estamos explorando Marte y nos encontramos a un grupo de mutantes parafílicos —proponía el Pope cada vez que debíamos habilitar matemáticas en el salón de profesores.

—El que tenga cara de molluscum contagiusum es el jefe de los mutantes —respondía yo para demostrarle que también conocía los nombres de aquellos horrores cuyas fotografías deformes habíamos visto un millón de veces.

Y así llegábamos al salón de maestros, siempre con una aventura en nuestras inocentes mentes, dispuestos a reprobar matemáticas porque nada nos importaba más que ser unos cohetes. Entonces la escuchábamos a ella, a la maestra de primero de bachillerato, llamándonos desde un rincón oscuro con el taper del almuerzo en el regazo:

—Pope, Julián… ¡vengan!

—Sí, profesora Tabba.

La profesora de primero bachillerato se apellidaba Tabba pero todos la llamábamos «Tabla» porque era plana como una tabla para planchar.

No era la primera vez que nos convocaban al salón de maestros para presentar un examen fallido. El padre del Pope había muerto un año atrás y los profesores le tenían lástima como para reprobarlo, y yo, su mejor amigo, debía sufrir viendo a mi madre matarse en su trabajo como secretaria para mantenernos a mis hermanas y a mí después de que mi papá nos abandonara miserablemente.

Movida por el increíble poder de la lástima, la maestra nos ponía a escribir unas cuantas burradas en las hojas de cálculo para justificar que podía aprobarnos, cosa que jamás hubiera sucedido si papá no tuviera el alma en llamas y le hubiera dado por abandonarnos buscando lo que no se le había perdido en el otro extremo del mundo.

«Vengan niños, vengan, acérquense y díganles a los demás profesores aquí presentes, háblenles de todas las cosas que quieren hacer cuando sean grandes», nos decía la maestra con gran orgullo desde su rincón oscuro, porque a pesar de lo mal que nos iba en casi todas las asignaturas, éramos muy educados y de trato amable, aunado a esto, teníamos un vocabulario rico en palabras rimbombantes y términos científicos que nadie salvo un médico hubiera comprendido.

La maestra vivía maravillada con nosotros y nuestra injustificada y elevada autoestima; constantemente nos ponía de ejemplo delante de los compañeros de clase para decir que en este mundo nada es imposible para quienes están dispuestos a soñar. Todavía recuerdo la frase con la que nos mandaba a casa al finalizar el día: «si pueden soñarlo, pueden lograrlo». Efectivamente, el Pope y yo vivíamos soñando que volábamos lejos de allí. Nos sentíamos orgullosos de creernos más lúcidos a la hora de querer algo mejor que vivir en aquel pueblo mugroso y cruel. Eso sí, sabíamos que no éramos los más fuertes ni los más inteligentes, de hecho, nos iba peor que a cualquiera en el colegio, sin embargo éramos todo lo que deseábamos ser, ni más ni menos, y estábamos felices con ello.

Ser bruto y orgulloso es una mala combinación cuando la maestra te tiene preferencia. El Pope y yo éramos ambas cosas y por eso nos ganamos la envidia de nuestros compañeros. «¡Hijo de cuatrero!», me gritaban a la salida del colegio. «¡A tu papá lo derribó la DEA!», le gritaban al Pope camino a su casa.

Ganarse el odio de tus compañeros no es bueno para la autoestima ni mucho menos para el amor propio. Sus insultos eran como combustible de cohete para nosotros y servían para que quisiéramos largarnos más pronto que tarde de aquel pueblo estancado en las telarañas del tiempo.

—Los escupiremos desde el espacio —les respondía en voz alta aunque lo hacía en los ecos fastuosos de mi mente.

—Los mearemos camino a la luna —les gritaba el Pope con toda la fuerza de sus pulmones aunque de dientes para adentro, porque pelear contra una turba de mediocres infelices es siempre una batalla perdida, y no hay peor enemigo que aquel que cree tener siempre la razón.


