EL ACERO DEL NORTE
Por Germán Cuervo*
«No se admiten mujeres»
(Club De Los Chicos Malos del Oeste en el comic «La pequeña Lulú»)
Eran tiempos difíciles de adolescentes templados por la pastilla y el acero. Cada una de las pintas iba llegando al «parche» en aquella esquina iluminada por un farol, entre dos bancas, en el parque, con sus caminados de gozones y arrebatados, diciendo «quiubo viejo, viejo», o «quiubo pintas», daba unas palmadas en el hombro a otros y se sentaba en el espaldar de una banca. Tío Gavin era el subjefe y Tato Cuadros quien no era trigueño ni de pelo crespo como tío Gavin, sino rubio, blanco, de ojos azules, era el jefe de la gallada. Tato Cuadros tenía el pelo grueso, erizado y cortado parejamente como un cepillo hacia arriba, no como las bahías turbulentas y arrabaleras de tío Gavin, ni su copete colgante, sino, como una meseta perfecta y chuzuda de trigo, encima de la frente.
Ambos eran igualmente altos y fuertes e igualmente mentirosos para inventar historias de mujeres, pero la verdad, es que les había tocado crecer y estudiar siempre en colegios de hombres, en un mundo desolado y extrañamente masculino, como si estuvieran separados casi por completo de las mujeres por una malla invisible de hierro.
Así, cuando aquella naricita respingada como un silbido, aquel rabo presuntuoso y aquella cola de caballo saltarina de Pilarica, salían a pasear candorosa y juguetonamente por el parque, era como estar frente a algo tan venerable como una pagoda o frente a un deseo tan imposible como enamorarse de una artista de cine. Porque tío Gavin y Tato, habían elaborado ya tantas fantasías con María del Pilar, en aquella esquina del parque iluminada por un farol, entre dos bancas, durante seis imaginativos meses que aquella traga platónica conjunta y reconocida por todos, cada vez cobraba ángulos y colores más inverosímiles.
Digo platónica porque hasta el momento, ninguno de los dos había sido capaz de dirigirle ni siquiera una sola palabra de saludo, de piropo, de reconocimiento, de lo que fuera, pero eso sí, después del medio día cuando el bus en la esquina, recogía aquel bocadito de delicias envuelto en su uniforme gris azuloso del colegio de la Presentación, tío Gavin y Tato Cuadros arrancaban detrás del bus pedaleando, en sus bicicletas, en unas extensas y fatigantes persecuciones, hasta que uno de los dos sacaba la mano extenuado y se devolvía.
No se como tío Gavin se hizo llavería del Rolo, pero lo cierto es que el Rolo era primo de María del Pilar y una noche después de dos cervezas en Mónaco, para bien o para mal, tío Gavin pudo romper aquel cerco que ya empezaba a pesarle como una maldición y logró que el Rolo le presentara a su prima.
Durante aquella primera y única visita en el murito de la casa, tío Gavin fuera de demostrar un invencible y vergonzante sonrojo, no fue capaz de cambiar más de dos entrecortadas frases con María del Pilar, pero como era tan chicanero cuando llegó a la esquina del «parche» en donde permanecían los otros, dijo que se había ganado de verbo increíble a la mujercita, y que él podía asegurar que la pelada estaba tumbadísima porque ella misma le había propuesto que siguieran viéndose en la casa de una amiga que vivía en Miraflores.
—Y por qué en la casa de una amiga? —preguntó uno.
—Porque si nos vemos en la casa de ella los cuchos se ponen mosca. Vos qué creés —dijo tío Gavin, riéndose por un lado de la boca y sacando la peineta.
Y la barra que siempre había tenido tendencias a dividirse entre los amigos de tío Gavin y los que eran más amigos de Tato, se polarizó ahora sí rotundamente y tío Gavin ganó más adeptos y prestigio entre los muchachos porque tío Gavin sí había sido capaz de hablarle a la hembrita que tenía trastornada a toda la barra, mientras Tato Cuadros seguía en el parque recochando, jugando fútbol y cumpliendo gorros.
