Literatura Cronopio

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EL BARRIO DE LAS IGUANAS

Por Rafael Puello Babilonia*

Han caído en la trampa de encerrar lo imposible…
(Manuel Vásquez Portal)

Mi madre ya no es virgen pero sigue siendo terca. Lleva semanas sin limpiar el sanitario y sin atender a mi padre. Solo los lunes va a misa, a medio día después que han pasado los vendavales y el hambre se pierde en la distancia de las calles. Ella no tiene definición alguna y escasamente comenta algo, yo le ofrecí un gallo y ella a cambio me dejó todos los gastos acumulados de la casa y entre cejas el grito afanoso de payaso que invento.

Almorcé temprano y salí de casa en medio de un tumulto de gente amanecida y ropa sucia, tomé la vía que siempre había tomado y que a la salida del mercado conduce a la Cruz, al lado mío caminaban dos niños, uno era alto, de cara  redonda y cabello castaño, el otro iba unas cuadras adelante silbando, se hacía natural en él la presencia de la soledad acumulada en la economía de los pasos.

Mientras pateaba una lata de cerveza me levantaba la camisa y me rascaba afanosamente la barriga con tal ímpetu que parecía que el pellejo me fastidiara por completo y desesperadamente trataba de arrancármelo, el urgido morral pendía del hombro cubriéndome la mitad de la espalda, cada semana caminaba por los alrededores tratando de sostenerme la costumbre ansiosa en la que me habían educado barrio abajo, no sin antes advertir la ingenuidad de mi condición que me hacía ser efímero e inadaptable en una sociedad de mierda.

Más tarde acosado por la fatiga evidencié el terrible remordimiento de un mundo donde la parafernalia del día ha llegado a los límites de una ignorancia adelantada a tal extremo, que el único pretexto para soportar tal condición era la urgencia de amarrarme los cordones, de usar «shampoo» y desodorante entre semanas como me lo advertía la difunta Chencha Martínez, para luego entregarme a la insuficiencia del que se niega a morir.

A esta conclusión había llegado después de recordar que a los diecisiete años la incapacidad de esa rutina me transformaba cada semana obligándome a llevar una vida casi digna y tormentosa. Mientras hacía esto me las arreglaba para escribir y salir adelante.

Cabizbajo miré las puertas y ventanas de la casa cural, era  enorme y sus paredes formaban una especie de sepulcro que terminaba en una de las esquinas de la iglesia, donde por varios días observamos que el sacerdote se almorzaba las hostias después del fallecimiento de alguien, esa era su rutina o su cábala traída desde Sabanalarga. Al borde de la plaza los rostros de siempre, las mismas cosas repentinas y pasajeras, el fastidio acumulándose alrededor de las sillas vacías y el enjambre de palmas majestuosas en los rincones donde pasan los transeúntes. Los pasillos aún guardan impresiones de huellas que dejaron aquellas personas que cruzaron a través de ellos y que aún hoy permanecen para salvar el tiempo que innecesario avanza y se bifurca hasta formar el paisaje que me delata y reconozco en esta rutina.

Amanece y el pueblo despierta con una acumulación de resentimiento, impuesto por la multitud que desde la iglesia marca el paso del día y la confusión que a ratos me persigue. Es fácil vivir cuando el sol se acumula en nuestro interior y deja escapar a veces el nudo que a diario nos ata.

Bajo por el callejón de la avenida República de México, que una vez más mostraba los estragos sufridos en la fiesta de ayer por el cumpleaños del alcalde —vasos desechables cubiertos de insectos de todo tipo, cucarachas, hongos, mohos y lagartijas roían los restos de comida, estaban tirados a lo largo de los pasillos—, aquella calle había sido escogida entre todas las del pueblo para la fiesta anual del barrio. La noche anterior no la recuperaría jamás, me acerqué al alambrado cuando me sorprendió Luzma que tenía la paciencia de una manca para hacer las cosas, estaba tan apegada a mi como a los «pikots», llevaba en sus manos varias hojitas de matarratón y algunas conchas de guácimo que utilizaba diariamente para bañar a Luchito que desde hacía tres años sufría de asma.

