LA VENGANZA
Por Juan Guillermo Jiménez Moreno*
I.
El viento sopla con vigor, ulula al deslizarse sobre las paredes terrosas de las pocas casas que se empinan hacia el cielo. La noche es fría. Las ramas de los árboles se estrujan con furor. La soledad lo ha invadido todo. La única lámpara que hay en la cuadra dibuja la silueta de los vigilantes que expelen humo por boca y nariz mientras conversan muy quedamente. Los motores de las camionetas de la policía rompen el silencio. El perro de doña Trinidad, como anunciando una tragedia, lanza aullidos lastimeros.
—¡A tierra! —Es la orden que brota de los labios del capitán que comanda la patrulla
Fusil en mano, los policías se lanzan al suelo. Sus botas derrumban la puerta de la casa de Belarmina Galeano. El interior de la casucha se tiñó con el verde oliva de los uniformes policiales.
—¡A la cocina! ¡A la cocina! —Grita con vehemencia el capitán que ingresa de último con una pistola apuntando al techo.
A Belarmina le cayeron como pedradas en la cabeza las dos frases imperativas del capitán. Recordó la figura de «El Gavilán» cuando antes de la media noche del día anterior, golpeó la puerta con un costal de cabuya en la mano, y le ordenó que se lo guardara debajo de la mesa de la cocina, con la advertencia de que su negativa se la podría cobrar del mismo modo que a don Chucho Ortiz: con dos tiros en la cabeza.
A don Chucho lo mató «El Gavilán» por la espalda cuando iba para misa de seis, porque le impidió al «Enano» que se refugiara en su casa cuando huía de la persecución de la policía después de que tomara parte en el robo a un vehículo repartidor de gaseosas.
Tres fusiles de asalto, dos granadas de fragmentación y una charanga con su respectiva munición fue lo que hallaron los policías dentro del costal que estaba en un rincón debajo de la mesa de la cocina. Belarmina, a juicio de los policías, no explicó satisfactoriamente la presencia del arsenal en su casa, por eso, con el pelo revuelto, la cara marchita y las muñecas de las manos atadas con esposas por detrás de su cuerpo, fue ingresada al carro policial.
II.
Con la mirada puesta en el piso y el pelo recogido con una pinza, Belarmina se encuentra sentada al lado de su defensor que nada interesante tiene para decirle al juez ante la indiscutible aprehensión en situación de flagrancia de su defendida.
Con voz serena y pausada, el fiscal explica que a través de informe anónimo, pero confidencial, la policía conoció de la existencia del armamento en posesión de Belarmina, lo que motivó la necesidad de allanar su domicilio con el resultado conocido. La imputada navega en el mar de sus pensamientos, mientras en el recinto no se escucha sino la voz del fiscal que describe parsimoniosamente uno a uno los artefactos hallados en poder de la mujer.
El juez, con las gafas cabalgando en la punta de su nariz, arruga su frente mientras consulta los artículos del código penal. Con voz bronca, luego de un corto silencio, dispone la conducción de Belarmina a prisión atendiendo la gravedad de su accionar, pues consideró que por haber sido hallada en posesión de artefactos tan letales, representa un gran peligro para la seguridad de la comunidad.
Belarmina está inmóvil, como si estuviera hipnotizada. Sus ojos se ven desorbitados, su rostro cetrino se baña en sudor.
Culminada la audiencia, el juez, con la solemnidad que inspira su toga, y sin despedirse de las partes, abandona la sala.
El guardia penitenciario, con los grillos en la mano, espera que Belarmina termine el cuchicheo que inició con su defensor.
—Usted tiene que creerme señor defensor, «El Gavilán» me obligó a que guardara en mi casa ese costal … yo no sabía qué contenía —señala Belarmina con voz llorosa.
—¿Quién puede dar testimonio de lo que me acaba de decir? —le pregunta el defensor.
—¡Nadie!… ¡nadie!… mi madrecita a esa hora estaba durmiendo —responde la atribulada mujer.
—¿Y … quién es «El Gavilán»? —con tono de incredulidad, le pregunta la defensa.
—Él dirige a los de la banda de «El Hueco», matan, roban, secuestran, hacen de todo. «El Gavilán» es dueño de mil mujeres en la comuna. Conmigo no ha podido, inútilmente ha buscado que yo me fije en él. Pero… se lo aseguro doctor que eso… eso no es mío —responde Belarmina con lágrimas en los ojos.
Belarmina, antes de retirarse de la sala de audiencias con las manos atadas adelante, bebe del vaso con agua que le fuera ofrecido por su defensor. Viste una raída chaqueta de ‘jean’ y unos zapatos pelados en la punta. En su rostro se dibuja la angustia que le causa su situación.
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* Juan Guillermo Jiménez Moreno es Juez 12 Penal del Circuito de la ciudad de Medellín (Antioquia). Es cuentista en sus ratos de ocio.