No era un secreto para nadie que llegaríamos a ser algún día astronautas porque no parábamos de hablar de ello, y la maestra, siempre apoyando nuestras quimeras, se refería a nosotros como a sus «exploradores espaciales». La suya era una fe propia de las madres a pesar de que no tenía hijos; nosotros dos, Pope y yo, éramos lo más cercano a un sobrino que tenía en el mundo. Su hermana mayor y su hijo, según nos confió cierto día, desaparecieron en la tragedia de Armero el año anterior. Se le salían las lágrimas cuando hablaba de ellos. Especialmente de su sobrino.

—Algún día se los presentaré para que viaje con ustedes a la Luna —nos decía con la cara contorsionada por el dolor.

—Lo nombraremos comandante espacial —le respondía Pope para darle por su lado.

—¿No les dije? —le hablaba de repente en una especie de grito apasionado a los demás profesores— ¡Estos niños nos mirarán desde el espacio algún día!

Y continuaba con la mano en el pecho:

—¡Debo hacer a todos un anuncio: La NASA eligió a una profesora Norteamericana para que se convierta en el primer civil en viajar al espacio. El programa se llama Profesores en el espacio, y está diseñado para animar a los estudiantes y despertar su interés en las matemáticas, la ciencia y la exploración espacial.

El Pope y yo éramos negados para las matemáticas y la ciencia pero no para la exploración espacial. Llevábamos años brincando de todas partes y sabíamos que lo más importante para viajar al espacio es contar con una imaginación fecunda y el coraje necesario para adentrarse en los abismos insondables del espacio exterior, eso sin mencionar que los estudios eran para los mediocres y cobardes, como los contadores públicos y los abogados.

Sí señor, Pope y yo éramos mejores que todos esos niños que se partían la cara con tal de llegar de primero a la caseta de la compra, y sus padres, un hatajo de fracasados aún más grandes que ellos, salían cada mañana para morirse un segundo a la vez en la misma oficina de paredes estrechas y placa con marco de cobre falso anunciando servicios profesionales en materia de divorcios, sucesiones, abortos, consejos para los suicidas, consejos para las víctimas de pedofilia, consejos para los pedófilos que intentaban suicidarse después de cometer un acto de pedofilia.

No teníamos ninguna duda al respecto: nuestros padres estaban hechos de un material superior al de los estúpidos con quienes íbamos al colegio.

Mi padre fue a viajar por el mundo cuando yo era bebé porque se metió en problemas con una gente cuya finalidad en el mundo es despertar del sueño que significa estar vivo a las personas. El padre de Pope murió piloteando su pequeño Cessna camino a Miami en uno de esos «viajes misteriosos» que la DEA había tratado de tumbar tantas veces hasta que por fin lo consiguió.

Eran amigos de la infancia así como el Pope y yo lo hemos sido siempre. Las paredes de mi casa estaban llenas de retratos de ellos dos montando en motocicleta, escalando montañas y volando en la avioneta del padre de Pope. Cada vez que sonaba el teléfono, mamá corría a contestar con la esperanza de que fuera él quien llamaba.

Llevábamos esperando esa llamada desde que papá se marchó cuatro años atrás. No fue sino hasta que cumplí diez años que le pedí me dijera de verdad en dónde estaba metido. Hasta ese momento se limitaba a indicarme cualquier lugar en el globo terráqueo y a decir «¡allí está!». Al día siguiente llegaba al colegio feliz de poder contarle a mis compañeros que papá se encontraba en Burma restaurando templos, y que después de terminar allí se iría al Congo Belga a cazar elefantes.

Yo no sabía nada de esos lugares salvo por el viejo globo terráqueo de la casa de la abuela, y como no teníamos nada más que hacer excepto soñar con viajes estelares, Pope y yo dedicábamos tardes enteras a preguntarnos en dónde estaría papá. Girábamos el globo y con los ojos cerrados señalábamos un lugar al azar: «¡Túnez! Allí debe estar papá», nos decíamos, y como el mío era el único de los dos que no estaba muerto, y teniendo en cuenta que habían sido amigos toda la vida, debíamos buscarlo para que adoptara al Pope y de paso le demostrara a todos los cretinos del colegio que mi padre no era un hombre malo como todos ellos decían.

—Tu papá es un hombre muy bueno —me aseguraba mamá cada vez que le contaba las cosas horribles que me decían de él en el colegio—, lo que pasa es que vivimos en un mundo muy malo y a la gente como él le cuesta hacer las cosas al correcto.