El día era amarillo e impactaba por momentos, los pájaros recogidos en los árboles de laurel parecían temerle a los rayos del sol que se deformaban al tocar la niebla en el mismo sitio donde al hijo de Benilda Moscote le picó un alacrán cuando recogía la basura bajo las llantas que los niños del vecindario en ocasiones usaban como carros a remolque, en el dedo se le hizo una postema que le duró semanas, al mes la vimos sonriente mostrando con orgullo su mano, pues era la única mujer de su familia y quizás del pueblo que tenía nueve dedos.

La plaza de mercado está vacía, ni los barrenderos se ven por las calles, solo la sombra improvisada de Emma Alarcón se observaba, sentada bajo la sombra que le proporcionaba un frondoso almendro, reposando las piernas, con los ojos casi cerrados y la boca abierta, en espera de algún comprador, cobijada por las enormes paredes de concreto. Su marido, campesino de San Bernardo, cultivaba hortalizas y frutas que vendía diariamente en el mercado y que le servía para apaciguar el hambre que diariamente se vivía en su rancho. Me enteré unas cuadras más abajo que el mercado no alcanzó a abrir ese día por una protesta de los campesinos y trabajadores ante el régimen del pueblo.

—¡Señora Emma!, ¡Señora Emma! ¡Señora Emma! —La llamé impaciente.

Lentamente abrió sus ojos y una sonrisa medio burlona dejó al descubierto la escasa dentadura maltratada por lo extremo de la fatiga y los años.

Agarró un tabaco, le mordió la punta y se lo llevó a la boca con esa urgencia que le queda a uno después de almorzar.

—¿Qué quieres mijo?… Tengo pocas cosas.

La miré fijamente, la textura de sus párpados evidenciaba la aparición temprana de una ceguera tardíamente descubierta; antes que la anciana hiciera cualquier cosa, le pregunté:

—¿Usted por qué no está con los de la huelga?

Ella un poco reducida en su figura y muy ajena por lo regular de los enredos que representaba la marcha que transitaba a esa hora las polvorientas calles de aquel lugar alcanzó a contestar bajo un patetismo absoluto:

— ¿Tu me vas a dar la comida? —Se escuchó una carcajada.
—Tiene usted toda la razón —contesté. —No vale la pena protestar con el estómago vacío y el hambre en las corvas.

Nuevamente se sentó, esta vez agarrándose la pollera y el tabaco humeante enroscado en sus labios, guardé silencio.

—¿Para que me llamaste, me vas a comprar o a mamar gallo? Si no, déjame dormir, tengo un sueño así de berraco —replicó cerrando sus arrugadas manos.
—Perdón, deme varios plátanos y dos libras de ñame.

Mientras terminaba de colocarme el pedido escupió salvajemente al piso del mercado, tal vez así reducía la tentación por los gustos y la cotidiana alegría del trabajo inmerecido por momentos.

—Bueno, ya está, son dos mil quinientos pesos.
—Nada más llevaré eso, es que voy a hacer una sopa domestica, usted me entiende. —Contesté secamente. Su mirada era extraña y un poco atrevida, en tanto que, en contra de su voluntad y apegándose a su humor campesino no podía ocultar la malicia de su rostro literalmente fiel a su conducta. Le pagué la mercancía y seguí por el andén hacia la casa mientras ella se sentaba nuevamente bajo la luz del medio día.

El cura era flaco y alegre, había llegado de Sabanalarga y sufría de artritis, esa era la enfermedad de los pobres del mundo, de los desplazados del sur de Bolívar que se reunían diariamente en la plaza de mercado a exigir unos derechos que les eran negados.

