EL TRABAJO DE HOY Y LA PÉRDIDA DE LO SUBLIME
Por Héctor Vila*
Traducción de Camilo Ramírez**
Podemos aprender bastante sobre nosotros mismos examinando una sola palabra: trabajo. Nuestro sentido de esta palabra simple ha experimentado un cambio sísmico —y nosotros hemos cambiado junto a ella—.
En la Ética Nicomaquea, Aristóteles dice que «Cada arte y cada investigación, y, similarmente, cada acción y cada búsqueda, son consideradas como dirigidas hacia algún bien». Así tenemos la estructura dialéctica del trabajo: arte e investigación —un estudio, la creación de una cosa, un edificio o una brida, un poema, la música, etc.— y la acción moral que vincula a éstos con su justificación. Esta es una alianza entre lo pre-cognoscitivo o lo desiderativo que motivan hacia un arte o una investigación, el arte/la investigación mismos y el resultado, algún bien, alianza que es una ligazón moral. Las destrezas son buenas; nutrir las «facultades», como llama Aristóteles a las ciencias médicas y militares, y a las artes y a las ciencias en general —nuestras disciplinas académicas del presente— es bueno.
Para Aristóteles, la responsabilidad de mantener una alianza saludable y significativa reside en el individuo. Éste no debe descuidar nunca su trabajo; hacerlo entorpecerá el viaje propio hacia la autorrealización y hacia la consecución de un sí mismo más completo. La negligencia vulnera también a la comunidad pues, dice Aristóteles, «incluso si el bien de la comunidad coincidiera con el del individuo, es claramente una cosa más perfecta y mayor el lograr y preservar el bien de la comunidad; aunque es deseable asegurar lo bueno para el individuo, hacerlo en términos de una población o un estado es algo más sutil y sublime».
Sublime: elevado o noble en pensamiento, lenguaje, etc.; que impresiona la mente con un sentimiento de grandeza o poder; que inspira asombro, veneración, etc. Éste es el fin supremo, el bien último.
Pero hemos abdicado de la responsabilidad de la alianza con el trabajo en detrimento de nuestras comunidades y de nosotros mismos. No controlamos nuestro destino, lo cual es clave para Aristóteles —y luego también para Tomás de Aquino—.
El cambio principal de nuestra apreciación del trabajo es el siguiente: nos hemos distanciado del trabajo como sublimidad, como algo noble para el bien mayor de la comunidad que, a su vez, habría de elevarnos a todos y cada uno hacia un sentido más alto e iluminado del sí mismo; hemos llegado, en cambio, a la comprensión de que el trabajo es algo práctico, algo para la supervivencia, para la riqueza y la comodidad —algo que tenemos que hacer para ganar un sustento. El trabajo ha sido subyugado por la ganancia—.
El trabajo se ha desplazado desde sus orígenes más filosóficos y morales y actualmente responde a las necesidades de los individuos en primera instancia. Entendido así, el trabajo canibaliza en vez de nutrir, nos enfrenta recíprocamente en una feroz competencia y, así, mina, irónicamente la verdadera legitimidad del individuo, dado que el trabajador debe acatar, no los dictámenes de sus sueños, aspiraciones y creatividad, sino las ideologías reinantes. Las ideologías han redefinido el trabajo colonizando la conciencia. «El resultado», dice John Ralston Saul en The unconscious civilization, «…es un desequilibrio creciente que nos encamina hacia la adoración del interés propio y la negación del bien público.»
El trabajo es extenuante, fastidioso, carente de inspiración. Los estudiantes universitarios eligen cursos que los recompensarán, no espiritualmente, y ni siquiera a un nivel intelectual, sino,más bien, de manera financiera, obedeciendo a un futuro imaginado y lleno de posesiones materiales. La desesperación reina entre aquéllos que buscan empleo; demasiados jóvenes se encuentran bien sea desempleados o subempleados. «Aceptaré casi cualquier cosa en este momento», es lo que escuchamos. El desempleo actual está en el 7.4%, de acuerdo con el Buró de Estadísticas Laborales.
Dé un vistazo a la publicidad turística también. Tres días aquí, allá; cinco ciudades en siete días; bungee jumping, escalar montañas en un día; hoy Hawai y mañana Alaska —ver las maravillas naturales, correr junto a un oso que se alimenta de salmones—. Una foto rápida con un celular. Para Facebook. Estas vacaciones, destinadas a reducir el estrés, terminan por crearlo y por promover abiertamente la psicología de la cinta transportadora que privilegia «la creciente adoración del auto-interés». Se trata únicamente de mí.
