Literatura Cronopio

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SIN CADENAS

Por Laura Juliana Muñoz*

La sentencia

—¿No puede hacer nada más? ¡Declaré más de lo que mi conciencia hubiera permitido!— preguntó Ángel.

El abogado enmudeció, dio tres pasos hacia la ventana y dijo con la mirada perdida entre los carros de la ciudad que la última carta ya estaba echada. Era irrevocable. A Luis Ángel Vera Hussein, de 33 años, ojos negros, cicatriz vertical de unos tres centímetros al final de la ceja izquierda, 1,76 de estatura, 150 libras de carne y humo de cigarrillo, labios acorazonados y manos de pintor, lo llevarían esa misma tarde a la cárcel de máxima seguridad Saint Giorgia. Haber delatado al resto del equipo de corruptos que durante una década habían desviado los fondos de la firma más antigua de costura, Confecciones Almudena, fue inútil para que le rebajaran la pena, fue la estocada final para dejar a medio pueblo sin empleo, el pasó a ser el blanco de odios de muerte, la firma de su sentencia. Luisa, la novia para estar él demasiados años, se había equivocado. No valía la pena ser honesto.

Por decisión del juez, o por el dinero que alguno de su ex colegas de cuello blanco pagó, las medidas de seguridad iban a ser perversamente estrictas: comería una sola vez al día; no podía escribir, ni siquiera en la pared, para no concederle la gloria de mantenerse lúcido aún en la penumbra; y ninguna visita, a excepción de la de su abogado que era lo mismo que nada. Su condena lo carcomería durante dieciocho años o hasta que el inútil jurista conciliara una rebaja con la justicia penal.

Mientras lo trasladaban a la cárcel en un furgón sin ventanas, sin luz, sin esperanzas, trataba de descifrar las vueltas del camino, los olores del polvo que se colaban entre las rendijas, los murmullos de un pueblo que le importaba un pito qué pasaba con él. Intentaba recordarse a él mismo en un lugar determinado, moverse con su imaginación. Sólo así no desaparecería del todo.

Pero Ángel dejó de existir, ahora su esencia se diluía entre paredes agrietadas, llenas de días contados con tiza blanca. Luego se daría cuenta de que también quedaría algo de él entre las bragas de sus centinelas.

Prima noche

Imposible dormir como imposible ver las estrellas pegadas en el cielo gris. Tal vez por esa suerte de insomnio pudo anticiparse al sonido que alguien trataba de disimular. Geraldine lo observaba hacía horas. Había podido fugarse ella misma de su voluntad fría hacia un pequeño lugar donde un desconocido, desnudo entre las sábanas, se revolcaba y le revolcaba las ganas a ella también. Finalmente, se había atrevido a bajar su cremallera para trazar con su mano derecha el mapa que le hubiese gustado que alguien explorara con la lengua alguna vez. Nunca había sido así, tal vez por eso decidió ser guardiana, para vengarse secretamente de todos los hombres y de sus fervores encarnizados con señoritas más magras, más jóvenes, más estúpidas.

Ángel enmudeció. Le dolía simular ser una estatua, pero no se hubiera atrevido a interrumpir aquel dulce momento de catarsis en el que Geraldine por fin pudo gemir para no asfixiarse de placer. Caliente, suave, húmeda, pegajosa, sucia. Ahí estaba, tan cerca de la reja, tan lejana de las normas, desperdiciando sus ganas en la noche.

La tortura

Mil noches sin dormir. No tenía una tiza blanca, pero rasgaba sus camisas. Cada tira era un puñado de horas.

—Qué paradoja. Ahora no es tan fácil remedar esto. —Se decía a sí mismo.

La otra actividad de su lista para no enloquecer era desmayarse a modo de viaje alucinógeno donde casi siempre lo aguardaba Luisa y un cañón en el que se precipitaba con el ansia inútil de morir. Tomaba amplias bocanadas de aire, rápido, más rápido, hasta que caía inconsciente con los ojos abiertos y opacos.

¡Ah! Luisa amada, Luisa sexy, Luisa maldita, Luisa loca. Luisa y sus senos de melocotón. Luisa y su coño de macedonia. Luisa y su cuello de oriente, y su corpiño de terciopelo, y su boca de azafrán, y su orgasmo de tormenta, y sus movimientos de alfil.