Parecía un carajo a mediodía, una sombra dentro de otra entera y plástica, huía de la violencia, de la eterna guerra que asolaba la región. A los que lo vimos nos sorprendía la dificultad de su rostro unido a la frescura de su cuerpo fatigado y dulce. Leandra Hueto le señaló la casa de Aminta Polo, el patio lleno de marranos, achiotes, naranjos y los potreros en los alrededores del vecindario.

El cura abrió un frasquito que guardaba celosamente en uno de sus bolsillos y esparció agua bendita por los rincones de la casa, rezaba despacio y constante, tan despacio que Leandra desviando la mirada se santiguó con la mano izquierda, «porque la derecha estaba destinada para los difuntos», y dándole la espalda al curita Diógenes tiró tres salibones al aire que fueron a parar a lo largo de la sotana del sacerdote. El cura se desvistió  al entrar al baño y se acercó al espejo, vio que el reflejo de su imagen era ya la de un anciano rústico y sinvergüenza que un día partió de Bogotá hacía Ballestas y por cosas que el destino trae consigo, terminó en la parroquia de Sabanalarga con los bolsillos llenos de horror y de gentes, compartiendo una epidemia de moscas que acababan hasta con la miseria más absoluta.

Una colonia de palenqueros había poblado por aquel entonces más de la mitad del caserío, Evelio Casianis era hijo de doña Alicia Moscote y vivía con Justa Lopera al lado del curato, todos los días iban a misa pero nunca hicieron las paces con Dios ni con el diablo, a él le sacaron un ojo antes de matarlo y a su hija Conse la hicieron parir unos mellos de mal aspecto, sucios y con las chacaritas llenas de orín.

Se puede decir que aquí cada quien tiene su historia, su porción de tierra, pero toda historia se hace inconclusa y deforme cuando se cuenta toda. Sin embargo ese cura nos conoció el cuero y el hambre, era como si nos hubieran arrancado las creencias y se las tiraran a los perros. Todo pueblo tiene sus hábitos, su manera de defecar, comer y masturbarse, pero este a diferencia de los otros poco a poco se acostumbraba, sumido bajo una ignorancia repugnante, humana y rutinaria.

Este fue el último cura que nos trajo la violencia, y nosotros los primeros que probamos su hostia antes del desayuno, cuando mi hermano Iván se la sacaba de la boca después de comulgar y nos daba los pedacitos para que Jairo no lo acusara con Concha Narváez porque un día lo encontramos desnudo en el monte bajito con la prima Ángela Morales. A él lo casaron temprano, sin gemir ni apretarse los pantalones, recién cumplía diecinueve y terminaba bachillerato. Ahora viven ocultos en el barrio, en una casa profunda y breve a las afueras del pueblo formado por cientos de invasiones, tienen tres niños, dos perros y un gato que encontraron por los lados del basurero un domingo vestido de cuaresma.

Jairo los visita de vez en cuando, porque hacen parte del recuerdo que se nos mostraba peligroso ante los años, por mi parte todavía siento la eterna rabia de mi madre cuando escribo. La golpiza que me daba los miércoles y viernes por la tarde porque mi oficio era escribir y las letras no daban sino hambre. A veces no teníamos para comprar el periódico o leche, entonces nos agarraba la mano y partía a la cocina y nos daba la comida simple y el tinto amargo que a duras penas tragábamos.

Cuando llegaban los domingos Jairo y yo salíamos con mi padre a buscar leña por la cantera, fueron esos domingos los que nos mostraron la pobreza en que andábamos. Mi padre se ponía al sol durante horas hasta que llenaba la carretilla de palos secos y el cuero se le deshollejaba, luego cuando regresábamos a casa era casi una obligación permanecer con el estomago vacío, andar con un montón de tripas chillando por dentro nos era entonces natural. De pronto, aparecía de la nada un plato de arroz amanecido y una olla de sopas y nos embutíamos como locos hasta hartarnos, sufríamos pero éramos felices y el vecindario se nos mostraba vivo y libre ante el transcurso de los años.