Naturalmente al jefe de la gallada del parque del norte, Tato Cuadros, empezó a preocuparle su pérdida de popularidad dentro de sus dominios, y aunque nadie podía atestiguar que tío Gavin siguiera viéndose con María del Pilar en casa de su amiga en Miraflores, cuando tío Gavin rehusaba un partido de fútbol para irse quien sabe para donde, Tato Cuadros se quedaba mascullando y diciendo de mal genio, entre dientes:
—Es que como ya no le gusta andar entre hombres, sino, entre mujeres…
Una noche tío Gavin pasó por el parque despidiendo olor a Pino Silvestre, junto con el Rolo, caminando detrás de María del Pilar y otras peladas, acompañándolas a dar una vuelta nocturna, bajo la luna llena y Tato desde la primera banca del parque, después de intentar hacer una veintiuna de taquito con una flor se volteó para verlos pasar y trató de hacer un chiste: «¡mirálo vé! Pero si ahora parece un perro faldero» y comenzó a silbar «fuí fui» como si tío Gavin fuera un perro. Pero a ninguno de los muchachos les hizo gracia el chiste, porque ya la constante compañía masculina empezaba a cobrar dolorosas fisuras e indudablemente preferían, en vez de permanecer parados, en esa noche de luna y vagas sensaciones, en una esquina, entre hombres, estar metidos en el cuerpo de tío Gavin e ir marchando felices y expectantes, detrás de aquella naricita respingada como una «v» para arriba y de aquel famoso rabo en diminutos shorts blancos que se bamboleaba, al caminar, presuntuosamente.
Y un día tío Gavin estaba sentado en una banca del parque peinándose nerviosamente, pues en aquellos días le habían cortado en la casa el copete mientras dormía y no había podido ocultar satisfactoriamente ese hueco en la frente, además peinarse era una moda impuesta por el ‘Cooky’ de ‘Seventy Seven Sunset Street’ de la televisión. Tío Gavin se peinaba y se peinaba, tenía el rostro recién lavado y limpio y el pelo mojado, olía otra vez a Pino Silvestre y como acababa de chuparse una paleta Lis de mora tenía la boca como si se la hubiera pintado. Tato Cuadros al salir de la tienda de don Humberto, al recibir esa imagen de tío Gavin no pudo resistirse:
—¡Parece una señorita! —dijo.
Y como cualquier cosa cabe dentro de las palabras cuando ruedan, primero fue Tico, quien había estado presente en la escena y fue donde varios de la gallada que jugaban un chico de billarpool en la bolera y les dijo que Gavin no era solamente un perro faldero, sino, «una gallina y una señorita».
—¿Por qué? —preguntó uno.
—Porque Tato lo dijo —aseveró Tico. Verdad que parecía una pura señorita… una gallina. Esta mañana cuando salíamos de la tienda de don Humberto y Gavin estaba peinándose en el parque todo rarófono.
Luego Nano, uno de los más chicorios del parque, quien en ese momento estaba mirando jugar billarpool y veneraba a tío Gavin como veneran los niños a los mayores, salió indignado de la bolera y se encontró en la calle con Fercho y le contó, compungido y exagerado que Tato andaba diciendo que tío Gavin «tenía pinta de gallina y de mariposo».
Unas horas más tarde ya completamente oscuro el aire, Fercho, quien también estimaba mucho a tío Gavin, se encontró con otros cuatro que tomaban un ‘milk shake’, con unas numeritos, en una fuente de soda de la sexta. La noche y la calle no podían estar más espantosamente desoladas. Nano, que es mi llavería se sentó conmigo en la barra, muy cerca de la mesa donde ellos estaban sentados y pedimos una Coca-cola para los dos. Me puse a mirar a las dos numeritos: eran casi enanas, con minifalda, botas de cuero y pelo teñido de mono con agua oxigenada. Un muchacho rubio de verdad, del colegio Bolívar, en un Cadillac convertible, se detuvo y se quedó mirando a la mesa.
