Literatura Cronopio

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CRÓNICA DE UNA APARICIÓN FANTASMAGÓRICA EN UN EMPAREDADO

Por: Juan Camilo Herrera Castro*

Mamá llamó a avisarme que esa mañana mi papá había muerto.  Eso fue solo darle forma a algo que parecía ser un mal sueño.

Ese 16 de Diciembre de 2005 me sorprendió en una cama ajena que se hundía en el piso por la densidad del olor a sexo en ese cuarto. A las cinco de la mañana tuve que soltar ese cuerpo ajeno e insoportablemente tibio y ahogar las ganas de llorar contra una almohada. A veces sabemos lo que está ocurriendo en otro lado del mundo sin ver las noticias, sin que los ojos se achicharren sobre las pantallas y se ensucien con la tinta del periódico.

Durante meses, el fantasma de mi papá deambuló por la casa. Su olor aún se levantaba en la madrugada y viajaba a la cocina. Sin manos, no podía tomar el molinillo y la olleta para preparar el chocolate del desayuno ni oficiar la homilía del café en la greca que lo acompañó por veintitantos años de matrimonio. Los fantasmas son olores que nos recuerdan algo perdido entre capas y capas de corteza cerebral.

Su carro había guardado herméticamente moléculas aromáticas y madrazos a conductores irresponsables. Sus cosas tenían ese olor que poco a poco se fue y dejó inconexas las imágenes que reposan en pilas de álbumes familiares y cajas de zapatos llenas de fotos. Racionalmente reconozco a mi papá. Es él: Un hombre moreno, flaco, de pecho hundido, ojos pequeños y negros.  Siempre me recordaba a Bill Cosby, el comediante, por esa predilección por los suéteres de lana, su pelo cano, la forma en la que dibujaba con las manos sus conversaciones conmigo. Pero falta algo, un puente, un código implícito que lo conecte al hombre que pasaba tardes enteras leyendo noticias y escuchando boleros.  Su imagen diminuta, leyendo la prensa en la sala, sigue ahí, como por inercia.  Unos segundos después, desaparece.

No puedo decir que en ese momento comprendí que la memoria es la hipertrofia del olfato. No sería el primero en decirlo y, además, lo sabía desde hace mucho tiempo. Puedo decir, al contrario, que lo anterior es un buen ejemplo y podría ser el comienzo de un ensayo sobre la memoria.

El olor a pólvora que acompaña los 16 de Diciembre me saca lágrimas y me hace un poco más huraño. Mientras que los otros sentidos (la vista, el oído…) se entretienen casi mongoloidemente con la pirotecnia, el olor a pólvora me agarra de las entrañas y me sacude hasta hacer de mí una cosa indefensa.  La ausencia nos hace volver a la niñez, pero no hay una mano para agarrarse de ella firmemente.

Esto es quizá una introducción demasiado larga para explicar lo paranormal en un rito cotidiano. ¿Es tan morboso lo que voy a escribir en el siguiente párrafo que necesitaba todo un marco conceptual para no espantar a nadie? Las siguientes líneas solo van a deconstruir un proceso mental.  Son una especie de reportaje visceral de algo que sentí como una aparición fantasmal.

Se trata del espectro de alguien que aún vive, lo que lo hace un misterio más exquisito. En el siglo XIX hubiera podido hacerme rico relatando mi experiencia. Quizá despelucando los párrafos un poco a lo «Sturm und Drang» y otorgándole a mi ex-novia una muerte romántica al final. Aderezar con algunas líneas más sobre el perfume de sus cabellos cayendo sobre sus pechos yertos. A los Románticos les encantaban estar referencias necrofílicas. Pero ella apareció como un fantasma de algo que ya no es. Ella sigue viva. Aparte de verse como una fotografía gris de ella misma, puedo asegurar que sus signos vitales aún están ahí. Matarla literariamente sólo pesaría sobre mi cabeza como un gesto misógino. Son otros tiempos…

¿A qué hubiera sabido aquella tostada en la que apareció la efigie de Jesús? Si no la hubieran preservado en una película de laca, si no hubiera pasado por la mano de peritos del Vaticano, si no hubiera sido sometida a rigurosos exámenes bioquímicos y si no hubiera sido expuesta a la luz de miles de flashes y bombillas, lo más posible es que tuviera el sabor de una tostada común y corriente. Vemos caras en las cortezas de los árboles, en el limo del baño, en la borra del café, en las tostadas casi quemadas y en la televisión (y aún somos tan ingenuos de creer que se trata de personas). Son solo una ilusión óptica, producto del instinto que nos ha permitido sobrevivir como especie.

Si esa cosa morada y diminuta no tuviera un rostro, si no pudiéramos reconocer ese rostro como algo nuestro, como una característica inherente a los nuestros, posiblemente nunca descubriríamos que se trata de un bebé y lo dejaríamos morir en el piso o sería parte de la colación nocturna. No hay nada de milagroso en la aparición de un rostro sobre una tostada de pan.