Una mañana mientras el pueblo se preparaba para la misa acostumbrada, encontramos a Diógenes tirado a un lado de la cama, nos quedamos mirando para ver si se levantaba como era su costumbre, pero se hizo de noche y no despertó… Al rato el espejo clavado en la pared empezó a reflejar la soledad de una mosca parada en el rosario que le colgaba del pecho.

Se adelantaron las lluvias y Jairo seguía sentado en el inodoro pujando con suavidad, esta era una tarea demasiado fácil o casi imposible pero que requería de un estímulo apropiado y menos doloroso. Desenvolvió el papel higiénico, partió un pedazo y se lo llevó entre las nalgas, cuando hubo terminado se colocó el bóxer y se subió los pantalones. Por fin —dijo despaciosamente. Amelia seguía en la cocina con un pocillo de tinto en una mano y una arepa recién calentada en la otra. Sus miradas se cruzaron, Jairo llegó hasta el pasillo.

—Mira que el «pelao» otra vez se cagó en el piso —dijo de manera terca y agresiva.

Amelia Santa María levantó al niño empapado de mierda y orín y lo limpió cuidadosamente, sin embargo gracias a su ingenuidad la mierda le chorreaba el traje ensuciándole el cuerpo, el niño ante el fastidio provocado por el caer del agua y el malestar de la madre lloriqueaba a menudo.

—¡Ay Dios mío! ¿Hasta cuándo tendré que soportar tanta desgracia? —Decía Amelia mientras se sacaba el sostén por la manga de la blusa y lo tiraba enojada en la pila de ropa sucia que sobresalía de la porcelana.

Anita entró al cuarto contiguo con aparente seriedad, llevaba en sus manos toda la infancia ajustada a la complejidad  de su frágil cuerpo.

—Nena, mira las arepas que no se quemen —Replicó Amelia.

La niña apagó la grabadora y atravesó el corredor rápidamente, al llegar a la cocina tomó el chuzo y volteó la arepa. «Esta arepa está más manchada que las nalgas de mi prima Cristina» —Alcanzó a decir en medio del olor pedante a mierda y manteca de cerdo.
—¿Las fritaste todas? —Preguntó Amelia desde el baño.

Anita sin voltearse bajó el caldero y se pasó las manos por la cara quitándose el sudor grasoso que la agredía bruscamente —Sí, ya terminé Ame.
—Anda, apúrate, atiéndeme a Omar mientras me enjuago toda esta porquería y sirvo el desayuno —Ordenó Amelia.
—Ya voy, nada más espera un tanto que me estoy meando. —Respondió Anita que corría al baño.
—¡Y que es lo que está pasando en esta casa que a todos les dio la maldita meadera y cagadera! Si seguimos así terminaremos viviendo en un excusado —Gritó Amelia Santa María en medio de un desconcierto absoluto.

Miguel se apareció a mediodía, tenía la costumbre de llegar antes del almuerzo, eso resultaba para él más beneficioso en cierto sentido. Por fortuna la vieja Emma le fió las mazorcas y el mafufo biche para el sancocho. En el patio Susana Jiménez meneaba la olla mientras tosía en repetidas ocasiones a consecuencia del humo que salía del fogón mezclado con las cenizas y el calor sofocante del mediodía.

—Julio, trae la pata de cerdo que hay en el mesón, apresúrate, gritó doña Susana con los ojos bañados en lágrimas mientras trataba de avivar el fuego.

Por la cerca Irina Machacón alcanzaba a asomar su alargado cuello de jirafa, silbaba a medida que levantaba y golpeaba una y otra vez la olla sucia de tizne.

—¡Susana! ¡Susana! ¡Susana! —Vociferaba con especial dramatismo.
—¡Carajo y cual es la bull,a no joda, yo no estoy sorda, se me van a explotar los oídos!

