HERTA MÜLLER Y EL SER HUMANO ES UN GRAN FAISÁN EN EL MUNDO
Por Memo Ánjel*
“La lechuza está paralizada”, dice el guardián nocturno.
Herta Müller. El hombre es un gran faisán del mundo. El agua no descansa nunca.
Hay gente que narra lo terrible, que es la memoria del perdedor. Del que se ha perdido a sí mismo y, como en las novelas de W. G. Sebald, hace un inventario de la destrucción, de los bombardeos merecidos y de la culpa que ya no se borra. Y en esto que se cuenta, los colores son grises, las sonrisas muecas y las bocas, inmensos vacíos por los que las palabras se mueven asustadas. Perder, que significa estar en estado de falta (de faltante, de carencia y de un hubo que ya no hay) y enfrentar este estado implica bajar la cabeza, moverse sin hacer ruido y, como pasa a veces cuando la pérdida es muy grande, buscar una ventana alta para tirarse de ella o simplemente silenciarse y ser nada, lo que ya es la pérdida total.
Charles Baudelaire narró en Las flores del mal y en El Spleen de Paris, los lugares de los perdedores. Pasa igual cuando Naguib Mahfuz escribe El callejón de los milagros. Todo en ese sitio es abandono, podredumbre, humedad, huellas deformadas, tablas que se deshacen y seres que, con los ojos muy abiertos y los miembros llagados, piden una limosna, invitan a una aberración o reciben un balazo cuando a quien acuden está aburrido y, en esa aburrimiento, se deshace del perdedor, que para el caso es deshacerse de un asunto molesto, como sucede en el cuento de Rubem Fonseca. Un crimen por quitarse un mal momento de encima, estas cosas pasan. Entre los perdedores toda desmesura es posible, incluida la de perder más (en los casinos se ve mucho), hundirse más, tratar de desbaratarse y no lograr huir. O acomodarse ahí, en el infierno, y ser un diablo más por vocación tardía. Esto pasa con Kien, el personaje de Elías Canetti en Auto de fe, que habita lo underground para reconocer al fin su lugar en una tierra destruida. Pasa con Windisch, el personaje de Herta Müller en El ser humano es un gran faisán en el mundo.
Herta Müller, escritora rumano-alemana, ganadora del premio Nobel en el 2009, escribe sobre las comunidades alemanas de post-guerra en los territorios de lo que se llamó la cortina de hierro, para el caso de Rumania: ese mundo comunista staliniano, igual de grotesco y cruel que el de los nazis. ¿Qué pasó con estas comunidades que colaboraron con el Tercer Reich? Esta gente, clasificada como Volksdeutsch (pueblos de origen alemán y habla germana), se hizo a un sueño, vivió los enunciados de la propaganda y al final se destruyó a sí misma sin tener un lugar donde ir. De ahí viene la misma Herta Müller en calidad de exilada, escribiendo sobre todos los silencios.
El faisán
En Europa se le rindió culto al faisán porque lo veían como un pájaro que contenía todos los colores y por él existían los tonos del cielo y el arco-iris. Sus plumas se lucieron en sombreros y su lengua como estofado en las grandes mesas. El resto del animal fue a parar a los perros y los gatos, sin que la carne del faisán les fuera grata. Ya, como metáfora de lo humano, el faisán cabe bien: lo humano (es nuestro plumaje) nos hace lucir bien y la lengua del humano es plato fuerte para el desarrollo de la razón y la inteligencia. Y eso humano-faisán, para después de la Primera guerra mundial[1], se convirtió en sujeto de caza en la segunda: se destruyeron lenguas, pensamientos, identidades, culturas. Los talmudistas y los cabalistas supieron del fin del mundo.
Cazar al faisán y matarlo, es cazar lo humano y deshacerse de él. Y sin faisanes, el cielo pierde color, el arco-iris desaparece y lo que llega es la noche, los perdedores y la culpa. El faisán, ese ser humano grande, ha desaparecido del mundo. Ya no hay carne sino cenizas. Herta Müller acertó con la metáfora. Queda un viento-yo (contendido de Windisch, el personaje), que narra lo que queda: poco y en estado de alarma.
La historia
La novela de Herta Müller, que es una sucesión de cuadros parecidos a El grito de Edvard Munch, narra una historia simple: un hombre que, como esos vientos de la peste, recorre un pequeño pueblo de alemanes situados en Rumania. Mira, recuerda, describe, en ocasiones habla. Y a cada paso que da la culpa lo sigue, la muerte lo vigila, sus palabras descrean y así cuenta sobre la presunta salida de alguno que ya tiene un pasaporte, la huida de otro, la muerte cercana que entra en una casa, la imagen de un guardia que, con un viejo fusil en la mano, es quien dice que el ser humano es un gran faisán en el mundo. Lo demás, paredes que se caen, techos rotos, chimeneas que se ahogan, máquinas de coser que se oxidan, agujas e hilos para la negación de los botones, microhistorias sobre cocinas en la que hay más recuerdos que comida, mujeres viejas, jóvenes con el vientre mustio. Una especie de restos del Apocalipsis, habitados por gente que se niega a creer que está muerta. Y si bien rastros sobre el tema aparecen libros como Pedro Páramo (Comala es una ciudad de muertos), la novela de Juan Rulfo, y en las versiones mitológicas del tártaro, los seres de Herta Müller no son producto de un territorio calenturiento y abandonado debido a la sequía sino que han sido producidos por el fuego (la guerra insana) y ahora están conservados por el frío, como esos muertos que están medio enterrados en las tierras altas boreales. Edgar Allan Poe se sentiría a gusto en este ambiente, igual que Bram Stocker, el escritor irlandés, autor de Drácula.
Windisch, que es un hombre viento, una memoria que revisa casa por casa contando quién está ahí (igual que hizo Edgar Lee Masters en su Antología de Spoon River, pero esta vez sobre lápidas), recorre un presente. Y ese presente, que es consecuencia del pasado, denuncia, pone en evidencia, muestra la culpa y la carencia ya de espacio sobre la tierra, porque la memoria no se entierra ni se abandona. Es una marca, una manera de ver el mundo, de sentirlo, de estar en él y excluirse para habitarlo pegado a las paredes, bajando los ojos, cerrando la boca, con las manos en los bolsillos para no mostrarlas y los zapatos rotos de tanto caminar. Y sin alientos para multiplicarse y ser engañados de nuevo.
La lechuza en el techo, que mira y señala, es el símbolo a través del cual el viento-yo corre. Es un elemento asustador, una conciencia. Compromete a mucha gente. Windisch es una sombra en estado de excitación. El faisán ha muerto, no aparece por ninguna parte. Esta es Herta Müller.
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- Este libro se ha traducido como El hombre es en un gran faisán en el mundo, traduciendo Mensch (ser humano) por Mann (hombre), que son dos cosas muy distintas. Para el tema que trata el libro, me ajusto a Ser Humano (Mensch).
- Cuando Karl Kraus habló y escribió sobre Los últimos días de la humanidad.
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* Memo Ánjel (José Guillermo Ánjel R.), Ph.D. en Filosofía, Comunicador social-periodista, profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín-Colombia) y escritor. Libros traducidos al alemán: Das meschuggene Jahr, Das Fenster zum Meer, Geschichten vom Fenstersims. En la actualidad se está traduciendo Mindeles Liebe.