Ahora bien: si el sabor de esa tostada nos remitiera inmediatamente a la existencia de una Verdad Última, a la supuesta redención de nuestros pecados, si el sabor, la textura y los aromas que se volatizan dentro del paladar nos hablaran de la mano que escribió la Historia del Hombre…

Tengo sobre mi mesa la mitad de un emparedado. A veces como mientras escribo. No me he atrevido a comer esa otra mitad y, debo añadir, no ha sido fácil. Se entiende que abogo por la gula y que me gusta comer. Pero no se trata de eso. Hay algo más profundo, una especie de tabú reverencial. No es solo una prueba difícil: es, además, estúpida, masoquista. El bocado triangular equivalente al rectángulo de un pan integral cortado diagonalmente reposa sobre una bandeja de icopor negro y está cubierto con un domo de plástico transparente (el que se usa en algunos restaurantes para empacar las sobras de una comida pesada). No voy a comerlo y es una lástima, pues inevitablemente va a estropearse hasta transformarse en algo irreconocible, peludo, verde, alienígena. Pero quiero conservar por algunas horas la sensación de haber presenciado un milagro, un fenómeno paranormal.

También es trágico. Si me trago el emparedado o si dejo que se pudra, el resultado va a ser el mismo (y permítanme ahorrarme posibles desenlaces prosaicos o escatológicos). Soy el único que puede atestiguar la naturaleza (si es que hay algo natural en todo esto) de este fenómeno. No sé si alguien podría creerme o corroborar lo que ocurrió. Es un riesgo demasiado alto y no estoy dispuesto a saltar desde su superficie resbalosa para estrellarme contra la realidad.

Miércoles, 11:11 AM (posiblemente eran las 11:10 o las 11:12, pero me gustan los palíndromos…), en un café-delikatessen al norte de la ciudad. Los miércoles albergan un miasma de tedio entre clases y la única forma de hacerlo más llevadero es aplicando compresas de libros mojados en café negro y ceniza de cigarrillo.  Era miércoles y tenía hambre.  No puede ser más prosaico que eso…

Salí de clase con un antojo: Un sándwich vegetariano. Un buen emparedado de vegetales no intenta -¡Ni siquiera se esfuerza! – en emular el producto cárnico. Es lo que es y, quien lo busca no espera suplantar los embutidos con sendos trozos de berenjena a la plancha. Aunque podría cambiar los aderezos de origen animal con hummus o tahine o babaganoush, existe un placer culposo en cubrir la capa interna del pan con mayonesa o queso crema. Si hay algún vegano cerca, tanto mejor. Como el sushi, la gastronomía molecular o el salmiaki finlandés, se trata de un gusto adquirido.

11:22 (también me gustan las secuencias): El mesero apareció tras once minutos de espera. Me pasó la carta, aunque yo ya sabía qué iba a pedir. Tuve tiempo para adelantar algo de lectura procrastinada. «Las Vírgenes Suicidas» de Jeffrey Eugenides. Pedí un emparedado vegetariano con adición de Brie. Tenía un recuerdo muy vago de este queso untado en una de esas galletas delgadas como papel que la gente compra para pequeñas reuniones. Hace diez años hubiera sido incapaz de meterme un pedazo de queso a la boca (como no fuera uno de esos mozzarella nacionales que solo tienen un vago sabor lácteo).

De pequeño odiaba a muerte los derivados lácteos, gracias a la feliz ocurrencia de un tío que trató de embutirme un queso suizo en la boca. Es más fácil disfrutar de lo que es demasiado intenso para un paladar infantil a medida que los sentidos se deterioran: los quesos, las especias, los picantes, los licores, el tabaco…

12:21: Llegó el bocado de marras. ¿Qué tan difícil podía ser de armar? ¿Cómo pueden justificar la casi hora que se tomaron para hacerlo? Dos tajadas de pan integral, cúbralas con queso Brie, ase las verduras en una plancha caliente con aceite de oliva y orégano seco, corte un aguacate en cubos y reserve con jugo de limón para evitar que se oxide. Rodajas de tomate, lechuga crespa y arme para luego meterlo en una tostadora de plancha y cortarlo.

Carajo… ¡Además el jugo de fresa estaba tibio!

Fue ahí cuando sentí que el aire se había hecho frío. Era como esa corriente gélida de las historias de terror, aunque tenía algo de ‘deja vu’. Era el mismo frío que venía de una tarde de lluvia en 1998. Tenía una gabardina negra, una camisa blanca, pantalones negros, botas enormes y los ojos irritados por el gel que se resbalaba de mi cabeza y mi falta de maña con el delineador.  Era un adolescente gótico, hecho de inseguridades e imágenes recortadas de revistas…

Tenía el gusto de su coño en mi boca. Diecisiete años y, tras mentir mil veces sobre mis aventuras sexuales, tenía atrapado –al fin– aquel sabor a mujer entre los labios, la lengua y el paladar. Recuerdo que ese día decidí que mi palabra favorita para referirme a una vagina iba a ser «coño». «Cuca» siempre me pareció una expresión tan seca, tan ausente… «cuca» suena a piedra pómez, a estopa, a algo que no puede ni debe estar entre las piernas de un ser vivo. Cu-ca. La misma palabra suena a golpe seco. «Coño» es una palabra concisa, sonora, brillante, viva.