¿No me ve aquí pelando papas? —¿Qué quieres Irina? —Exclamó repentinamente Susana Escobar.
—Regálame un poco de caldo para Calisto que tiene hambre, ese condenao no se jacta de comer, parece un cerdo. —Añadía Irina empinándose por la cerca hecha de matarratón y alambre púas.
—Bueno, pero todavía no está, espera que se cocine el hueso y la yuca que Juan De Dios me la dio bofa y está que es puro palo. —Contestó la vieja Susana.
—¿Y cómo sigue el viejo Jacinto, todavía le sirve el garrote? —Agregó Susana irónicamente.
—Que va, si ahora esta peor, nada mas ve por un ojo y la picha se le acalambra al pobre y aquí me tiene arrecha todos los días, el condenado nada más vive para dormir, culiar y jactar, está que no pela bagre. —Replicó Irina Machacón retirándose de la cerca.

Un poco lejos de allí Emma Alarcón terminaba las cuentas del día, se tomó la cintura adolorida, buscó en su bolsa un recipiente, al abrirlo varios patacones adornados con un trozo de morcilla salieron a la vista. Comió como pudo y partió rumbo a la casa de Arcelia Paredes. Al llegar:
—¿Qué más Estebana y donde está Arcelia?
—Por ahí anda dizque haciendo un interminable guarapo. —Contestó Estebana.
—¿Y el niño Benito? —Volvió a preguntar Emma.

— Hace rato que salió a comprar unos panes y todavía no llega.
—¿Y el viejo Elías como va?
—¡Ah! Está allá, un día parece que se va a morir y al otro que se levanta y allí se encuentra, tirado en esa cama que no sirve para nada. —Inquirió Estebana sin pararse de la mecedora.
—¿Entonces el viejo está grave?
—Así parece, está en el último cuarto, pero si vas a entrar te ruego que cierres la bendita puerta porque ese cuarto apesta.

La habitación de Don Elías era pequeña, no había más que una silla vieja y una bacinilla con deposiciones anteriores. Era verdad, el cuarto olía a diablo, por todo el lugar se levantaba la muerte a montones disfrazada de ropa sucia, de humedad, de hastío y de hambre. A un lado se hallaba en una hamaca Don Elías, reducido y aislado, tratando de no hundirse en tan equivocado olvido. Verlo allí medio desnudo y tembloroso era una tarea extremadamente compleja «parecía en verdad un muerto».

—¿Quién está allí, eres tú Estebana? —Alcanzó a preguntar el viejo. Emma permaneció en silencio.
—Carajo, ¿qué quien está ahí? No me jodan tanto hijueputas. ¡Arcelia!, ¡Arcelia!, esa maldita mujer donde estará  que no viene.
—Don Elías, soy yo Don Elías, la negra, la negra Emma.
—¿La negra? —Preguntó el viejo.
— Si, Emma Alarcón —Contestó la desdentada.
—¿Y ese milagro? —Alcanzó a decir un poco perturbado por la tos.

Estaba a medio lado mirando hacia los rincones ahumados del cuarto, estiró una mano, con extrema ansiedad trató de alcanzar un tabaco, pero debido al temblor de su cuerpo el tabaco cayó al suelo.

—Cógeme ahí, sirve de algo mujer, no ves que no puedo ni echar un polvo —Murmuró Elías Cifuentes.

Emma Alarcón le prendió el tabaco y lo puso en la mano.
—Aquí tiene.
—¿Lo encendiste? —Preguntó nuevamente el viejo.
—Si, cuidado se quema —Afirmó la vieja.
Elías lo llevó a su boca mientras tosía nuevamente.

Al poco rato apareció Arcelia Paredes, traía una caja sobre los hombros.
—Mamá… por allí la busca la negra.
—¿La negra?
— Si, está allá en el cuarto del viejo. —Replicó Estebana.

