Cronopio U.S.A.

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Sobre el ser

SOBRE EL SER: LA VIDA, LA MUERTE Y LA AUTO CONFIANZA

Por Héctor Vila*
Traducción de Camilo Ramírez**

No sé cómo llegué hasta donde estoy, hasta donde he llegado. A mi edad, 59, se supone que sepamos, que tengamos algunas respuestas. Yo no. Es como si la vida simplemente hubiera ocurrido y yo siguiéndola, neblinoso.

¿Dirigí mi vida o fue ésta dirigida por alguien para mí? ¿Quién es el director de mi vida? ¿De la vida de cualquiera, de hecho?

Mi primer instinto es encaminarme hacia la literatura buscando respuestas a preguntas como éstas; la literatura es nuestra piedra angular, el árbitro de los sueños confusos. La literatura y el arte han estado conmigo toda mi vida, son amigos, guías.

Jean-Jacques Rousseau, en el libro primero de sus Confesiones, le habla a mi corazón: «Yo solo. Conozco mi corazón y conozco hombres. No estoy hecho como ninguno de los que he visto; me atrevo a creer que no estoy hecho como ninguno de aquéllos que existen». Esto no es engreimiento. Es. Eso es todo. Simplemente es lo que me llega tras preguntar, «¿Quién es el director de mi vida?». Llega desde el no saber; es el sentimiento de ser un atravesado, diferente. Y puede tener mucho que ver con el haber vivido en dos culturas muy diferentes.

Mi madre me dice que estoy viajando por sendas allanadas tiempo atrás. Me envía hacia el misticismo: mi punto base fue asentado, me dice, entre 1294 y 1324, en Monatillou, Francia, cuando Pierre Maury pastoreó sus ovejas a través de los Pirineos, hacia España, para pasar el invierno. Mi madre arguye que descendemos de esta línea cátara de herejes. Esto puede dar cuenta de mi rebeldía, de mi constante empuje en contra de todas y cada una de las limitaciones; esto puede dar cuenta de mi desdén hacia la autoridad, también. Puede sugerir el porqué de mi hallarme actualmente en una granja criando ovejas.

Mi hermana me dice que toda mi vida me ha llevado hasta este punto, y que esto tiene algo que ver con mi pasado inmediato, lleno de recuerdos de mi abuelo —ranchero, un campesino de las pampas argentinas—, y de mis propios padre y madre montando a caballo en las colinas y los valles de La Cumbre, Argentina. Hay fotos mías montando a caballo, con mi madre o mi padre sosteniéndome en la silla. Hay una de mí en un burro, con mi tío Julio sosteniéndome. Hay imágenes mías correteando gallinas en dirección de mi abuela —quien luego agarraba una por el cuello, la zarandeaba cerca de mi cara, hasta tocarme, la sangraba a mis pies y la hundía en agua hirviendo—. La desplumábamos juntos y me hacía meter mis manos pequeñas en la cálida cavidad de la gallina para sacar sus pulmones. Parece como si siempre hubiera tenido esta amable vida en el campo siguiéndome e instándome.

Pero aún no sé. No sé cómo ni por qué he venido a este sitio.
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Vivo en Vermont. Enseño en Middlebury College. Hace cerca de dieciocho años, mientras enseñaba en Nueva York y nuestro hijo estaba en pañales, durmiendo en el asiento del auto, mi esposa, Nina, y yo condujimos a través de Middlebury. Soñábamos. Ella me dijo en nuestra conversación fantástica: «¿Por qué no enseñas aquí? Es hermoso.» Yo repuse, «No aceptan a personas como yo aquí». Quince años después, heme aquí. Middlebury tocó a mi puerta y me solicitó enrolarme —y cambió mi vida en el proceso—.

¿Quién dirigió a quién hacia qué?

No estoy seguro de por qué —o incluso de cómo— aún, pero aquí estoy en una granjita de 47 acres (no hay otra manera de decirlo) tratando de conseguir lo que para los foráneos puede parecer el trabajo de dos vidas. Pero son una en realidad; lo que hago como profesor en una institución de enseñanza en artes liberales con alojamiento y lo que hago en mi pequeña y siempre cambiante finca son lo mismo. Puedo, de hecho, ver esto —pero poco más—.

Los estudiantes siempre me preguntan, «¿Cómo llegaste aquí?» Cuando en realidad están preguntando, ¿Cómo un inmigrante de Argentina llega a ser profesor en Vermont? (Las preguntas de los estudiantes nunca son lo que sale de sus bocas; siempre buscan algo distinto, algo más, una indagación más profunda.)

Respuesta: No lo sé. Simplemente es.