Si pudiera escribir su nombre una vez más, lo haría. Prometí dejar de hacerlo cuando ella borró toda huella mía en la Internet. La nostalgia riñe con la privacidad, con las vidas nuevas en las que los amores viejos reencarnan en forma de vergüenza. He aprendido a vivir como una mancha en el expediente de muchas mujeres a las que amé y no se vive tan mal ahí. Es un espacio gris pero lo suficientemente callado como para embriagarme de recuerdos que me hacen sonreír como el gato que se comió al canario.

Ella era rubia y casi albina, flaca y pecosa, con unos senos enormes y tenía la sonrisa discreta que sólo algunas mujeres usan para gritar lo que otras callan. Yo era un tipo rollizo (no muy distinto a mí, ahora) con suerte de principiante y charlatanería de quien no tiene nada que perder, como todos los que sufren de juventud aguda.  Nunca entendí cómo terminé metido en esa relación, para ser honesto.  Aún la tengo bajo la piel.

Nunca he podido volver a escuchar un «te amo» tan lánguido ni encontrar esa mezcla a mar, corcho de vino y humedad de la que estaba hecha la esencia de su amor adolescente. Es la clase de obsesión maligna que busca su repetición en cada encuentro furtivo, en cada mujer nueva. Una migraña, un cólico, una ausencia, un vacío que no se borra, que no se llena, que nunca se cura. Y por eso no entendía cómo ese vacío se llenó de algo que ya no estaba. Redimido, sin los errores de la ignorancia y el egoísmo, algo volvía a aparecer. Unas manos cálidas sobre mis ojos jugando a aquello de «¿quién es?», un monólogo mío interminable que trataba de explicar las letras de Bauhaus y un instante en el que ella leía a Tolkien al otro lado de la mesa.  Distancias de espacio entre unas manos y unos muslos que intentan escapar de las caricias inapropiadas.

Por eso me sentí extraño. Tenía un recuerdo infantil muy vago del queso Brie que había untado tacañamente sobre esas galletas delgadas como papel, como por joder la vida y ver a qué sabía eso. Recuerdo que la sinusitis llenaba mis mangas de mocos hasta dejarlas almidonadas.  No tenía sentido del gusto y el Brie era apenas un registro vago, la textura de algo que parecía mantequilla reblandecida y pringaba la textura de hojas secas que las galletas tímidamente aportaban.

Posiblemente está casada, como suele hacerlo la gente de mi generación, temerosa de Dios y de la soledad. Supe que se hizo operar los senos para hacerlos más pequeños y ahorrarse dolores de espalda. Es probable que trabaje en algo que no le deja tiempo para leer libros de Tolkien ni escuchar folk argentino. Sé que se convirtió en un animalito corporativo mientras que yo trato de volverme un chef, al menos, sensato. Y tal vez es mejor así: ella odiaba que yo fumara y yo detesto Sui Generis. Por eso me sentí extraño: ella nunca estuvo al frente mío más que como una imagen diferida, ajena a la persona y al recuerdo.

La otra mitad sigue en su caja plástica. A lo mejor se está pudriendo imperceptiblemente.

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* JUAN CAMILO HERRERA CASTRO, víctima de un síndrome incurable que lo hace ser bogotano, nació un 15 de noviembre de 1981.  Tras años de éxitos y fracasos tan académicos como profesionales, ha dedicado su vida a construir puentes para que sus recuerdos visiten el presente de vez en cuando.  Tristemente, solo quedan los planos.  Afortunadamente, los planos parecen cuentos.
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1 COMENTARIO

  1. pues en realidad esperaba algo diferente.. ajja aun nose ni de ke fue lo ke acabo de leer ajjaja.. en fin.. algunas veces soy distraida en las lecturas.. pero hubieron cosas ke en definitiva me llmaron la atencion.. aki van:

    1.Sus cosas tenían ese olor que poco a poco se fue y dejó inconexas las imágenes que reposan en pilas de álbumes familiares

    2.Su imagen diminuta, leyendo la prensa en la sala, sigue ahí, como por inercia. Unos segundos después, desaparece

    3.No hay nada de milagroso en la aparición de un rostro sobre una tostada de pan.

    4.Miércoles, 11:11 AM (posiblemente eran las 11:10 o las 11:12, pero me gustan los palíndromos…), jaja bueno eso de los palindromos es toda una asaña!! pero a mi en particular ese numero 11:11 me parece el mas perfecto.. porke es tan repetitivo como kerer ke sea el dia 11 del mes 11 del año 11 y ke sean las 11:11: con 11 segundos.. un buen dia para pedir un deseo… lo hare sin duda

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