GANAS DE VIVIR
Por Miguel Falquez-Certain*
Aunque aún no hubiera amanecido, don Rogelio comenzó a vestirse en la oscuridad. Luego se incorporó, prendió la vela que le quedaba en la mesa y se asomó por la única ventana del cuartucho. Respiró profundo, deleitándose con el olor a pasto húmedo que había dejado el sereno de la madrugada y observó en el infinito las luces intermitentes de las luciérnagas. No sintió ni cansancio ni hambre. Miró al cielo, localizó el lucero matutino y volvió a respirar profundo. «A lo mejor hoy cuento con suerte», dijo en voz alta y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Prendió el anafe y recalentó el café que le quedaba en el pocillo de peltre.
Tenía que resolver su vida, buscar una salida, largarse a la ciudad, cualquier cosa. Pero esto no podía seguir así. Ya no eran muchos los que aún quedaban en el pueblo. La mayoría había decidido vender sus enseres e ir a jugárselas el todo por el todo a cualquier ciudad en donde se pudiera encontrar trabajo. «El campo se muere», pensó. «Mejor dicho, está muerto.» Recordó su llegada hacía medio siglo cuando aún era adolescente, su casorio con Josefina, su amor por la tierra que le correspondió con creces. Trabajándola sin sosiego crió a sus siete hijos y pudo repartir entre los más pobres las papas que le sobraban de los mercados de los sábados. La tierra era suya y su amor por el riachuelo que la regaba y las hortalizas que cultivaba se nutrió con la miel y los trinos de un hogar satisfecho.
Bajó el pocillo del anafe y lo puso a reposar. A lo lejos escuchó el insistente coquí de las ranas que un día habían invadido la sabana sin explicaciones. Co-quí, co-quí, co-quí. Alguien dijo que un puertorriqueño con nostalgia se había traído en el bolsillo dos ranas de su tierra, las había soltado en el campo en cuanto pisó tierra colombiana y se habían reproducido como por encanto. Don Rogelio se sonrió. «La nostalgia nos hace trampas y no sabemos cómo manejarla.» Se bebió el café de un golpe. Una luz lechosa se asomó por el oriente y la brisa fría le apagó la vela. Se lavó el rostro con el agua que tenía recogida en una olla, se lo secó con una toalla y se miró en el espejo cuarteado que tenía colgado en la pared: su rostro bronceado repleto de arrugas y sus cabellos blancos se le antojaron desconocidos por un instante. En los ojos redescubrió su lozanía de otros tiempos y pudo aceptarse sin malestar. «Ya nos vamos yendo.» El canto del gallo le sacó de su ensimismamiento. «Debo llegar temprano. Es la única ventaja que tengo sobre los jovencitos.»
Don Rogelio se amarró los pantalones viejos, arrugados y excesivamente grandes con una cuerda de fique, se calzó las cotizas y el sombrero, ajustó la puerta de cinc y agarró camino. Le pareció que los cadillos relumbraban con el sol caliente que despuntaba por la serranía y pensó que la esperanza era mala consejera. Volteó a mirar el pago: una casucha en medio de una inmensa finca de algodón en plena cosecha. Su mirada se detuvo en la mansión del patrón: una casa hermosa, blanca y gigantesca, bordeada por una piscina y con una parabólica en el techo. Recordó su propia finca arrasada por su testarudez ante la bonanza de la marihuana, el cáncer del seno que había acabado con Josefina, la muerte o el exilio de sus hijos en el país del norte, su silencio definitivo. Estaba solo aunque estaba vivo. Ante tanta sangre y luto diarios eso en sí lo consideraba un logro. ¿Pero valía la pena? Ya no se hacía la pregunta. Le parecía inútil. Inútil como inútil era abrir la boca, protestar, decir la verdad. «En boca cerrada» era mejor que el revoloteo de las moscas sobre el cadáver con ideas propias. Por inercia, rodar con vida, despertarse al nuevo día sin pan, sin amor, sin trabajo, sin futuro. Pero ya qué podía importarle, ya no tenía nada que perder.
