UNA SILUETA COMO DE CIELO
Por Saúl Álvarez Lara*
La imagen es como de una silueta de cielo pero no recuerdo dónde la vi, murmuró el cliente del octavo piso. José Horacio tomó nota, dijo que buscaría en la bodega y se despidió, en el ambiente quedó la certidumbre de que al día siguiente volvería con la respuesta. Bajó por el ascensor hasta el primer piso. Eran las seis y cinco de la tarde. En el Centro Comercial le faltaban todavía dos tramos de escaleras para alcanzar la acera. Allí, apoyado en la baranda de cemento, esperaba a Nubia Estela, su mujer. A veces ella había llegado. A veces la veía aparecer entre el gentío que a esa hora se apretuja, choca y hace el paso difícil. Para completar el atolladero los vendedores de minutos, de periódicos, los loteros y los calanchines de todo borde promovían sus ofertas a gritos. Eran las seis y diez minutos. A pesar de que aún no había oscurecido por completo el alumbrado público estaba prendido, las sombras que aparecieron con las luces se ligaron a las cosas y a las gentes y duplicaron el movimiento intenso de la calle.
Recostado en la baranda de cemento José Horacio se entretenía aislando del resto las circunstancias, a veces extrañas, que unían o desunían la gente en esa esquina congestionada, una discusión, un grito, un raponazo, un regateo, un encuentro, una caricia robada, siempre había algo que sobresalía. Sin embargo, esa tarde no, esa tarde no estaba concentrado en la muchedumbre y menos en el ejercicio que le gustaba tanto: localizar a su mujer entre el gentío, recortarla con un halo imaginario y verla venir hacia él sin que nada ni nadie la interrumpiera o molestara su paso. Esa tarde estaba preocupado por la imagen que varios clientes en el edificio mencionaron sin recordar el título o el autor del libro, sin asegurar que se trataba de un libro. Hubo uno que se atrevió a decir: es un novelón, pero no pasó de ahí. Un hombre con silueta de cielo, salpicado de tornillos y espoletas alrededor que parecían restos de una máquina antigua, fue la descripción que hizo un secretario en el piso veintiocho, por supuesto, sin acordarse del título, ni del autor, y menos de la editorial, ese dato sólo lo conocen los especialistas, dijo y agregó, no sé si se trata de un libro.
José Horacio llevaba más de diez años despachando libros a los habitantes del edificio y los consideraba gente iniciada en eso de la lectura. Más de diez años llegando al edificio Coltejer a las ocho y media de la mañana para recorrerlo desde la portería, los vigilantes también eran clientes, hasta el piso treinta y cuatro, de escritorio en escritorio, mostrando el catálogo, emocionando a unas con los libros animados para niños, a otras, solteras o dispuestas al embarazo, con libros sobre el amor sexual y los primeros días del bebé, y a otros con enciclopedias, diccionarios, libros de autoayuda y novelas de mucha venta y fácil lectura. Más de diez años haciendo al medio día una pausa en la cocina de Edilma, piso diecisiete, para calentar en el microondas lo que Nubia Estela había puesto en la coca hermética y almorzar en un rincón del cafetín con otros empleados en la hora del descanso. Pero había días, como ese, cuando Nubia Estela no le preparaba el almuerzo portátil por alguna razón más importante que él, no lo había hecho las últimas semanas y la sentía ausente, iba a uno de los corrientazos cercanos, comía solo, y a partir de las dos de la tarde reanudaba la jornada desde el piso diecisiete hasta el treinta y cuatro. De lunes a viernes durante más de diez años esa jornada de trabajo se repitió sin falta, y le iba bien, eso se notaba los quince y los treinta de cada mes cuando pasaba recogiendo cuotas de escritorio en escritorio. No era empleado, era independiente, lo que siempre quiso para disponer de su tiempo como quisiera, sin embargo nunca en esos años había podido tomar vacaciones en épocas distintas a las de los empleados del edificio, quince días en dieciembre, y en muy pocas ocasiones, unos días a mitad del año. Él nunca se quejó pero Nubia Estela siempre le reprochó la falta ambición, a estas alturas, le decía, ya deberías tener vendedores y clientes en todos los edificios del centro.