Arcelia caminó por el patio atravesando los cuartos llenos de enseres en desuso, cuando se acercaba al corredor se encontró con Emma.
—Aja negra ¿y ese milagraso? —Alcanzó a decir con tal ironía que tuvo que sostener la pena ante el sonrojo de su rostro.

Se abrazaron y Arcelia posó sus gruesos labios en el cachete sofocado de su amiga. Después del saludo:
—¿Y donde estabas? —Preguntó Arcelia Paredes.
—Por allí, recorriendo la casa, hace poco pasé por el cuarto del viejo, en verdad está que estira la pata.
—No sabes lo mal que me pone y yo sin poder hacer nada, a veces creo que es mejor que se muera para que no sufra más, porque así con ese tedio y a su edad, creo ya que va siendo tiempo de que Dios lo recoja y le alivie las penas en su deficiencia de sentido.

—A propósito, ¿cuántos años tiene Elías? —Preguntó Emma sin apartar la mirada del rostro espantado de su amiga.
—El viejo tiene noventa y dos años de joderse el cuero, respondió Arcelia Paredes sin titubear, y tres de amargarnos a todos los que decentemente vivimos en esta casa.
—¿Te comes un mango? —Refiriéndose a Emma.
—Si, dijo la negra y ambas se encaminaron hacia el patio con el entusiasmo acostumbrado.

Hablaban suavemente, apenas se les veía mover los labios y reían de vez en cuando, en la sala Estebana se arremangaba la falda y se ajustaba el apretado calzón mientras el niño Benito contemplaba en la calle una pelea de perros que a esa hora alborotaba la presencia viva y elevada de los transeúntes que cada vez más se hundían en la encrucijada de la tarde.

Jairo al salir de la gallera se metió la mano en el bolsillo y sacó unas monedas, «treinta mil trescientos pesos». —Contó. En la esquina, Marce, al verlo venir, se soltó el cabello y se acomodó los senos.
—¿Estás lista? —Preguntó Jairo un tanto pensativo.
—Sí, aunque un poco nerviosa.
—Eso es normal. —Advirtió Jairo.
—¿Adónde iremos?
—Por aquí mismo, ¿qué te parece? —Sugirió Jairo con extrema ansiedad.
—Por mí, lo único que quiero es llegar pronto. —Dijo Marce un poco nerviosa.
—Bueno, vamos. —Resolvieron.
En la pensión ambos se miraron, tal vez el uno buscaba algún indicio de arrepentimiento en el otro.
—Aquí estamos y ahora entremos. —Volvió a sugerir Jairo. Dentro, un señor de baja estatura, poco cabello y apoyado en un bastón los recibió obstinadamente.
—Cuesta trece mil pesos por ser sábado. —Dijo el hombre.
—Está bien, aquí tiene. —Intervino Jairo sacándose unas monedas de la camisa y completándolas con unos billetes arrugados que extrajo del bolsillo trasero de sus jeans.

El hombre le entregó las llaves. —Ambos caminaron hacia el interior del cuarto, este era de estrechas dimensiones, sin luz y el colchón tenía una que otra hendidura en los extremos, Marce se asomó a la ventana urgida por una imperturbable secuencia de optimismo.

—¡Que inmensa es la urbe! —Exclamó.
—Y eso que no has visto nada. Mira, aquel es el Paraíso, por acá está San Roque, allá la plaza y ese punto cortado a tiempo es el Rosario. ¡Ah!, Me olvidaba de Media Tapa donde se dice que la magia viene por rachas, no sabes nada de este pedazo de tierra, aún te falta por conocer Marce —Repitió Jairo variando el tono de la voz mientras la apretaba junto al marco de la ventana tomándole con la mano uno de los senos.