Si lo pensamos claramente, no deberíamos necesitar —o querer— unas vacaciones lejos del trabajo que sean sublimes, ¿o sí? No deberíamos querer dejarlas, en cambio querríamos llevarlas con nosotros a dónde vayamos, porque nos nutren, porque nos hacen crecer.
Nuestra comprensión del trabajo, en parte, ha conllevado a la crisis existencial que vivimos como estadounidenses —¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos? ¿Por qué?
¿Qué es la felicidad hoy día?
Y dónde debería encajar el trabajo con una travesía sublime de autodescubrimiento, lo cual es, después de todo, de lo que se trata la vida —una travesía en la que cada estadio nos hace profundizar en la comprensión de nuestras relaciones con el mundo que nos rodea— y que habría de prepararnos para una muerte digna, nuestra última experiencia vital. Se supone que nos debería encaminar hacia una empatía mayor, en vez de alejarnos de ella. El trabajo, así entendido, es de naturaleza espiritual. Pero existen múltiples obstáculos.
Podemos datar este cambio y comenzar a notar los obstáculos mirando tres textos seminales que recalcan la transformación hacia el hiper-individualismo, alejándonos del bien mayor y acercándonos hacia un más intenso —y sistémico— narcisismo: El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad (publicada en 1899 como serial en la milésima edición de Blackwood’s Magazine; incluida en 1902 en el libro Youth: A Narrative, and Two Stories), Otra vuelta de tuerca de Henry James (1898); y el texto que abre las esclusas, La interpretación de los sueños de Sigmund Freud (1900).
Estos tres textos cruciales, ante el umbral de la primera guerra mundial, anuncian la retirada del individuo desde un sentido del bien público —incluso desde la esfera pública— y hacia un solipsismo perverso que desdeña cualquier noción de que el trabajo pueda estar de alguna forma ligado a la sublimidad.
La verdad es difícil de obtener mientras vivimos la transición hacia la industrialización a nivel físico, espiritual y emocional. Conrad, James y Freud registran el viraje de nuestra comprensión del trabajo y señalan la creciente necesidad de espacios recluidos para el descanso, el pensamiento y la creación. Incluso en Freud vemos que el artista, por ejemplo, se retrae, abandona la sociedad, la comunidad, para crear. Y vemos la necesidad de ocuparnos de los objetos para adquirir un mejor sentido del mundo, cierta base —sea Marlow en Conrad o múltiples narradores hablando simultáneamente en James hasta el punto de resaltar la artificialidad del mundo—.
Es importante comprender que, mientras estos textos son aclamados y debatidos públicamente, nos encaminamos hacia la primera guerra mecanizada, un pensamiento aterrador considerado meramente fantasioso en ese entonces. Pero ahora sabemos más. Desde la primera guerra mundial hasta el presente, hemos vivido una transición desde los tanques y el gas mostaza hacia los drones y satélites, profilácticos postmodernos para el matar, una represión más matizada, quizás, de las condiciones morales de nuestros tiempos. Además de la agitación cultural, política y financiera prevalente en Europa. que señala la vulnerante tormenta bélica, este período resalta por la Exhibición de París –Exposition Universelle– de 1900, que celebró los logros del siglo precedente y anunció los nuevos —las escaleras eléctricas, la Torre Eiffel, los motores diesel, el film y el telegráfono—.
El individuo se encuentra a sí mismo en tiempos nebulosos ante el cambio de siglo; la inseguridad se hace aún más pronunciada por la experimentación en el arte y la música, además. Piénsese en La consagración de la primavera de Stravinsky, estrenada en París en 1913; en que Baudelaire es juzgado por obscenidad por algunos poemas de Las flores del mal (1857); en la transición desde los impresionistas y Van Gogh hasta Picasso, quien afirma que «mediante el arte expresamos nuestra concepción de lo que la naturaleza no es». Este es un reto convoluto al sentido propio del sí mismo — otra vuelta de la tuerca, podríamos decir. Lo artificial se vuelve la norma, o incluso una religión. El compositor Hans Pfitzner describe «el movimiento atonal internacional» como el «paralelo artístico del Bolchevismo que amenaza la política europea.» El asalto del avant-garde a los sentidos genera confusión, puesto que el arte está basado en estructuras, en el orden y no en el desorden —y, sin embargo, el individuo, estética, política y espiritualmente se ve dislocado, exhortado a repensar el orden de «las palabras y las cosas»—.