He aquí lo que sé. «Esto es lo que he hecho», dice Rousseau, «lo que he pensado, lo que he sido… Puedo haber asumido la verdad de aquello que pudo haber sido verdadero, nunca de aquello que sé que ha sido falso». Esto es suficientemente bueno para mí. Middlebury College me dio el espacio para correr, un campo abierto y lujoso para experimentar como profesor y escritor académico y que comprende todos mis intereses de manera fusionada —tecnología, enseñanza, literatura y cultura y escritura—. No es sorprendente que la universidad esté en el corazón de Vermont —en el Middle—. Vermont me ha hecho volver a la noción de autosuficiencia de Ralph Waldo Emerson:

Di lo que piensas ahora en palabras duras, y mañana di lo que piensa el mañana en palabras duras de nuevo, aunque contradiga todo lo que has dicho hoy. —«Ah, entonces seguramente serás mal entendido». —¿Está tan mal, entonces, el ser mal entendido? Pitágoras fue mal entendido, y Sócrates y Jesús y Lutero y Copérnico y Galileo y Newton y cada uno de los espíritus puros y sabios que nunca se encarnaron. Ser grande es ser mal entendido.

Desde la primera vez que leí Autosuficiencia durante mis estudios, estas palabras me han obsesionado. Mi padre espiritual americano es Ralph Waldo Emerson, en mi mente siempre un decadente, siempre un esteta, siempre el padre de la filosofía estadounidense, algo que es grande y fuerte, único y que da origen a tanto, política, cultural y, sí, incluso tecnológicamente en este país. Pero quizás hayamos olvidado esto.

Siempre he afirmado que soy mal entendido, no porque me compare con Pitágoras o Sócrates, por ejemplo, o incluso con Emerson mismo —esto sería demasiado desproporcionado—; más bien, mi mala comprensión de parte del mundo proviene de mi rehusarme al asentamiento y al ser habitado por las condiciones en las que me encuentro. En vez de esto siempre he elegido abandonarlas, dejar atrás estas condiciones como eso, meras condiciones, y abandonarme más bien a mis instintos, a mi sentido de lo que Rousseau dice es la verdad que encuentro en mis ojos.
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Una verdad: No hay dónde esconderse en una granja. Los animales —en mi caso ovejas, gallinas, una vaca (la segunda)— requieren atención, constantemente. Estoy atado a sus ciclos, a los siempre presentes ritmos de la naturaleza. Del otoño al invierno, donde estamos ahora, a 9 grados Fahrenheit la pasada mañana del viernes; luego el invierno muerto y nuestro período escolar de invierno; luego se desliza hacia la primavera —el período escolar comienza en febrero—; que luego se desliza hacia el éxtasis de la primavera, la alegría ansiosa de la graduación y el verano y el resto de la vida. El calendario agricultural y el escolar están extrañamente sincronizados. Y los ritmos de mi cuerpo con ambos. Me adapto y negocio la vida de la granja con el semestre construido y con los despiadados caprichos de la naturaleza que, como la ráfaga ártica de esta mañana, son indiferentes a mis dedos que se congelan incluso estando cubiertos por gruesos guantes.

No importa qué ofrece la naturaleza —esto es, la naturaleza + la mano humana—, tengo que estar ahí afuera, dentro de ella, aprendiendo, tomando decisiones, ajustándome de momento a momento, contemplando los ojos de los animales, las ovejas y sus corderos, la vaca —ver qué me están diciendo sobre cómo desean vivir—. Dependen de mí —y yo de ellos—.

Mi esposa dice que todos los animales prosperan bajo mi mano. Mi sentido de las cosas es que meramente respondo a lo que ellos demandan de mí. Empezó hace mucho, o eso me parece ahora.

Tuvimos caballos hace bastante tiempo —cuatro—. Esto ocurrió cuando nuestra hija, una gran amazona desde la más temprana edad, montaba; en la universidad hacía adiestramientos también, compitiendo y logrando bastante éxito en los NCAA. Pero, como todos los niños, luego cambió de ideas y me dejó el trabajo de cuidar de 4 enormes caballos, un brabante belga de tiro (17.2 manos), un híbrido de tiro con apariencia de caballo de sangre caliente (17 manos) y otros dos híbridos de tiro, uno pintado (de cerca de 15 manos) y un cruce con percherón negro como la noche (de 15 manos también).