Los adultos piensan que para un niño es difícil entender algunas cosas con respecto a sus padres. Yo comprendía muy bien lo que mamá decía de papá y del mundo tan malo en el que nos tocó vivir; desde luego, es más sencillo pensar que los niños son estúpidos y todo se les pasa, especialmente los horrores que cometen sus padres. El mío sí que había hecho cosas estúpidas y justo por eso debió marcharse, sin embargo, yo lo entendía todo, sabía que papá no era un hombre malo porque mamá jamás se hubiera casado con él de haberlo sido.

Pasaba horas mirando su fotografía en la entrada de la casa, sobre la vieja radiola frente a la puerta. Me gustaba imaginar la expresión de su rostro cuando escuchara que su hijo se convertiría algún día en astronauta. Aunque la maestra de cuarto grado había dicho que la NASA enviaría a los maestros al espacio y eso arruinaba un poco todo el asunto.

Mi papá hubiera podido ir al espacio porque era valiente y decidido así como el del Pope, pero, ¿un maestro? En mi colegio a los profesores les olía el aliento a brandy con pastillas de menta, y la ropa la llevaban vieja y descolorida; la maestra de primero bachillerato, por ejemplo, vivía con la loca de su madre a quien le daba por correr desnuda en las calles cuando llovía. La esposa del profesor de historia se fugó con un tipo muy rico porque los maestros no ganan mucho dinero y casi todos ellos viven con sus madres. El señor Ojeda, así se llamaba el maestro, se convirtió en un borracho después de eso, y luego de ser despedido por vomitar a la rectora del colegio en la formación del lunes en la mañana, murió apuñalado en un bar por pellizcarle el culo a la novia de un tipo muy peligroso.

Todos le vimos las tetas a la madre de la maestra de primero de bachillerato cuando llegó cierto día totalmente desnuda a preguntarla al colegio. ¿Y la NASA quería llevarla a la Luna? ¿Qué dirían si vieran a su madre mostrando las tetas en el centro de control de Cabo Cañaveral? ¿Se la llevarían a ella al espacio también? Desde luego, al Pope y a mí nos importaba poco que la madre de la maestra mostrara las tetas o la suerte del señor Ojeda. Me refiero a que a los diez años de edad se es tan insensible y egoísta como un sociópata, y la suerte del mundo te es tan extranjera como el lugar a donde van a parar los orines y la caca de la mañana al tirar la cadena del agua.

—Puede que algún día viaje con ustedes al espacio —dijo la maestra de primero de bachillerato allí mismo, en la sala de maestros con aquella sonrisa alegre y patética a la vez—. Llevaré a mi sobrino conmigo, claro, porque para cuando ustedes tengan edad de viajar ya habrá regresado de Armero, y yo que soy maestra podré ser parte de Profesores en el espacio, en la NASA… ¿Se imaginan? Enseñando español y literatura desde el espacio, y matemáticas también, porque son importantes para calcular las distancias en años luz. ¿Sí lo sabían? ¿Lo que son los años luz?


Los profesores evitaban la mirada de la maestra de primero de bachillerato porque todo lo que decía sonaba triste, incluso cuando bromeaba con respecto a algo tan sagrado como la NASA. El Pope y yo, que la creíamos tan evadida como su madre, nos limitábamos a reír con ella porque era lo que se debía hacer para no alterarla.

—Debe tener neurosífilis nabética —dije en cuanto salimos del salón de profesores con el examen aprobado sin haber respondido una sola de las preguntas.

—¿Quieres decir que se volvió loca por la sífilis? —respondió el Pope para demostrarme que también él sabía lo que era la neurosífilis.

En aquellos días nos parecía muy gracioso ponerles cara a las enfermedades del libro de horrores sexuales del abuelo. Dudo que la maestra de primero de bachillerato estuviera loca de sífilis, es decir, no se meaba en los calzones ni salía a la calle desnuda cuando llovía, de hecho parecía bastante cuerda y no se le veía nunca saliendo con hombres tampoco; tal vez por eso vivía tan triste, me refiero a que sin hijos ni novio debía sentirse bastante sola, pero eso es algo en lo que se parecían todos los adultos que yo conocía, hablo de la constante expresión de fracaso que llevaban todos ellos sin importar a qué se dedicaran o adónde se dirigieran en la mañana al salir de sus casas.

