Literatura Cronopio

2
304

RACCONTO DE UNOS ZAPATOS NUEVOS

Por Adriana Romero–Nieto*

Hace unas horas alguien llamó a la puerta de su casa con los mismos golpes nocturnos de los que huía años atrás. Benigno Cruz escuchó la voz ronca, los gritos hondos, miró sus pies descalzos y recordó cómo cada veintiséis de octubre la tina de baño en el patio de su abuelo, manufacturada con mármol italiano, se llenaba de cervezas frías. Solían comprarlas al mayoreo, las mandaban traer de la ciudad, de esos locales que huelen a serosidad y que se esconden tras enormes avenidas invadidas de humo de «trailers» de doble remolque y tras bodegas con muros agrietados y techos con goteras de treinta centímetros de diámetro.

Algunos de esos trailers, llegaban un día antes del festejo, llenos de cajas que entre todos los hombres de la familia llevaban y apilaban junto a la bañera desbordante de hielos. En ese momento, ningún esfuerzo podía dedicarse a otro apuro, cada quien sabía su tarea, y si alguien se distraía, aunque fuera por minutos, don Calixto en su papel de primogénito, arreaba a los rebeldes y los reformaba castigándolos con los bultos más pesados y sin darles ni una gota de cerveza para tolerar la canícula.

La mayoría de las mujeres, en la cocina, preparaba los cuarenta kilogramos de carne de borrego tierno para enterrarla a mitad del patio. Pero, tan sólo la madre de Benigno, con la peineta nácar heredada de su abuela adornándola con sutil instinto y vestida con el mismo delantal raído que se amarraba a la cintura desde el amanecer, pasaba toda la noche curando el pulque y amasando la pasta de las tortillas. Revolvía y apretaba con ambas manos, manos llagadas y amoratadas por el exceso de sol y de cloro, por el exceso de golpes y de desaliento. Revolvía y apretaba media taza de avena, una costra de piel seca, media taza de agua, cuatro yemas de huevo, un kilo de harina de maíz, dos rajas de canela, dos gotas de sangre fresca, cuatro pimientas negras, una pizca de sal. Y siempre permanecía sin mover otra parte del cuerpo que no fueran las manos, con el mismo mandil quieto y con la misma sonrisa gastada escondiendo la silueta descompuesta, por discreción, por miedo, pero más que nada como refugio de una humillante tristeza.

Benigno, ese día al despertar, bajaba del cuarto que compartía con sus dos hermanos y sus cinco primos, se peinaba de raya en medio y acordonaba los listones de sus zapatos nuevos —cada año, especialmente para ese día, su madre lo llevaba al Borceguí y desembolsaba la mitad de su gasto en botines brillantes para cada uno de sus hijos, como esperando que acostumbrándolos a la sensación de novedad, ellos le garantizarían un éxito futuro—. Ya listo, Benigno, caminaba hasta algunos cartones de cerveza, los arrastraba y escondía bajo las escaleras que daban directamente al baño. Ninguno de los otros niños notaba los cartones robados; y los adultos sólo se extrañaban de que una semana después los envases vacíos aparecieran impecable y cuidadosamente acomodados en su caja y no tirados a la mitad del patio, ni convertidos en invisibles pedazos encajados en los pies de los más borrachos.

Inmediatamente después, su tío Manuel, el más joven de los hermanos, con su brazo lleno de tatuajes de rosas enredadas en calaveras sangrantes y con una aparente rusticidad voluntaria, llegaba gritando, como en una especie de rugido prehistórico que a pesar de su desarticulación, es bastante bien comprendido por los débiles de la manada. Benigno sin quejarse obedecía y se dedicaba a meter cientos y cientos de cervezas en la tina de mármol. De modo que mientras el resto de los niños jugaba alrededor de la mesa y la familia bailaba y se retorcía con la tambora festejando con sabor a pulque cada una de sus lúcidas miserias, Benigno era el único autorizado a tocar, acomodar, contar y abrir los envases.

Nadie mejor para esta labor que él, que necesitaba de alguien tan prohibitivo como permisivamente alcohólico. Eso sí, no se le autorizaba beber antes de que su papá reventara la treintava botella sobre la cabeza de su compadre, sólo entonces la madre con su peineta nácar y sus manos oliendo a sangre y pimienta abría un envase y rogaba al niño que bebiera y que ayudara a terminarse lo que aún quedaba en la bañera. Benigno, con una mirada vehemente y resignada, como todas las miradas en espera de aquiescencia, tomaba la cerveza y se la empinaba toda, terminando casi siempre de un sorbo. Su madre rogaba de nuevo, le abría la siguiente, y la siguiente, y la siguiente. Benigno bebía. Y, salvo contadas excepciones, despertaba a los dos días dentro de la tina debido al ardor de las heridas causadas por algunos pedazos de vidrio que permanecían enterrados en las plantas de sus pies.