Entonces, desvariaba en voz baja, bajísima: —Luisa, me sacaste el corazón desde la espalda. ¿Por qué? si siempre lo hacías desde abajo, con elegancia, con pudor, a veces con lágrimas. Siempre te perdonaba. Cómo no hacerlo si me ponías la piel tensa desde las quebradas y borrascas, por los valles y hasta las cumbres, sobre todo las cumbres. Me traicionaste sin mis ojos puestos en ti, sin mis ganas aferrándose como uñas en ti. Luisa, Luisa maldita.

Deliraba sin despertar. Deliraba con los ojos sin pupilas. Deliraba con la verga dura. Y Geraldine, que se había fijado al pie de la reja como si estuviera patrullando al preso más peligroso del mundo, se dio cuenta. Tal vez vio en aquella escena la estela de luz que nunca se asomaba, o la oportunidad de ser ella la que esta vez olvidara la ley para ser menos miserable que el resto. Sacó sus llaves, entró pegada a la pared, se quedó un rato en una esquina, prosiguió.

A pesar de que nadie la veía, ni siquiera Ángel, le dio vergüenza desnudarse. Geraldine no era de las mujeres que se atrevieran a deslizarse en su propio cuerpo con crema, aceite o con la aspereza de sus manos; no se le ocurría siquiera mirar en el espejo algo más allá de su boca llena de crema dental o de su cabello desaliñado que peinaba durante una hora cada domingo; y nunca, nunca —por más de que su madre se lo recomendó a manera de tiquete para conseguir marido— ceñía la tela a su figura olvidada. Se creía ya bastante gruesa por comer todos los días un kilo de poteca de plátano, yuca, ahuyama y algunos milagros de carne tiesa en el comedor de Saint Giorgia.

Esperó casi una hora, mustia, para cerciorarse de que el cautivo estaba casi en coma. Se hincó, húmeda ya, evitó mirarlo al rostro y de todas las opciones que tenía sólo se le ocurrió bajarle el pijama hediento y en un solo movimiento apretarlo suave, como si de sus manos pendiera la vida y la muerte. Sí, Ángel aguantaría su peso, su vaivén. No despertaría ese día, o tal vez jamás, sólo soñaría con Luisa, Luisa y sus nalgas levitando.

No fue la única vez que lo violó. Ya rara vez iba tras su poteca. Prefería esperar con disimulo a que Ángel se cansara de la rutina a la que se dedicaba sagradamente: romper en tiras una camisa vieja o nueva, no importaba; hacer sentadillas sin esperanza alguna de estar en forma cuando fuera libre; repetir un centenar de veces el mismo fragmento de un discurso que se inventaba como un consuelo de no poder escribir, empeñado en mantenerse cuerdo. Y al final, deprimido, sin ánimo de dormir, se hiperventilaba hasta caer pesado en cualquier pedazo de mundo. Entonces Geraldine entraba a la celda de un brinco, ligera, con una seguridad impropia de ella, con la felicidad y arrechera de ser correspondida, de ser otra, de ser Luisa, Luisa y su dominio infalible.

Termina la condena

Cuando Ángel pudo fugarse con una estrategia perfecta, sin dañar un solo barrote, sin encender alarma alguna, sin tener ningún contacto importante, Geraldine supo que se le había acabado la única vida que se había atrevido a tener, así no fuera real, así hiciera parte de un sueño.

No entendía. Ya habían pasado dieciocho años, la orden de salida ya estaba en proceso. Le dolía más la noche anterior a la fuga, cuando Ángel por fin se dirigió a ella:

—¿Sabe una cosa? Me hubiera gustado conocerla mejor, tal vez olvidarme de Luisa y amarla a usted un poco, sólo un poco. O siquiera tocarle la mano. Al fin y al cabo fue la única persona que estuvo cerca, cariñosamente cerca de mí durante todos estos años.

Ella no le respondió, no pudo. Lo amaba, lo deseaba. Hubiera hecho todo por él, aunque no fuera él mismo cuando le daba por morirse con su droga barata.

Tal vez, pensó, Ángel se suicidó porque le tenía miedo a la libertad. O, mejor, sólo conocía la libertad de estar preso en alguien, como diría Cernuda. Y allí, en un cuartito de tres por cuatro, con un balde, un colchón y un arrume de tiras desgarradas, sin amaneceres, ni tardes, ni noches, sin estrellas decantadas, sin espantos, sin ratones siquiera, allí estaba preso, felizmente preso entre el rumor de excitación de su carcelera y las alucinaciones con Luisa, Luisa de alhelí, Luisa de carne y ganas, Luisa muda, Luisa la centinela.
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*Laura Juliana Muñoz es cuentista y periodista judicial del periódico El Espectador.

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