«En nuestros sueños», escribe Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, «nos deleitamos en la comprensión inmediata de las figuras; todas las formas nos hablan; no hay nada sin importancia o superfluo. Pero, incluso cuando esta realidad del sueño tiene su máxima intensidad, tenemos aún, destellando a través suyo, la sensación de que es mera apariencia.»
Este es el sentido de la realidad como ilusión que refleja en paralelo nuestra propia época; éste mancilla el viaje propio hacia la comprensión del sí mismo y distorsiona la clásica comprensión filosófica, moral y espiritual del trabajo, dado que el propósito del trabajo, en 1900 y ahora, es algo por fuera del sí mismo. El individuo es prescindible.
El corazón de las tinieblas puede aceptarse como una travesía hacia los más inhóspitos recesos de la condición humana —pero sólo a nivel superficial; es la ilusión de la documentación histórica—. El anticolonialismo, las ideas de la libertad individual y de la fidelidad a la ética laboral como estrategias salvíficas son lecturas tradicionales de El corazón de las tinieblas. Pero si nos acercamos al texto como hace Marlow, nuestro narrador, encontramos que la ceguera «es bastante propia de aquéllos que encaran la oscuridad.» En El corazón de las tinieblas, Conrad especula que, en un universo mecánico, ¿qué es la carne o el cuerpo, o incluso el alma? Todo parece perdido de antemano. Las cosas duras, resistentes —el metal, la mecanización— han suplantado a la suavidad, a la flexibilidad y a la humanidad mismas. El individuo, en Conrad, está tentado a devenir insensible, firme y duradero, para sobrevivir. El trabajo, el trabajo pesado, que mantiene la distancia entre las conexiones emocionales y el trabajo, es una parte del todo —y un giro violento ante Aristóteles—. En la historia de Conrad, por ende, los desechos humanos son ubicuos y el marfil es el símbolo central. El marfil —por el que trabajan y mueren los hombres— es para los ricos únicamente un lujo, al igual que el arte. El mundo del trabajo y los beneficiados por los medios de producción han sido exitosamente establecidos.
En El corazón de las tinieblas nos trasladamos hacia el lado oscuro del modernismo y apuntamos hacia nuestro narcisismo postmoderno. ¿A dónde más podemos ir después de estas tremebundas condiciones emocionales? Pero, antes de llegar a nosotros, debemos transitar por Hitler y por su superlativamente radical e inaceptable forma de librarse del modernismo, —su vehemencia, su odio, su violencia— su persecución mecánica y carente de sentido. El mundo, después de la segunda guerra mundial, entonces, está para siempre corrompido, habiendo experimentado la «demonización», en palabras de Harold Bloom, de todo el condicionamiento académico y del mal omnipresente contra todo aquél que apoyase el modernismo. El mundo posterior a la segunda guerra mundial lucha por volverse más homogéneo, más jerárquico y conservador.
Para que esto tenga éxito, el individuo debe ser removido eficazmente del sí mismo. En ninguna parte es esto tan evidente como en Otra vuelta de tuerca de James, que comienza con una narrativa confusa, con voces superpuestas a otras voces que tratan de perforar la artificialidad del relato. La historia es, irónicamente, una aparición, fungiendo como doble especular de la realidad, en el sentido nietzscheano de «la sensación de una mera apariencia». Sólo esta «mera apariencia» tiene repercusiones; un «fantasma de género espantoso» altera el sentido de lo que es real y de lo que no lo es. Todos los sistemas conocidos de conocimiento —y la razón especialmente— se han desmoronado.
En Modern and Modernism, mi mentor Frederick Karl (NYU) contempla esto como una historia que existe en las uniones del texto, como «un aparato secundario»: «una forma de sugerir cuán incierta y discontinua es la evidencia; lo cual es otra forma de decir que la ironía socava no sólo nuestra visión de los personajes, sino el mundo cotidiano».
Dios ha muerto. La ciencia ha de cuestionarse —es sospechosa. Las estructuras sociales se vienen abajo—. Y las instituciones, aun siendo formidables, no merecen nuestra confianza. Pero, aún más relevante para nosotros, el sentido aristotélico del trabajo se ha perdido por completo. Buscamos lo espiritual en lo artificial —en los realities, en las Kardashian, en los deportes mediatizados, etc—.
