LA TERCERA VEZ
Por Jaime Orrego*
Nací el día que sólo se repite cada cuatro años. Siempre había cierta polémica los años que no eran bisiestos, si teníamos que celebrar mi cumpleaños el veintiocho de febrero o el primero de marzo. A mí, en realidad, no me importaba mucho, pero para mí mamá sí que era algo trascendental pues ella no quería que «el niño se traumatizara». Es así como, además de comprar una torta todos los años, cada cuatro teníamos una gran fiesta en casa. Yo las recuerdo todas, es decir, las que no se me han olvidado desde que comencé a tener problemas.
Para mi primera gran fiesta, mi mamá invitó a todos los primos de mi edad, que teniendo un papá con dieciséis hermanos y una mamá con diez, conformaban un grupo bastante grande. También invitó a los dos amigos que tenía en la guardería. Desde muy pequeño mi mamá siempre me daba consejos para que tuviera un grupo de amigos grande, pero ya ves cómo no seguí sus consejos. De aquella primera gran fiesta tengo muy bonitas memorias. Mi papá contrató un grupo de payasos que nos hizo reír a todos, también un mago al que le dabas un papel y luego de pasarlo por una máquina, la que me recuerda las laminadoras que usábamos en los laboratorios de ingeniería, salía un billete. Para mi segunda gran celebración pedí una de esas máquinas pero «estaban agotadas».
Fue pocos días después de mi quinta gran celebración que tuvimos que viajar a Bogotá. Fue difícil dejar la familia, mis dos o tres amigos y la universidad. La verdad que todo esto fue un poco traumático. Antes de realizar el viaje, traté de prepararme un poco, pero cuando llegamos al hotel aquél martes en la noche, tuve una crisis y necesité brandy con leche caliente pues el frío y la altura me estaban afectando. Ese día me di cuenta que mi vida cambiaría para siempre.
Los dolores de cabeza comenzaron a presentarse con cierta frecuencia. Era siempre el lado izquierdo de mi cabeza, y en especial alrededor de mi ojo, donde la presión que sentía era inaguantable. Creo haber tomado cuanta medicina encontraba en las farmacias para atacar esos dolores, pero nunca me sirvieron. Al parecer mi abuelo paterno sufría de dolores de cabeza muy similares a los míos, sólo que mi abuela no recordaba si se presentaban en el lado izquierdo o derecho de su cabeza. Además él había nacido un trece de marzo.
Después de unos meses comencé a tener sueños muy extraños. Algunas veces sentía que caía por precipicios y me despertaba justo antes de estrellarme contra el piso. En otros yo era un ladrón que se sentía muy valiente con un cuchillo en la mano pero luego del robo lloraba pidiendo que nada de lo que hacía fuera verdad. Una vez soñé que hablaba con la estatua de uno de los santos que estaban en la iglesia cerca de mi casa. Otra vez soñé que volaba. Había unos que se repetían con bastante frecuencia y básicamente lo que sucedía es que yo veía algo que ocurría y cuando trataba de contárselo a alguien, esa persona no me escuchaba. Por ejemplo, una vez soñé que estaba en Medellín y veía al hombre que estaba organizando mi secuestro. Traté de decírselo a las personas que estaban alrededor mío, pero todos me ignoraron. Grité, aplaudí pero nadie me escuchó.
Todas estas cosas las escribo por recomendación de mi psiquiatra luego de mi segunda recaída. Ya me había pasado, por eso esta vez no me preocupé como antes. La primera vez fue un martes, la segunda también. La primera vez me desperté y no sabía si aun estaba dormido o si ya estaba despierto. La segunda vez me desperté pero sí sabía que aún estaba dormido. La primera vez lloré y traté de levantarme de la cama pero no era capaz de mover mis piernas ni mis manos.
Cuando al fin pude, quise ir al lavamanos y mojarme la cara pero tuve miedo de que en ese proceso cometiera el error de mirarme en el espejo y darme cuenta que no era yo quien estaba en frente. Decidí quedarme acostado en la cama, boca arriba, esperando que algo pasara, que me despertara, que me volviera a dormir, en realidad no sé lo que esperaba.
Después de un tiempo indefinido escuché ruidos, traté de identificarlos pero no pude, parecían de un lugar muy lejano. Traté de hablar, pero no me salían las palabras. Recordé que mi hermana vivía conmigo y que estaba en el cuarto contiguo. Después de muchos intentos pude gritar. Apenas ella salió de la ducha vino a preguntar lo que pasaba, se lo conté todo… esa mañana mis padres vinieron y me llevaron al hospital. Tuve varios exámenes médicos. Recuerdo uno en el que inyectaron yodo en mis venas y luego me entraron dentro de un tubo gigantesco.
Querían asegurarse que la sangre estaba irradiando a todas las partes de mi cerebro. Cuando el yodo comenzó a entrar por mis venas, se sentía un frío y un ardor que nunca había experimentado antes. «No hay nada por lo cual preocuparse», dijeron a mis padres luego del resultado de los exámenes.
Pasaron los días y poco a poco pude volver a escribir con una letra que otras personas pudieran entender. Ya no agarro el lápiz igual que antes y, aunque similar, mi letra no es la misma. Esta segunda vez no fue tan traumática como la primera. Me llevaron donde el doctor, pero yo no hablaba, bueno, lo hacía a través de mi esposa porque yo no recordaba cómo decir nada en inglés. Al igual que la primera vez, esta segunda vez el doctor no me recetó ninguna medicina ni me dio ninguna explicación científica de lo que me pasaba.
Han pasado más de cinco años desde esa segunda vez y ahora siento que la tercera se acerca.
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* Jaime A. Orrego es profesor de español y literatura latinoamericana en Saint Anselm College en Manchester (New Hampshire). Es ingeniero industrial de la Pontificia Universidad Javeriana y recibió el título de Ph.D. en literatura de la Universidad de Iowa. Es autor de varios cuentos, dos de ellos publicados, y varias entrevistas, entre ellas al escritor Héctor Abad Faciolince y al poeta chileno Oscar Hahn. En la actualidad se encuentra terminando una colección de cuentos que publicará a finales de este año.