La fotografía de papá en la vieja radiola brillaba como si tuviera un sol muy pequeño dentro de sí y conociera los secretos de un mundo mucho más benigno que este en el que le tocó vivir. Solía pasar horas comparando a los papás de mis compañeros de colegio con la fotografía del cometa incandescente que era mi papá.

—Seguro nos llevará a uno de sus viajes al África —le decía al Pope cuando me daba por imaginarlo regresando a casa lleno de regalos y con un millar de historias para contar.

—Escuché a mi mamá hablando con la tuya por teléfono el otro día —respondió aquella vez Pope como para bajarme de mi nube—, y le dijo que debía olvidarlo de una buena vez para que saliera al mundo y disfrutara de la vida antes de que fuera demasiado tarde.

—¿Disfrutar de la vida? —le pregunté— ¿Cómo así que disfrutar de la vida? ¡Mi mamá no puede disfrutar de la vida porque mi papá no está con ella! ¿Crees tú que papá está disfrutando la vida sin nosotros? Mi mamá llora todas las noches antes de acostarse, ¿y él crees que no llora todas las noches antes de acostarse allá en donde sea que se encuentre? ¡Claro que debe hacerlo! Debe llorar como una niña de cuatro años todas las noches antes de acostarse pensando en nosotros… y te diré otra cosa como para que no andes creyéndote la estrella del programa: ¡el novio de tu madre es abogado!

La estrella del programa era un show de la televisión en donde los participantes debían escalar muros artificiales, molerse a golpes con bates de pasta y comer basura para ganar viajes a Italia, neveras y carros último modelo. Quien ganara tres de los cuatro retos y llegara hasta la meta, era proclamado la estrella del programa y dejaba de ser al instante un perdedor como los papás de mis compañeros de colegio y como el novio de la mamá del Pope, un abogado nada más y nada menos.

—A mí tampoco me gusta el tipo —respondió el Pope tratando de no mostrarse herido—, pero mamá parece feliz y la tuya se pone a llorar cada vez que suena el teléfono.

Mamá no lloraba cada vez que sonaba el teléfono pero sí lloraba cada vez que no era él quien llamaba, lo cual sucedía todas las veces que sonaba el teléfono porque papá no volvió a llamar ni a aparecer jamás.

Nadie llamaba a la casa excepto el Pope, la mamá del Pope y el vecino del piso de abajo. Siempre que sonaba el teléfono, mamá salía corriendo y gritaba «¡ALÓ!». También yo gritaba «¡ALÓ!», pero bien adentro de mí mismo porque no quería ponerla más nerviosa de lo que estaba. «¡ALÓ!», decía mamá, y entonces la cara se le ponía toda verde y yo sabía que no era papá quien llamaba sino el vecino del apartamento de abajo.

—¡El agua está corriendo entre las piedras otra vez! —decía el vecino.

—¡Pero si está lloviendo! —respondía mamá conteniendo las ganas de llorar.

—¿Por qué no manda a tapizar esas mugrosas piedras? ¡Cada vez que llueve el agua se filtra por mi techo desde su patio!

—¡Yo no tengo plata para tapizar nada! —respondía mamá.

—¡Tapícelas usted misma!

—¡Mi marido se encargaba de esas cosas!

—¡Me importa un comino que su marido se haya largado! ¡O tapiza esas putas piedras o llamo al dueño del edificio!

—Quienes una quiere que se desaparezcan para siempre, no lo hacen —respondía mamá como para sí.

—¿Qué dijo? —gritaba el vecino del otro lado de la bocina tan fuerte que se le escuchaba desde su casa— ¡Aló! ¿Qué fue lo que dijo? ¿Me está amenazando? ¡Yo no le tengo miedo a su marido! ¡Aló! ¿Me está escuchando? ¡Este pueblo está lleno de cuatreros y yo no le tengo miedo a ninguno de ellos! ¿Aló? ¿Me escucha?