—¿Verdad que Gavin tiene cara de loca? —preguntó Fercho como para que ellas le dijeran que no y efectivamente una de ellas le dijo que no.
—Claro que no. Es un muchacho hasta querido —dijo la numerito con indiferencia, acomodándose unas gafas grandes y oscuras, como si fuera la mujer de un magnate petrolero o una artista famosa de incógnito.
—Lo que pasa es que… es muy tímido —dijo la otra.
—Y está todavía muy pelado —agregó la de las gafas inmensas.
—¡Además eso que importa! —dijo la otra levemente exasperada.
—Yo tengo muchos amigos de ambiente ¿y qué?
—Si a mi un tipo me dice que tengo cara de marica, yo le parto la cara —dijo Fercho agruesando la voz y sacando pechito.
El muchacho del Cadillac que se había quedado mirando la mesa, ahora levantando los brazos, riéndose y picando el ojo, llamaba a las peladas.
—Lo que pasa, es que ustedes son todos una partida de culicagados que se las dan de grandes y de machos —gruñó ofensiva y cáustica la de las gafas a lo Jacqueline Kennedy.
—Perdonen, pero nosotros teníamos una cita con ese muchacho —terminó, parándose bulliciosamente de la mesa y se despidieron apresuradas, y fueron corriendo, taconeando gozosas a montarse en el Cadillac y quedaron los cuatro manes en la mesa mirándose desconcertados, como un perro cuando le quitan un hueso, y eran vacías sus miradas y sus expresiones lapidarias cuando pagaron la cuenta.
Entonces me fuí detrás de ellos con Nano, timbrando en las casas y tumbando tarros de basura y los vi bajar cabizbajos, no por la avenida de las minifaldas y los carros veloces, sino por las calles oscuras como barcos anclados y derruidos entre palmeras africanas, hasta llegar a aquel «parche» de siempre, aquella reunión de soledades en esa esquina iluminada por un farol, entre dos bancas, en donde volvieron a mencionar a tío Gavin dándole nombres de animales, como perros, gallinas y mariposas.
Para colmo de males estaba allí presente Monino, quien no pierde media para ridiculizar, poner apodos, arremedar grotescamente a la gente y a toda costa hacerse el payaso frente a los demás. Monino se subió de pie en una banca y dijo que Tato se había burlado de tío Gavin, cuando lo vio peinándose y peinándose, bien acicalado, diciendo: «¡Ay, mariposa vagarosa! ¡Qué reguero de pinzas! ¡Traigan flores y habrá paseo! ¡Que plumero Dios mío, ay no, nó! —Colocando una mano detrás de la nuca y otra en la cintura, quebrando las muñecas y patiando, mientras los demás se reían.
En esas el Rolo quien solo bajaba a Cali por época de vacaciones y era amigo solamente de tío Gavin, habiéndose arrimado a conversar con la barra del parque por primera vez, al oír todas las cosas que Tato había dicho de tío Gavin me llamó a un lado y me preguntó:
—¿Tu tío sabe lo que andan diciendo de él?
—No, él no sabe —le contesté.
—¿Y no crees que debería saberlo?
—Pues si…
—¿Por qué no me acompañas a tu casa, pintica? —Propuso inmediatamente.
—Bueno —le dije. Y lo acompañé. El Rolo llevaba su chaqueta Lee blanca de bluyín americana y en el camino en esa noche espesa de estrellas y frescura, andaba rápido y yo tenía casi que correr para seguirle el paso. Fumaba nerviosamente hasta que se detuvo a orinar en un árbol, entonces yo le dije que me diera unos pitazos y me pasó el cigarrillo y luego continuamos atravesando el parque entre esa mezcla rara de ceibas, pinos y palmeras.
Cuando llegamos a casa, los abuelos se mecían en las venecianas del corredor de afuera. Subimos las escaleras de granito primero y luego las de madera vieja y crujiente, hasta la pajarera en el tercero y último piso de la casa en donde quedaba el cuarto de tío Gavin. La puerta estaba cerrada y tocamos.