De algún modo, el par de zapatos lustrosos terminaba perdido o entre los dientes del gran mastín que bramaba amarrado durante la fiesta y que resguardaba el gran terreno de su abuelo. Con la cabeza encorvada, Benigno se levantaba descalzo y buscaba en la cocina a su madre para pedirle perdón por el descuido, o tal vez por la anticipada certeza de su futuro fracaso, alzaba la frente y la veía ahí parada con los labios rotos, la nariz hinchada y los párpados púrpuras que a penas dejaban entrever la misma mirada vehemente y resignada que él agrandaba antes de dar el primer sorbo. Pero, ella siempre, como si rogara misericordia en favor divino, desamarraba su delantal, se agachaba para darle un beso y decía con un tono maternal y venenoso: «Yo sé. Hiciste lo que pudiste». Después, regresaban al trabajo las mismas manos vejadas, esas que recuerdan a todos aquellos impávidos que renuncian a la voluntad por designio, mala fortuna o algún afecto a una ignorancia comprendida.

Poco sabía él, pero a sus nueve años, Benigno ya era el orgullo de todos. La familia se ufanaba de cómo con tan sólo veinticinco kilos de peso era capaz de beber más de diez litros de cerveza y todavía mantenerse en pie. Nadie sabía que los días posteriores él bebía solo todo el cartón robado para soportar mejor los deterioros de la borrachera, porque después de cada veintiséis de octubre no podía hacer otra cosa más que vomitar y olvidar todo lo que no guardara aliento alcohólico. Porque poco sabían ellos, pero el dolor corporal le recordaba más que a la exaltación de la fiesta, a las manos, los labios y los ojos reventados de su madre ahogándose en gritos desérticos, mientras él dentro de la ya vacía tina de baño, en cuclillas, se bebía el llanto convulso de su propio encierro. Cuando despertaba y notaba la inutilidad de su pérdida de conciencia, porque nunca era suficiente consumir todos los litros de cerveza para evitar la embriaguez de su padre ni los gritos de martirio de su madre, Benigno se sentía en una imperativa necesidad de olvido, y daba otro sorbo, y a cada nuevo sorbo la urgencia de auxilio se extinguía y la memoria se volvía líquida.

Ante las horas de golpeteo y el ruido de sirenas, Benigno no quiso asomar la cabeza ni por encima del mármol blanco, sabía que encontraría a su padre con la camiseta blanca de hace tres días salpicada de la grasa de la barbacoa, el aliento partido en alcohol, los puños manchados y la mirada condenada. Sabía que si se preguntaba, preferiría la úlcera del recuerdo sobre la imagen envejecida en el espejo. Así que se levantó del mármol, abrió la puerta del baño y recorrió cabizbajo el pasillo hasta la cocina, levantó la frente y la miró ahí tirada con los labios púrpuras, la nariz rota, los párpados hinchados, una virgen que ruega misericordia. Ahí estaba, la madre. La madre de sus hijos envuelta en un charco de sangre. Frente a él, en el charco, el reflejo, en el cual no vio aparecer a su padre muerto; pero sí su imagen con una nitidez categórica y con ella, el recuerdo claro de cómo perdió su último par de zapatos nuevos. Y ahí supo que ninguna victoria viene sin un precio.
_______________________
* Adriana Romero Nieto estudió Literatura Latinoamericana en la Ciudad de México y en Lyon, Francia. Actualmente es editora de la revista literaria «Líneas de Fuga». Ha publicado los cuentos: «Mnémosine» en la revista ‘Kathautón’ de Salamanca, España, «Hoy sí es hora de la cena» en la revista ‘Errr’, de la Ciudad de México. La entrevista que presenta ahora, también fue publicada por ‘Kathautón’.

2 COMENTARIOS

  1. Me encantó mi querida Addy, gracias por publicarlo nuevamente, ya que es la primera vez que lo leo!!!!

  2. Un deleite subirse al carro descriptivo. Un mar de ideas plasmados con la mayor coherencia artística. Excelente!!!

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.