Siempre que llovía sabíamos que el vecino llamaría para gritarnos por las piedras, no obstante, mamá jamás perdía la esperanza y contestaba el teléfono en cada ocasión para desilusionarse una vez más y otra después de esa, porque papá no volvió a llamar ni a aparecer jamás.

La maestra de primero de bachillerato estaba tan emocionada con la idea de ver a una de las suyas volando por los cielos con la NASA, que trajo el televisor de su casa para que pudiéramos ver la emisión en vivo del despegue en el salón. Era un poco vergonzoso verla tan emocionada por algo que no tenía nada que ver con ella.

—Julián, Pope, háblenles a sus compañeros de las fuerzas aerodinámicas a las que se expondrá el transbordador en cuanto despegue.

Nos dejaba verdes con aquellas preguntas tan sofisticadas, porque ni Pope ni yo sabíamos nada de las fuerzas aerodinámicas ni de los años luz, pero ella sí que sabía todas esas cosas, además se ponía muy contenta hablando de su sobrino desaparecido.

—Algún día viajaremos todos juntos a Mercurio y ustedes serán los ingenieros que construyan los domos espaciales —decía como para sí misma a la vez que encendía el televisor y acomodaba la antena para captar la señal.


—¿Quién puede decirme el nombre el presidente de Estados Unidos que hizo posible este viaje? —arremetió nuevamente con sus preguntas.

—¡Simón Bolívar! —dijo alguien.

—¡La princesa Diana! —gritó otro.

Estaba tan atareada tratando de captar la señal con la antena del televisor, que no prestó atención a las payasadas que decíamos todos nosotros, además se encontraba en otro lugar muy lejos de allí, tal vez a bordo del transbordador Challenger, dispuesta a pilotearlo.

—¡Listo! —dijo con las imágenes de la tripulación dirigiéndose hacia la nave—. Miren como caminan llenos de confianza… ¿verdad que son hermosos esos trajes?

La expedición la conformaban seis tripulantes y una maestra de escuela llamada Christa Mac Auliffe, a quien la NASA había entrenado para dictar clases desde el espacio. También ella vestía uno de esos trajes hermosos porque había logrado convertirse en un cohete humano.

Algún día los abogados y los contadores subirán al espacio y no habrá lugar para aventureros como mi padre y el de Pope, pensaba. La profesora de primero bachillerato pensaba lo mismo y no quería callarse al respecto.

—Cualquiera que lo desee podrá viajar al espacio algún día —nos decía sin separar los ojos de la pantalla—. El mundo está cambiando, niños, esperen y verán… este es solo el princi… ¡ahí está ella!

Ahora que cualquiera podía convertirse en un héroe intergaláctico, incluso la profesora de un pueblo en Colombia llamado San Gil, podía soñar con hacer algo increíble de su vida. El Pope y yo no necesitábamos ver a un par de niños montándose a un transbordador espacial para creer que podríamos hacerlo. Teníamos suficiente con nuestra determinación de llegar más allá que cualquier otra persona en la historia de la humanidad; haber nacido en un pueblo en donde no pasaba nada y venir de un país en donde sí que pasaban cosas, pero demasiado horribles como para contarlas, no decía nada de nuestro destino.

—Nuestro destino —le decía al Pope —no depende de dónde vengamos sino a dónde queramos ir.

Él estaba de acuerdo conmigo porque éramos de la misma opinión para todo, además estábamos hartos de ver a la profesora de primero bachillerato puteando nuestro sueño de convertirnos en astronautas al asegurar lo fácil que debía ser llegar a la NASA si estábamos dispuestos a trabajar muy duro y a pasarnos la vida soñando con ello.

El trabajo lo asociábamos con las oficinas de los abogados y contadores que había en el centro. El consultorio del abuelo estaba allí también, en el centro, pero no quedaba mucho de él porque había muerto hacía seis años y otra persona ocupaba la oficina. Solíamos pasarnos con el Pope por allí para preguntar por el médico Puentes.

—¡Mi padre se está muriendo y sólo dejará que el médico Puentes lo vea! —gritaba en cuanto entraba, así como muy afanado, a la oficina que algún día sirvió de consulta a los pacientes de mi abuelo.