A medida que pasaban los minutos, ambos continuaban la expedición manual en sus cuerpos, atormentados  por el calor creado en parte por la excitación de verse el uno al otro desnudos en un cuarto de pensión sin otro compromiso que el sexo. Marce se apartó de Jairo sin bajarse de la cama, su cuerpo permanecía oculto entre las sábanas y la mañana continuaba bajo la distracción de una entrega absoluta. Por eso sería justo no entorpecer la voluntad radical de una asimilación física, así como una completa comprensión en la estructura de las cosas que la originaban.

Jairo bostezó, paralizado, suspendido, tratando de acentuar un gesto de abandono en sus tercas manos, todo estaba en calma y unido a la necesidad de ambos en la abertura del espíritu.

El amor por, derecho propio, es un aferrarse a algo, una multitud hurgando atropelladamente y sin estruendo, otorgando la pasividad de un mundo construido a la altura de las circunstancias. Hacerlo es lo más parecido a tirar al piso un gemido de sobra o como decía Ángel Durante, moverse distraído, alargando la supremacía de un rostro en plena necesidad de dominio, como si momentáneamente acabaran de perforar un recuerdo, un indicio en el sublime breviario de una  locura frenética y esculpida en la oscuridad.

En las paredes del cuarto que limitaban al patio colgaban espejos de distintos tamaños, cada uno detalladamente acomodado en la extrema urgencia del día. Del otro lado la sombra improvisada de Marce se deformaba reflejada en la cortina que  dividía el baño, sus muslos maltratados por los quehaceres de la vida diaria dejaban la sensación de haber contribuido con la lucha bajo todas sus formas. Allí estaba ella orillando su figura ante toda conformación de orden, como si algo más allá del placer rompiera todo el frenesí y la osamenta de los sueños, mientras Jairo trataba de erguirse, chocando abruptamente contra sus propios límites.

Por otro lado la mañana pasaba sucesivamente, no había prisa, tal vez ella lo reconocía de esa manera, por eso agotaba sus ansias en una cama desajustada y sucia. Detrás de ellos se escuchaban voces distantes que llegaban a sus oídos, una mujer de baja estatura discutía en el corredor con un hombre, resultaba difícil creer en algo paradójicamente perceptivo. Esto hacía parte de una transferencia de prolongaciones que ayudaban a deducir que desde una habitación alejada de todo pretexto puede un hombre apoderarse, al cabo de un rato, de todo el placer humano.

La burra frenó en seco por la loma del Páez acosada por la inesperada presencia de los niños. Benito la amarró al árbol de totumo mientras Ignacio, el mayor de los hermanos Escobar, tomó la rula y limpió el matojo. Acostumbrado a desmontar las largas filas de plátano y yuca en los sembradíos de su padre, fue entonces cuando José María Chuco se bajó los pantalones y de manera perceptible se acercó al animal.

—Yo voy primero. —Comentó mirando a los compañeros.
Luego de levantarle la cola a la burra y escupirle el culo esta trató de irse, al sentir la espesa saliva recorriéndole a todas sus anchas la crica, pero Benito lo impidió halándole la cabuya de manera brusca, el animal sometido retrocedía y resbalaba por el camino después de sentir el fuerte apretón del bozal.

—Ahí está bien, déjala ahí, apártate. —Declaró José Chuco luego de escuchar el rebuzno del asno amarrado al árbol. Benito se espantaba los mosquitos, agitando las manos de un lugar a otro mientras Alberto y Jaime Marrugo vigilaban desde las ramas altas de un palo de matarratón a que no viniera el viejo Baltasar Domínguez con la temida varita de chupa chupa.

Por otra parte, José Chuco seguía afanosamente penetrando la crica de la burra como un cachorro pegado a la teta de una perra que lo ama. —Si, eso es. —Vociferaba Chuco con una emoción casi delirante. Cuando acabó, tomó varias hojitas de matarratón y se limpió la picha como si este acto insólito terminara de resumir todo el desespero y la angustia venida a menos desde el extremo opuesto de la carretera.