Diez años y por primera vez un buen número de clientes, habituales y reticentes, mencionaron la imagen de una cubierta de libro, fue lo que él creyó aunque nadie le dijo que se trataba de un libro. Nadie mencionó título, autor o editorial, todos coincideiron en la imagen con más o menos detalle.
Mientras esperaba a Nubia Estela recostado en la baranda de cemento, su memoria milimétrica para los títulos recorría los estantes de la bodega que instaló una pieza de su apartamento. Lo más grave de todo era que no recordaba haberlo visto y esa intranquilidad no le daba tiempo para entretenerse con el espectáculo de la calle como otras tardes mientras esperaba. Fue entonces cuando resultó la preocupación del negocio, si no encontraba el libro iba a perder la venta, una buena venta, tan buena como con el libro de las “prepago” que lo compró más de la mitad del edificio. Nubia Estela no aparecía entre el gentío y José Horacio se dejó llevar por dos intranquilidades: una, que su mujer no llegara, cuando se iba a demorar le dejaba el mensaje en el celular; y la otra, no podía dejar pasar una buena venta y la posibilidad de mostrar a su mujer las bondades del negocio. Los tiempos no estaban para desperdicios.
A las seis y veinte la paciencia se agotó, José Horacio no esperó más, echó un vistazo hacia el lugar por donde Nubia Estela siempre aparecía, no la vio y sin perder tiempo se fue en la dirección opuesta. Caminó entre la gente. El hombre con silueta de cielo salpicado de tornillos y rodeado de espoletas palpitaba en su cabeza, era una imagen inesperada y por más que se esforzaba no lograba imaginarla, una novela fantástica, se dijo, no puede ser de amor, imposible ilustrar el amor salpicado de tornillos y rodeado de espoletas. No pensó que podía ser una novela de desamor. Quiso ir rápido pero el gentío se lo impedía. La sensación de caminar sin avanzar y sin retroceder lo contrajo, entonces vio a Nubia Estela separada del resto por el halo que inventaba para verla entre la gente. Esta vez el halo no la separaba del resto a ella sola, estaba acompañada. Como sus pies se deslizaban sin avanzar ni retroceder, sin siquiera tocar el piso tuvo que contentarse con mirarla mientras ella se acercaba, sin verlo, ensimismada en la conversación con su acompañante, un hombre que llevaba, a ojos de José Horacio, una silueta como de cielo salpicada de tornillos y con espoletas alrededor, estampada en el pecho. Cuando pasaron a su lado no lo vieron, estaban concentrados en ellos y no lo vieron.
© Saúl Álvarez Lara / 2009
* Escritor, ilustrador, diseñador y editor colombiano. Vive y trabaja en Medellín.
Autor de Recuentos, libro de cuentos. Ganador del Concurso de la Cámara de Comercio de Medellín, 2001. El teatro leve, cuentos, coedición, periódico Vivir en El Poblado de Medellín y la Editorial Universidad de Antioquia, 2002. El sótano del cielo, Editorial de la Universidad Eafit, Medellín, 2003. La silla del otro, novela, Universidad Pontificia Bolivariana, 2005. ¡Otra vez!, novela. Beca de la III Convocatoria de Proyectos Culturales, Alcaldía de Medellín. Publicada por Hombre Nuevo Editores de Medellín, 2007.
Una coincidencia:aunque vivo en Cali hace 25 años, soy de La América, Medellín. El cuento:
Es interesante,con suspenso,economía de lenguaje,poético,humano muy humano,hermoso… como para releerlo y saborearlo con otras tres personas en Patio Bonito, en Versalles, en fin;…o en un cafecito de La Playa cerca del Edificio Coltejer…, donde el enamoramiento y la infidelidad le hicieron una mala jugada al cretino de Luis Horacio. Buena esa. Felicitaciones. Lo disfruté mucho. Me sentí chévere como lector. gracias escritor.
ME PARECE QUE ES UNA HISTORIA INTERESANTE, PORQUE DE ALGUNA MANERA RELATA LA SITUACIÓN ACONTECIDA DE MODO ORIGINAL…AUNQUE NO ME MOTIVÓ PARA SEGUIR EN LA LECTURA.
PD: CREO QUE NO LO LEÍ QUE DEBIÓ DE SER, COMO DIRÍA ANTONIO ALATORRE