—¡Aquí no hay ningún doctor Puentes! —respondía la misma secretaría de siempre.

¡Entonces mi padre se va a morir! —le gritaba yo en un alarido prolongado mientras salía corriendo.

La secretaria debía saber que estábamos bromeando porque hacíamos la misma chanza una vez por semana. Siempre nos respondía lo mismo y hacía como que se angustiaba de verdad. «A lo mejor esta vez sí es en serio», se habrá dicho en cada ocasión. Y a lo mejor sí podía serlo, claro que para eso papá debía regresar a casa algún día, al menos para que lo viéramos morir.

—¡Ya se están subiendo a la nave! —dijo la profesora de bachillerato indicando las imágenes en el televisor.

Debía ser muy viejo aquel aparato, porque pesaba tanto como una nevera y además transmitía las imágenes en blanco y negro. Me imaginé que así debía ser su casa y todo lo que sucedía allá adentro era igual que en el televisor, es decir en blanco y negro. Por alguna razón, me parecía que las tetas escurridas de la madre, en contraste con todo o demás, debían de brillar.

—Le deben llegar hasta la cintura —dijo el Pope refiriéndose a las tetas de la madre de la profesora.

—A lo mejor brillan como las luces de neón del hospital —le respondí justo cuando el Challenger ganaba distancia del suelo.

—Cuando mi sobrino vuelva de Armero, viajaremos todos juntos hasta Mercurio en uno de esos transbordadores espaciales —dijo la profesora sin venir al caso y como para hablar de cualquier cosa.

—La pobre cree que el sobrino sigue vivo —le dije a Pope en voz baja.

—La neurosífilis vuelve loco a cualquiera —me respondió, y entonces, justo cuando le iba a decir algunas cosillas que había leído en el libro de horrores sexuales del abuelo, la nave explotó.

—¡NOOOOOOOOO! —gritó la profesora de primero bachillerato levantándose de la su silla— ¡Los paracaídas! tienen que haber paracaídas en las naves espaciales también… ¿verdad que hay paracaídas en las naves espaciales?

La maestra nos hacía esa pregunta al Pope y a mí sin dejar de mirar el televisor. Se pegaba tanto a la pantalla que no podía distinguir una forma de otra. De todas maneras, quería que le habláramos de los paracaídas y las naves espaciales; a lo mejor sabíamos algo que ella ignoraba y por eso insistía en que le aseguráramos que en efecto habían paracaídas en el Challenger y que todos los tripulantes alcanzaron a salir antes de que explotara.

—Escuché que la NASA tiene una tecnología tan avanzada que puedes teletransportarte al momento más feliz de tu infancia con tan solo presionar un botón —dijo de repente la maestra ante nuestras caras atónitas.

Como la tragedia que presenciábamos sucedía en la televisión a miles de kilómetros de San Gil, nuestras reacciones eran más bien lentas. Parecía como si fuera un programa de ciencia ficción barato, uno de naves espaciales y explosiones en el cielo.

Hoy en día soy de la opinión de que si hubiéramos hecho alguna cosa diferente a lo que hicimos, probablemente nada malo hubiera sucedido. La maestra estaba teniendo un momento definitivo en su vida y nosotros ayudamos a que fuera definitivo del todo.


La risotada se escuchó en la fila de atrás y nadie pudo parar de reír después de eso. Sucede lo mismo en la iglesia cuando te da por reír sin motivo alguno y ya no puedes parar una vez empiezas. La maestra nos miraba sin saber qué decir ni qué hacer; miraba al televisor y después nos miraba a nosotros. No sé si a los demás les pasaba lo mismo, pero sentía una pena profunda por la maestra y quería dejar de reír porque sabía que estaba sufriendo. Al Pope le pasaba lo mismo y me miraba como pidiéndome que lo ayudara a detenerse. La maestra nos miraba a nosotros también.

Entonces empezó a reír con nosotros.

La risa de la maestra nos quitó las ganas a todos nosotros de reír. No sé muy bien por qué reímos en primer lugar, pero verla a ella riendo de forma tan violenta, nos quitó las ganas de volver a reír para siempre.

Y así continuó durante diez minutos, atragantándose con su propia risa, hasta que entró la maestra de matemáticas para ver a qué se debía semejante escándalo.

