UN ALEPH COMO EL DE BORGES
Por Antonio Hoyos*
Sólo hasta la tercera vuelta me convencí de que el universo era enorme. El escepticismo propio de la época había infundido en mí un espíritu agudo y observador, desconfiado, que me llevaba a cuestionar todo aquello que decían. Por lo anterior se entiende perfectamente la actitud adoptada, comprensiva e incluso compasiva, ante las irrisorias declaraciones de Javier de haber encontrado un aleph, un aleph como el de Borges.
Javier me dijo que habiendo quedado maravillado por las revelaciones absolutas del misterioso punto, y convencido de la real existencia de este, puesto que Borges contemplándolo dijo haberle visto el rostro, y éste haberse sentido observado en ese preciso instante, y al no caberle duda de que en ese momento hizo parte del conocimiento revelado. Era más que absurdo el negarla. Había dedicado algo de su tiempo en buscar y referenciar los otros aleph que Borges enumerara al final del cuento, pues se convenció de que sería imposible encontrar el de Carlos Argentino.
La demolición de la casa, y por tanto el desequilibrio de las fuerzas cósmicas (que no se entienda por estas más que las que son: mecánica, gravitatoria, eléctrica y magnética) que lograron en su momento el maravilloso fenómeno, acabó definitivamente con éste, encontrando en los otros sólo mitos.
Sin rendir su empeño se dijo «ya que de la existencia del aleph no ronda duda alguna en mi cabeza y dado que el que quiere descubrir descubre, falta sino tiempo para que nos hallemos» y así esperó pacientemente el día en que su encuentro se diera. De esto ya muchos años pasaron. Ya lo había encontrado, me dijo. Ante esto sólo tuve el impulso de conocerlo, al igual que Javier supe de lo real del aleph desde el principio, pero nunca emprendí su búsqueda, me encontraba en divagaciones confusas que absorbían todos mis ánimos, sumiéndome en profundas depresiones y, ascendiendo de vez en cuando a las altas cúspides de la felicidad. La curiosidad por el espectáculo a contemplar, el universo entero, los misterios que los sabios estudian, las imágenes que me son imposibles de imaginar; llegarían todas a mí.
Quedamos para encontrarnos. A su llegada percibí en su mirada amable y serena el placer de lo bien logrado, pero unos segundos después pude ver que la intranquilidad lo había habitado durante un largo rato. Nos habíamos reunido la última vez en un café del centro para conversar sobre la vida; siempre hemos gustado de esto, la administración y el desencanto. Del Javier de entonces, de pensamiento y palabra fluida, quedaba ya muy poco, o al menos eso me pareció esta mañana.
—Antonio, —Me dijo— ¿cómo te ha ido, acabaste ya la empresa en la que estabas?
—No, todavía no lo hago. Tu sabes lo difícil que es que quien escribe estime lo que hace, aunque admito que he mejorado muchísimo.
Luego de haber preguntado esto, más por cortesía que interés, apresuradamente trató de narrarme lo visto o vivido, según me explicó. De las minucias de su hallazgo no me informó.
De la experiencia que contó no transcribo nada, dado que su similitud con la de Borges permite que sea así mejor referida. Claro está que las imágenes que vio fueron todas distintas, excepto la de haberse visto vobservando todo el universo.
Conmocionado luego de haber balbuceado todo lo dicho, tomó su café y, sorbiéndolo, como nunca hizo —no que yo recuerde— puso gesto de disgusto y encendió un cigarrillo.
—Seguro estás creyéndome loco, hoy por hoy todos andan repartiendo ese título por doquier queriendo llevarse para sí la cordura y la salud de pensamiento.
—Javier, no equivocarías tu afirmación si a otro te dirigieras, bien sabes de mi condición.
—Lo siento.
Un ensimismamiento profundo nos separó del espacio en que nos hallábamos. Recordé la primera vez que leí el cuento y el interés desmedido que me había causado el sólo pensar que un hombre podría conocerlo todo, por lo menos en apariencia y, claro está, refiriéndome únicamente a la extensión del conjunto de las cosas. Me había impactado sobre todo el descrédito inicial que Borges le atribuyó al secreto del Argentino y cómo después comprobaría que era cierto. Siempre he creído que los límites de lo real y lo posible son los mismos.
El reloj de pared marcaba el medio día, y en su marco ovalado color plata vi cómo alguien se nos acercaba. En la mesa había dos tazas de las cuales una contenía aún un sorbo de café, un mantel a cuadros, con cada uno de ellos marginado por dos líneas, una gruesa y una finísima separadas por un pequeño espacio, unos dos o tres milímetros, ambas de color blanco, y un cenicero.
Dos colillas conté en el momento en que diluyó el silencio la terrible voz chillona de la mujer que nos atendía; una joven poco agraciada, cuya inseguridad era casi tan repugnante como la entonación de sus palabras, posiblemente dos o tres mundos se acaban cada vez que abría la boca debido a la longitud de onda con la que emitía sus sollozos.
—¿Se les ofrece algo? —Preguntó descaradamente la asesina intergaláctica ignorante del desorden armónico que causaba.
—No. —Parcamente respondió Javier. Afortunadamente lo hizo antes que yo, mi respuesta habría sido de seguro más violenta.
—¿Qué pensás? — Preguntó Javier, esta vez con ánimo de respuesta. No quise pronunciar palabra alguna pues esto me pasa a menudo.
Entendiéndome, sacó de su billetera dinero suficiente para pagar, pisándolo con la taza lo aseguró a la mesa, y haciendo un ademán con la cabeza me indicó que ya no habría más espera. Salimos de inmediato.
No diré nada sobre adonde fuimos, ni cómo era este Aleph, tampoco de lo que pensé al verlo. Únicamente les referiré algo de lo que vi, dejando claro que, al igual que Borges, no me es posible presentar sino una cosa tras otra.
Vi cómo una llovizna aminoraba los efectos del sol que, en ese momento, brillaba con todo su ímpetu sobre el centro de Varsovia, contemplé la difracción de la luz sobre los negros charcos de óleo que se formaban por el escape de un tanque de combustible, vi cómo dos mariposas danzaban y copulaban cerca, muy cerca, de la copa de un árbol de una ciudad enorme que no reconocí, observé con demasiada atención la indescifrable mirada de una mujer que caminaba sola por una «rue de Paris», vi el nacimiento de un novillo en una hacienda en los llanos, a tres niños que exploraban una montaña en cuya cima estaban las banderas de casi todos los países, vi una roca árida por dentro, tres moléculas distintas y la caída de dos imperios, la edad dorada de los aztecas y de los incas, vi también la esquina de un plano infinito y la maravillosa creación de un espacio a partir de tres vectores, el ocaso de una flor que lentamente tomaba un color café claro, vi la imaginación de Poe ¡y vaya que si era grande!
De las muchas otras cosas que vi, y que ahora no recuerdo, sólo puedo decir que no fueron tantas como imaginaba, de la imagen de verme observando todo el universo sólo digo que la vi, al igual que los que cuentan los otros relatos.
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* Estudiante de economía de la Universidad Nacional, sede Medellín.
Cuento escrito en enero 2010
🙂