«¿Quién es?» —preguntó con una voz de mal genio.
«El Rolo y yo» —dije.
No necesitaba decir mi nombre puesto que tío Gavin conocía mi voz.
«Entren» —sonó otra vez su voz detrás de la puerta y entramos.
Tío Gavín estaba echado, cuan largo era, en su cama vejete y destartalada, poblando con nubes y nubes de humo de cigarrillo el cuarto, seguramente pensando qué hacer con su vida o pensando quién sabe qué, en todo caso se la pasaba pensando y fumando tanto que mis hermanas decían que debía ponerse a trabajar o hacer algo en vez de permanecer tanto tiempo encerrado en su cuarto.
Esa noche había subido el tocadiscos portátil y escuchaba el rock «Sábados por la noche son muy buenos para pelear». Encima de la mesa de noche había una carátula en cuarenta y cinco de un disco de Neil Sedaka y de vez en cuando, dándole vuelta a uno de sus puñales en la mano, tío Gavin afinaba la puntería tirándolo contra la puerta del closet. El Rolo se sentó como se sentaba él, completamente al revés, no con su espalda contra el espaldar del asiento, sino con el espaldar del asiento entre sus piernas abiertas. Yo me quedé un rato, a veces mirando por una ventana a unos niños que jugaban coclí en la calle, deseando bajar a prisa y estar metido en ese juego y aunque aparentemente distraído, escuché lo que hablaron. Hubo un momento en que el Rolo parecía esconder la cabeza en los brazos, hasta que al fin se paró y dando vueltas por el cuarto dijo:
—Tenés que darle duro a Tato, porque el hombre anda diciendo por todo Cali que tu eres un marica.
Tío Gavin desde la cama, medio volteó la cabeza y dijo, muy lentamente, arrastrando palabras como cuando un río turbulento y crecido arrastra piedras gigantes. Con una voz ronquísima que parecía salirle del estómago:
—¡Maaa-Riii-Caaa ése! —Y lo dijo por un lado de la boca, así como hablaba tío Gavin que no era exactamente por un lado de la boca, sino que parecía que tuviera la boca a un lado de la cara.
Tío Gavin respondió lo que debería responder. Tenía que devolver esa palabra o decir otra del mismo tamaño o más grande. En todo caso la suerte estaba echada. Ya se había pronunciado públicamente la palabra prohibida, la palabra tabú, secreta y maldita que variaba según el área geográfica y que en un barrio proleto de raza negra, casas de madera y callejuelas oscuras podía ser «chicken» o «gallina» y en otras partes «cabrón» y más allá de la zona de bares de luces rojas «chulo», y en este barrio como en muchas partes más era la palabra «mariposo», «loca o marica», tres palabras que tenían el mismo significado, pero sobre todo la última, adquiría particularmente en el parque, su significado más enfático y ofensivo.
La palabra que definía destinos, podía pronunciarse en son de charla, burla o cariñosamente, pero nunca en una situación entre dos personas de tensión o gravedad. Así que ya pudimos salir de la casa el Rolo y yo, bajar de nuevo las escaleras vejetes de madera, luego las de granito, salir al vestíbulo donde los abuelos se mecían en las sillas de mimbre venecianas, atravesar de nuevo el parque en esa noche espesa de estrellas y frescura, en medio de palmeras, ceibas y pinos, hasta llegar a la esquina iluminada por un farol, entre dos bancas, en donde esperaban los dos bandos polarizados de la barra, expectantes de una última determinación.
Y sin que estuvieran allí presentes los dos ofendidos, que ellos mismos se habían encargado de parecer ofendidos y contrincantes; sin estar allí presente Tato Cuadros ni tío Gavin, ellos, solamente ellos se encargaron de fijar y concertar el día y la hora en que deberían enfrentarse.
—Yo pertenezco a la barra «Cerebro», del barrio Santa Fe en Tabogo, dijo el Rolo con un aire de solemnidad y seriedad. Los otros guardaron silencio, dejando que se asentara la frase por completo en su entendimiento como un objeto cayendo lentamente al fondo de un vaso de agua. Sin embargo, a pesar de la atención esmerada al Rolo nadie le siguió el tema y Tico concluyó la charla.