—¡Qué está pasando aquí! —gritó la maestra de matemáticas.

—¡Son unos bebés ahora! —le respondió la maestra de primero bachillerato sin dejar de reír.

—¿Cuáles bebés? —preguntó perpleja la profesora de matemáticas.

—¡Pues los astronautas! —contestó rodando por el suelo con todo y televisor.

La rectora del colegio entró al salón acuciada por el ruido.

—¡Qué es todo este escándalo! —gritó.

—¡La maestra se volvió loca! —dijo uno de los estudiantes en la fila de atrás.

Siempre había alguien en la fila de atrás haciendo las cosas que nadie se atrevía a decir.

Al Pope y a mí nos daba mucha lástima la maestra pero no dejábamos de reírnos en su cara. Le teníamos cariño. Sentíamos pena al escucharla hablar del fantasma de su sobrino o de cualquier otra cosa que no fuera de su vida de profesora.

Aparentar ser feliz no es suficiente para serlo. La maestra debía tener demasiado pesar por dentro como para ser alegre de verdad. Que la llamaran loca fue suficiente para que parara de reír. Entonces puso la cara que debía tener en su interior. Y empezó a llorar.

No hay nada más horrible que ver a un adulto llorar. Yo debía estar acostumbrado por ver a mamá llorando todos los días, pero lo cierto es que no se acostumbra uno nunca a presenciar el dolor ajeno. El llanto de la maestra era tan triste que nadie pudo decirle nada para evitar que tirara el televisor al piso y se echara a correr.

Al día siguiente continuábamos hablando de lo mismo. Era demasiado bizarro como para que no lo hubiéramos comentado en casa, a lo que nuestras madres, la mía y la de Pope, aseguraron que la maestra se había vuelto loca desde que su hermana y sobrino desaparecieron en Armero el año anterior. No les parecía que alguien cuya madre se paseaba desnuda por la calle cuando llovía, pudiera enseñar clases; no es que fueran crueles al decir que estaba loca, pero cierto es que la maestra no fue la misma desde la tragedia de Armero.

La rectora del colegio se llamaba madre Teresa y estaba allí para reemplazar a la maestra.

—Buenos días a todos —nos saludó desde la puerta.

—¡Buenos días! —respondimos a coro de la manera en que se hacía por aquellos días.

—Tengo una noticia muy triste qué contarles —continuó—. La señorita Tabba sufrió un accidente ayer en la noche y no regresará al colegio.

No sé si fue debido a la impresión que nos causó dejar de verla para siempre, o si intuíamos que algo muy malo le había pasado después de que saliera corriendo, pero lo cierto es que reímos una vez más porque reír es mejor que preguntarse sobre las cosas horribles.

Alguien dijo el apodo de la señorita Tabba en voz baja pero lo suficientemente claro para que lo escucháramos en las filas de adelante. Quisiera decir que fui mejor que todos ellos y aguanté la risa. No lo fui.

La madre Teresa estaba acostumbrada a tratar con preadolescentes y no prestaba mucha atención a nuestra altanería. Se veía que los años siendo monja y rectora de colegios la habían endurecido como para que le importaran demasiado las cosas de su oficio.

—¿Qué clase de accidente? —preguntó el Pope serenándose en nombre de todos nosotros.

—La casa en donde vivía con la mamá se incendió —respondió la hermana Teresa.

Nos miramos con el Pope sin creérnoslo del todo.

—¡Se prendió candela en nombre del Challenger! —gritó alguien desde la fila de atrás. Nadie rio en esta ocasión.

A parte de mi abuelo y el padre del Pope, nadie cercano a mí había muerto. Mi abuelo sufrió una trombosis y al avión del padre del Pope lo derribó la DEA cuando llegaba a Miami. Eso era todo.

La muerte de la señorita Tabba era más trágica aún que todo lo demás. Es la novedad lo que hace que la gente sienta lástima y se acuerde de tragedias como la de Armero. Pero, ¿y la maestra? Con la madre muerta, la hermana y el sobrino desaparecidos entre toneladas y toneladas de piedra, barro y escombros en Armero, no quedaba nadie en el mundo que la recordara.