—Me toca. —Dijo Benito ansiosamente, casi que con la misma desesperación con la que jugaba fútbol, la burra pareció inquietarse, pero a pesar de su resabio y su notable forcejeo dejó que penetraran su crica. Benito gemía a medida que se esforzaba, moviéndose cada vez con mayor rapidez. Toda la lujuria, el gusto por satisfacer la curiosidad y el deseo propio de lo prohibido se mezclaban en un instante dorado de fango y orín, dejando a un lado el fanatismo de los padres para dar paso a una nueva e interminable forma de estimulación intima e inverosímil surgida de toda conducta humana.

Así fueron pasando uno por uno, se les veía desfilar como soldados que marchan erguidos hacía una batalla. No supe ni advertí cuantos eran, pero sus ojos titilaban disimulados por la maleza. Después de un rato dejaron libre al animal que trotaba y rebuznaba alrededor del lugar impotente de llevar en su interior varios centímetros de una estentórea ofrenda.
________________________
* Rafael Puello Babilonia es escritor colombiano, nacido en Turbaco, Bolívar. Ha participado en eventos nacionales e internacionales. Fue elegido en el 2002 personaje del año en el área de cultura del municipio de Turbaco. Poemas y cuentos de su autoría han sido publicados en revistas y antologías del país y el extranjero. El presente texto es un fragmento de su novela «El barrio de las iguanas», trabajo que fue traducido hace poco al francés.

7 COMENTARIOS

  1. Sonrío sobre la marcha
    y mi voz es la de un muerto
    que ha visto desde adentro
    las formas absorbidas de las piedras
    y que ya pertenece
    a la tranquila intensidad
    del amor del tiempo.

    Su imagen encendida y simple no tarda en reproducirse en él,
    el gusano del árbol infinito donde crece la infancia,
    los pájaros y el horizonte.
    El aire trae la lluvia y la lluvia la ausencia de los días.
    Yo soy aquel muerto abandonado gritando la miseria,
    Así de simple es la vida. Cualquier cosa.

  2. Olivia, me halagan tus palabras, este trabajo se realizo para ser compartido, CRONOPIOS solo publicó un aparte del BARRIO DE LAS IGUANAS, que es a su vez una pequeña porción del caribe colombiano, sigue este enlace y encontrarás mas trabajos míos y podrás ponerte en contacto conmigo…. vale decir que el libro aun no ha sido publicado.
    att, RAFAEL PUELLO BABILONIA

  3. Excelente narrativa, podría tomarla para compartir en Facebook en espacio común de amantes de la literatura hispánica actual? muchas gracias.

  4. Interesante, me gustaría tener el texto en físico y leerlo con calma. Quiero saber si es posible conseguir esta revista. Rafa siempre he pensado que eres un buen escritor, no se porque te han demorado tanto una publicación.

  5. creo de cirta manera que escribir esta novela fue un gran reto para mi, puesto que no todos los dias puede uno atrapar un trozo de buena literatura, por un instante pense en abandonar la idea y seguir trabajando una serie de relatos que llevan por titulo: del hombre que nunca salio del baño y otros relatos, asi como el poder promocionar mi libro de poemas: todo es alma en el tiempo en algunas revistas y periodicos y editoriales del pais, por otro lado creo que los patrocinadores, en estye caso las editoriales deberian ver un poco m{as a una serie de escritores que a pesar de que son conocidos en circulos sociales, artisticos y culturales, ademas de que son valorados por la gente del comun todavia no tienen el apoyo suficiente de parte de las editoriales para poder publicar algo que sus mentes y su imaginacion produjeron con tal esfuerzo que hoy son el fruto de ese cultivo mi cel es 3145712255

  6. Por favor señores adimistradores de Cronopio, les agradeceria mucho si me facilitacen una referencia bibliografica de esta obra, esto ademas de en que biblioteca nacional puedo conseguirla, es que como decimos aca en Turbaco «quede pica’o». Att: Carlos Andrés velasquez.

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