—Entonces dígale al Gavin que se presente el sábado por la noche en el parquín. ¿Bien?
—Vientos.
—Entonces chao, pues.
—Chao viejo, viejo.
—Chao locos —dijo el Rolo levantando una mano a manera de despedida general, mientras daba media vuelta y se alejaba.
Así fue como se armó el tropel. Ambos eran igualmente altos y fuertes y ninguno tenía realmente experiencia en peleas ni deseaba verdaderamente pelear con el otro pero tenían que hacerlo. Porque los otros ya habían concertado el día y la hora fija, porque tocaba enfrentarse obligatoriamente para salvar la hombría y la dignidad, por una cuestión de honor, porque así funcionaba la ley dentro del parque. Porque, aunque tío Gavin no había sido capaz de cambiar más de dos frases con María del Pilar, de todas maneras había sido capaz de hablar con ella y en cierta manera los otros se sintieron traicionados como hombres, por haber él ido a hablar con una mujer, mientras ellos se quedaban en el parque solamente jugando entre hombres y hablando entre hombres. Porque la vida era absurda y estúpida y ridícula en aquellos tiempos, que no son muy lejanos ni diferentes a los nuestros. Porque llega un momento en que dos personas tienen que confrontar sus destinos por una sola palabra impronunciable.
Llegado el día y la hora acordada, como había llovido antes del atardecer, la calle presentaba un aspecto de limpieza y espejo. Se reflejaban en el pavimento húmedo, titilantes, las luces amarillentas de los faroles y yo miraba los bordes geométricos de los edificios y las casas, los espacios lechosos de cielo encapotado, los árboles abanicando casi imperceptiblemente y sentía flotando en todas las cosas que miraba un aire filoso y sobrenatural.
Pero tal vez era algo que uno sentía solamente por dentro y que atribuía al mundo de afuera porque en ese momento tenía la sensación de que algo grave iba a suceder. Durante la cena nunca había visto tan silencioso ni tan apetente a tío Gavin. Al salir de casa el Rolo esperaba en el vestíbulo a que acabáramos de cenar para acompañarnos. Cruzamos el parque. Durante el trayecto tío Gavin tampoco pronunció palabra y cuando llegamos a la esquina indicada lucía increíblemente pálido.
Me dio alegría comprobar que Tato no estaba menos pálido y que antes por el contrario lucía del mismo color de la camiseta blanca que llevaba. Se hizo el círculo alrededor de los dos. Ambos eran igualmente altos y fuertes y amigos entrañables. Ninguno quería realmente pelear contra el otro y ninguno tenía realmente experiencia en peleas. Más que agresividad se les notaba miedo y una sensación de vergüenza de estar allí rodeados de los demás parados, uno frente al otro. Luego Tico le dió la puñaleta a Tato Cuadros y el Rolo le pasó la suya a tío Gavin. Y los dos aceros norteños brillaron bajo la pálida luna.
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* Germán Cuervo conoció en bachillerato a Andrés Caicedo. Al terminar la carrera, se sintió molesto en su oficio, la publicidad, y entonces intentó vivir del dibujo artístico a lápiz. Ha participado en numerosos concursos nacionales. Su cuento «Los indios que mató John Wayne» (ya pueblicado en nuestra revista) no fue valorado en Colombia —es prácticamente desconocido en la actualidad en nuestro país— hasta que hace algunos años, Carmen Balcells, desde Barcelona, en ese entonces agente literaria de García Márquez, Vargas Llosa, Camilo José Cela, Juan Goytisolo y otros peces gordos, lo seleccionó y fue incluido entre los cien escritores de la Literatura Colombiana (1985), realizado por la editorial Oveja Negra. Es uno de los escritores más representativos de la temática juvenil y la contracultura de los años sesenta. Ha ganado el premio de poesía Jorge Isaac 2006. Ha publicado varias novelas, cuentos y poesías.