Los caballos son animales únicos. Son animales de vuelo: cuando se asustan vuelan. Pero son sociales, también, y desean confiar. Un caballo enorme, como mi belga, puede sentir el tacto de una mosca en su lomo. El caballo es sensible; necesita ser aproximado en silencio, lentamente pero con una suerte de fuerza y seguridad que le otorguen confianza. Bastante parecidos a los estudiantes. Si un profesor es demasiado agresivo los estudiantes se escapan volando, literal y figuradamente. Para llegar a su corazón, que es lo que importa realmente en la enseñanza, en particular cuando se desea que los estudiantes sean ciudadanos auto-actualizantes, tenemos que proceder con abundante imaginación, pisando ligeramente, buscando un camino dentro de sus mundos —pero con fuerza, con un toque seguro y con resolución—. Un caballo es justo así. Escucho mejor debido a mis caballos. Veo mejor también, quizás porque he pasado años aprendiendo el lenguaje del caballo, su crisparse, los movimientos de sus orejas, sus ojos.

El enseñar y el atender la granja se han expandido conjuntamente —y se han vuelto uno—. Mi educación es bastante tradicional. Tengo un PhD de NYU en literatura inglesa y estadounidense. Escribí mi disertación sobre Henry James y la decadencia estética, con continua referencia a Emerson. Pero, misteriosamente, adaptativamente, dicto clases sobre literatura, composición, estudios de la educación y, ahora, estudios ambientales. He estado enseñando desde 1985 y lo he hecho en escuelas pobres, escuelas ricas, escuelas privadas, escuelas públicas; he contado con la suficiente suerte, dado el trabajo académico que he realizado, de haber pasado tiempo con estudiantes de cada grado, de K-16 y de estudios post-universitarios. He realizado proyectos, tareas, cursos en todos y cada uno de los niveles. He tenido que aprender a ajustarme rápidamente; esto me ha obligado a aprender —bastante— de diversas disciplinas, lo cual no es usualmente la regla en un profesor universitario que, incluso remontándose hasta sus estudios universitarios, ha trabajado en silos.
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Yo, de otra parte, puedo argüir que Emerson, en realidad, comienza la revolución tecnológica que vivimos hoy día; ésta no pudo haber ocurrido en ningún otro sitio, salvo en los Estados Unidos. ¿Qué significa esto? Significa que mi vida, tal como la veo y la comprendo, ha sido una serie de ajustes —digámosles adaptaciones—. La adaptación es la forma en que evolucionamos.

En El Lugar de la Cultura, Homi K. Bhabha sostiene que, «Hoy, nuestra existencia está marcada por un sentido tenebroso de supervivencia, viviendo en los límites del ‘presente’, para el cual no parece haber un nombre apropiado fuera de la actual y controversial maña del prefijo ‘post’: postmodernismo, postcolonialismo, postfeminismo… nos encontramos en el momento del tránsito en que el espacio y el tiempo se cruzan para producir figuras complejas de diferencia e identidad, de lo interior y lo exterior, de la inclusión y la exclusión.

¿No lo sentimos? ¿No sentimos este «vivir en los límites» de esto o aquello, «en el momento del tránsito» y la complejidad, tanto, que nos sentimos inseguros respecto a nuestros centros?

La granja me centra. Entiendo esto ahora. Me protege. Me he abandonado a esta vida, a su lenguaje sutil. Es más poderoso y significativo que yo. Pero es difícil, muy difícil. «Enfrentémoslo», dice Ben Hewitt, autor de El Pueblo Salvado por la Comida, «la agricultura es una trabajo terriblemente pesado, realizado en general por un salario condenable… No puedes extenderte en el sofá masticando pasabocas mientras ves American idol a menos que alguien más esté cultivando la comida.»

Hará casi un año este próximo enero desde que Franky, nuestro Holstein, tuvo que cumplir su promesa.

El novillo dócil, criado a mano, —todas sus 750 hermosas libras— alimenta a nuestra familia, y a otros también, amigos y demás.

Esa era la misión, la meta: ¿Qué podemos producir para mantenernos, mientras buscamos mantener a otros? ¿Qué podemos hacer orgánicamente, trabajando con el lenguaje de la tierra, aprendiéndolo, y permiténdole ayudarnos a utilizarlo, pero asegurándonos de que estamos nutriéndolo?

Estas preguntas eran nuestro plan de negocios inicial, un diseño para una cultura diferente. Estaba cambiando mi Henry James por Wendell Berry y Joel Salitin, por Ben Hewitt que, aquí arriba en Vermont, nos está mostrando cómo podemos cambiar, cómo podemos vivir abrazándonos a una autosuficiencia fortificada.