A la rectora no le importaba que nos quedáramos en el salón brincando sobre los pupitres. Le preguntamos si estaba bien que permaneciéramos allí adentro en lugar de salir al patio a que nos dieran un balonazo en la cara jugando al futbol. Una u otra cosa estaba bien para ella, siempre y cuando dejáramos de reprobar matemáticas. Se nos había acabado el reinado, pensamos el Pope y yo, pero al menos podíamos continuar con nuestra ambición de convertirnos algún día en cohetes humanos.


A la edad que teníamos, cosas semejantes a la muerte de una mujer que no fuera nuestra madre, nos importaba más bien poco. Nos daba por hablar de la maestra, por supuesto, e incluso nos parecía verla así como de pasada por los pasillos del colegio.

No duramos una semana brincando en los pupitres porque se nos metió en la cabeza la idea de la señorita Tabla convertida en fantasma allí dentro con nosotros.

—¿Será que nos está viendo en este momento? —me preguntaba el Pope cada día lo mismo.

—No creo que nadie escoja pasar la eternidad encerrado en este colegio y mucho menos en San Gil —le respondí dándomelas de muy racional.

—¡Los fantasmas no escogen en donde pasar la eternidad!

—¿Entonces qué hace la gente cuando se muere?

—Unos se van al cielo y otros se quedan rondando para toda la eternidad en el lugar en donde se murieron.

—¿Y el infierno? —pregunté bastante asustado.

Nadie dijo nada después de eso porque el silencio es algunas veces la mejor respuesta cuando no se sabe de qué se está hablando, en todo caso, ¿qué sabíamos nosotros de la vida, el mundo o de la señorita Tabla? «Si puedes soñarlo, puedes lograrlo», solía decirnos, pero ahora que su sueño de dictar clases en el espacio había terminado, ¿qué más podía quedarle? En cierto sentido puedo entenderla, me refiero a que permanecer para siempre en el mismo lugar en donde naciste, ignorando los secretos que esconden las estrellas, debe ser, al menos para mí, un infierno en sí mismo. En todo caso, el Pope y yo no íbamos a asesinar a nuestras madres porque la NASA decidió que los abogados y las maestras debían llevar su conformismo al espacio, no señor, porque para viajar al espacio no puedes ser un fracasado como la profesora de primero bachillerato o los papás de los cretinos con quienes íbamos al colegio, sino un cometa, eso debes ser todos los días de tu vida, una bola de fuego incandescente rasgando el lecho infinito del cielo, un Dios sol como mi padre, un piloto de avión de la talla del señor Pope, un evadido, un alma en llamas que recorre este mundo buscando la maldita razón de por qué estamos aquí.

 

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* Julián Silva Puentes es abogado de la UNAB de Bucaramanga (Colombia). Vivió tres años en Australia, donde hizo un diplomado «in Bussines». Tiene una novela publicada con la editorial independiente Zenu titulada «Pirotecnia pop», la cual presentó en la FILBO de Bogotá en 2011, 2013, 2017, la FILBO de Lima 2011 y la de Guadalajara 2013. Tiene cuatro cuentos publicados en la revista Número: «El reloj de cuerda» (2006), «Cadencias de un clima sario» (2008), «Feliz viaje señora Georg» (2009) y «El loco Santa» (2010). Fue finalista del Floreal Gorini Argentina con «Las tetas fugaces de Marielita Star» de Argentina (2015), y del Oval Magazine con «Gretchen’s pink pantis», el cual fue publicado en Malpensante. Tiene un libro en trabajo de edición que se presentó en la FILBO de Bogotá este año (2018) titulado «Que el Diablo me lleve si me voy de la Luna». Se trata de una compilación de artículos de opinión que escribió para la Revista Dossier y la editorial Zenu (es la editorial que publicará este libro) cuando estaba en Australia, cuyo tema es la vida de los inmigrantes en AU, los trabajos que hacen para vivir, etc. En ese libro, a manera de bonus track, añadió el par de cuentos «Las tetas» y «Los calzones». En Colombia ha trabajado como abogado siempre. En la actualidad trabaja en Bogotá en una firma dedicada a pensiones.

 

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