Entra en escena Freud y La interpretación de los sueños. ¿Dónde más podríamos estar sino en un lugar donde, como dice Freud, «cada sueño se revela a sí mismo como una estructura psíquica que tiene un significado y que puede ser insertada en un punto asignable dentro de las actividades mentales de la vigilia»?
Peter Gay, en Freud: A life for our time, sugiere que, «resumidamente», La interpretación de los sueños es «indefinible.» A la par con su tiempo, el texto de Freud es una autobiografía, una pesquisa sobre los fundamentos psicoanalíticos, sobre «viñetas agudamente esbozadas del mundo médico vienés, pletórico en rivalidades y en cinegéticas de estatus, y de la sociedad austríaca, infectada de antisemitismo y en las postrimerías de sus décadas liberales.»
Pero, para nuestra discusión sobre el trabajo, es clave lo que Freud afirma sobre la «resistencia»: «Todo aquello que perturba el progreso del trabajo es una resistencia.» En cierto modo Freud retorna, mediante el psicoanálisis, a la dialéctica [sobre el trabajo] de Aristóteles; aquí, el trabajo es tanto el trabajo del psicoanálisis —paciente y analizando trabajando juntos— y la resistencia evidente en el paciente que trata de trabajar definiendo —o aproximando— la represión pertinente, la primera instancia que inauguró y justificó la necesidad del análisis.
Lo que es crucial en Freud es el retrato que nos lega del psicoanálisis; un cliente afluente en un diván de cuero, reclinado en una habitación entre pinturas y esculturas clásicas (Freud mantenía estos objetos en su escritorio), buscando encontrarse a sí mismo; Freud sentado tras los hombros del paciente, invisible para este, con pipa, pluma y papel en mano, redactando sus notas. Esto es trabajo espiritual ajeno a la iglesia, para entonces ya muerta. Vemos aquí también el mundo arduo y mecanizado de Conrad, al igual que la estructura estratificada del mundo de James — elusivo e ilusorio. Esto no es trabajo en el sentido tradicional, aunque soy consciente de que lo dicho sobre Freud nos retorna a una suerte de sentido neoaristotélico del trabajo. Es un asunto embriagador, el trabajo del alma en un mundo crecientemente secular.
Sobre Freud, siendo La interpretación de los sueños su obra más significativa —no sólo en términos psicoanalíticos sino también estilística y literariamente— es importante comprender que a nivel profesional —en el mundo del trabajo— el autor trata de «normalizar»el psicoanálisis. En otras palabras, Freud trata de convencionalizar el trabajo del psicoanálisis. Nuestra aceptación colectiva de la «terapia» como trabajo legítimo comienza allí.
Peter Gay: «un descubrimiento irresistible, que constituye un tema central de La interpretación de los sueños y del psicoanálisis en general, es que los deseos humanos más persistentes son de origen infantil, impermisibles en la sociedad y, en general, tan diestramente ocultados que permanecen virtualmente inaccesibles desde el escrutinio consciente.»
Así, el trabajo aparece enmarañado entre «los deseos humanos más persistentes» que son «de origen infantil» (piénsese en Anthony Weiner y en Eliot Spitzer); la velocidad tecnológica y mecanizada, el progreso y la alienación (recordemos a una pareja que cena mirando sus teléfonos celulares); y el quiasma entre la naturaleza sublime del trabajo y su actual naturaleza movida por el materialismo (contemplemos el clima político para notar la desconexión entre el servicio para el bien comunitario y el servicio para mí y lo mío).
He aquí la naturaleza del trabajo de hoy día —no es nada que enseñemos a los demás; simplemente bajamos la cabeza, con la nariz contra la piedra de amolar, y persistimos en el detrimento propio y de los demás— y del futuro. En este ejemplo, la historia tiene, aproximadamente, 115 años.
¿A dónde irá, me pregunto? ¿Lo sabes? ¿Puedes adivinarlo?
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* Héctor Vila nació en Córdoba, Argentina, y emigró a los Estados Unidos en 1960. Doctorado en Literatura Inglesa y americana de la New York University. Es autor del libro «Life-Affirming Acts» (2000), y de artículos dedicados a la educación, tecnología, política y cultura popular. Es profesor en Middlebury College, en Vermont, EE.UU, donde enseña cursos sobre American Studies, Education Studies, y Environmental Studies. Está por terminar su primera novela, The Double Helix. Su blog se llama «The Uncanny» (hectorvila.com)
** Camilo Ramírez es estudiante de Filosofía de la Universidad de Antioquia. También es traductor de inglés y checo.