La sostenibilidad exige que entremos en diálogo con la muerte. Ésta, finalmente, llega. Tiene que hacerlo. La muerte está siempre presente en la granja; está siempre presente afuera de la granja, también, pero tenemos tantas distracciones —en particular aquellas de los medios que se lucran de la muerte, que la encubren, que nos excitan mediante imágenes de la muerte— para ayudarnos a reprimir éstas, las realidades más creativas de la vida. La vida es la muerte. Cuando contemplamos las manecillas de un reloj moviéndose rápidamente, ¿no se trata de un recordatorio del final de las cosas? Cuando contemplamos fotografías tomadas ayer, hace un mes, hace unos años, ¿no buscamos que ellas exciten recuerdos de un tiempo perdido, pasado, dejado atrás? En los museos, ¿qué es lo que miramos?
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La noción de que tenemos que abandonar una cosa por otra, constantemente, es algo que he llegado a aceptar. El reto es no abandonarse a uno mismo y mantenerse en una perspectiva, en una perspectiva amplia.

El día de su muerte, yo conduje lentamente a Franky desde su establo. Lo llevaba atado con un arnés y él me miraba juguetonamente, como lo había hecho miles de veces en el pasado cuando jugábamos en alguno de los potreros. Yo lo perseguía. El se detenía y se me enfrentada. Nos retábamos mutuamente. Él casi arremetía contra mí, como sabiendo que su poder me aplastaría de seguro. Finalmente se aquietaba y yo rascaba su enorme cabeza, la misma que yo después habría de cargar hasta la parte trasera de nuestra propiedad para enterrarla en medio del frío.

En enero hará un año de cuando lo pusimos a dormir. Desde eso lo hemos disfrutado inmensamente. «Ve a traer a Franky» nos decimos entre nosotros cuando queremos un corte suyo que nos espera en el congelador del sótano. Decimos. «Gracias, Franky», cuando agracia nuestra mesa. Franky fue el primero. Me he tardado un año, casi, para llegar a escribir sobre esto, para acordar conmigo mismo respecto a cómo me siento sobre lo que hacemos; pero el día de su muerte yo me sentía bien. Era natural, un itinerario en el que estábamos él y yo. Ambos teníamos un propósito, existía el orden; nos ayudábamos mutuamente —y él iba a continuar, iba a ayudarnos a trasegarlo—.

Lo llevé lentamente hasta el cañón del arma. En un instante todo había pasado y estábamos levantándolo y buscando prepararlo para el carnicero. Puse mis manos en su interior; era cálido, reconfortante. Mientras él colgaba allí yo me maravillaba ante su belleza, ante su masa, ante su regalo para nosotros. Esto es lo que me movió a mirar profundamente sus ojos muertos que alguna vez habían sido tan juguetones.

Quería tratar de alcanzarlo, agradecerle, decirle, Gracias, hombre. Así, en Castellano, como mi abuelo campesino debió haber hecho antes que yo —y, antes, su padre, y, antes de eso, Pierre—. Así, hacia atrás y hacia adelante, la misma acción humana, la misma ansia humana de producir, de nutrir, de hallar sustento dentro del ciclo de una naturaleza indiferente. Irónico. Siempre es irónico ver cuán indiferente es la naturaleza respecto a los gemidos que proferimos ante nuestros molinos de viento. En esta clase de ironía, las relaciones más íntimas, incluso con un animal —o quizás especialmente con un animal— son lo que más importa. Existe la posibilidad de cambiar cualquier cosa mediante la intimidad.

No sé cómo llegué hasta aquí. Pero sé que lo que hago tiene un sentido porque es real —la vida y la muerte—. Me he situado dentro de un animal muerto y he extraído vida de ello. Y cuando entro a un aula en el Middlebury College, mi único instinto es el de tratar de alcanzar el corazón de los estudiantes porque, después de todo, es allí donde la vida comienza y termina. La granja es esperanzadora. Los estudiantes son esperanzadores. La granja y la universidad son lo mismo; son campos que pueden ser alegres si somos veraces, honestos, nutríficos. El trabajo radica en mover aparte el estiércol, en utilizarlo para algo mejor. Sé que esto es cierto. Esto y la muerte. En medio están las elecciones; éstas dependen de la escucha y la experiencia. No es un ejercicio intelectual; eso llega cuando todo lo demás se ha agotado.
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* Héctor Vila nació en Córdoba, Argentina, y emigró a los Estados Unidos en 1960. Doctorado en Literatura Inglesa y americana de la New York University. Es autor del libro «Life-Affirming Acts» (2000), y de artículos dedicados a la educación, tecnología, política y cultura popular. Es profesor en Middlebury College, en Vermont, EE.UU, donde enseña cursos sobre American Studies, Education Studies, y Environmental Studies. Está por terminar su primera novela, The Double Helix. Su blog se llama «The Uncanny» (hectorvila.com)

** Camilo Ramírez es estudiante de Filosofía de la Universidad de Antioquia. También es traductor de inglés y checo.

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