Miró el horizonte, los picos nevados de la sierra, la blancura esponjosa del sembrado y el camino húmedo, y respiró profundo. El sendero que bordeaba la cerca de la hacienda le condujo a la entrada principal donde vio abandonado un saco a medio llenar. Se acercó con sigilo y pudo comprobar que eran papas. Una sonrisa le iluminó el rostro: «ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón». Le torció el cuello al costal sin titubear, se lo echó al hombro y cogió el camino de regreso, silbando un paseo de cuando La Paz no sólo era el nombre de su pueblo, sino la armonía de una región y el aire prístino de su infancia.
Ese día nadie vio a don Rogelio en la plaza de la iglesia esperando a que le escogieran de bracero como era su costumbre. Los pocos que quedaban sabían lo anciano que era, lo solo que vivía, la tristeza que trasudaban sus palabras. Tal vez pensaron que finalmente había amanecido muerto en su pago y se engancharon a la faena aquellos que contaron con mejor suerte.
Cuando el policía y el sargento vieron el humo que salía de la choza se dirigieron a ella con paso apresurado y sin esperar tumbaron a culatazos la hoja de cinc que servía de puerta. Don Rogelio se levantó azorado y se puso la camisilla con vergüenza.
—¿Dónde está el talego, viejo fullero?—dijo el sargento.
Don Rogelio señaló el saco y se puso de pie.
—Mi sargento, está vacío—dijo el policía.
El sargento le puso las esposas y le sacó a empellones de la choza.
—Hambre atrasada, mi sargento—dijo don Rogelio y caminó con la cabeza en alto.
A la semana siguiente todo el pueblo se enteró. El periódico de la capital y las emisoras de la provincia difundieron la noticia. Un campesino había sido enviado a prisión por haber robado medio saco de papas. Don Rogelio era, en efecto, el único recluso y el alcalde, viéndose en aprietos, tuvo que contratar los servicios de un hotel lugareño para que se encargara de suministrar los tres alimentos diarios de don Rogelio. En tres meses don Rogelio había consumido un total de cuatro millones de pesos, agotando de ese modo el presupuesto anual de la cárcel, lo que el municipio había aportado para costear «la ración de presos y dementes». Viéndose impotente ante semejante despropósito, al alcalde no le quedó otra alternativa que sugerirle al juez del pueblo el traslado de don Rogelio al reclusorio de la capital, a lo que el funcionario accedió encantado con tal de sacarse de las manos semejante rémora.
Hoy don Rogelio no se mosquea con la alharaca que han creado todos los medios. Brinda entrevistas y se deja tomar fotos, saboreando un buen café colombiano luego de consumir su suculento plato. Confiesa que ha engordado unos cuantos kilos, pero esto no parece preocuparle en lo absoluto. «Nunca pensé que el gobierno fuera a ser mi tabla de salvación. Tengo los tres golpes asegurados y de vez en cuando los periodistas me traen higos y arequipe para acompañar mi tintico. La vida es bella, seño, yo sé lo que le digo. De verdad que uno no sabe para quién trabaja.»
Sin embargo, el gobernador se pregunta si en realidad la pena se ajusta al delito. De lo que sí está seguro es que las papas que don Rogelio se robó sólo costaban veinticinco mil pesos.
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* Miguel Falquez-Certain es escritor colombiano nacido en Barranquilla. Licenciado en literaturas hispánica y francesa (Hunter College, 1980), cursó estudios de doctorado en literatura comparada en New York University (1981-85). Reside en Nueva York donde se ha desempeñado como traductor en cinco idiomas en los últimos tres decenios. Ha publicado cuentos, poemas, piezas de teatro, ensayos, traducciones y críticas literarias, teatrales y cinematográficas en Europa, Latinoamérica y los EE.UU. Es autor de seis poemarios, seis piezas de teatro, una noveleta y un libro de narrativa corta, Triacas, por los cuales ha recibido varios galardones. Entre sus traducciones más recientes al español están los dos guiones de Peter Buchman para las películas sobre el Che Guevara dirigidas por Steven Soderbergh en 2008. Fue subdirector de ‘Ollantay Theater Magazine’ (1993-2000) y editor del libro de ensayos ‘Nuevas voces en la literatura latinoamericana / New Voices in Latin American Literature’ (NuevaYork: Ollantay Press, 1993).
Excelente cuento totalmente contemporaneo, basado en un hecho sucedido en Pereira,no hace mucho,y,que dicho sea de paso, les recomiendo a los habitantes de La Paz,canten el dia de las brujas el siguiente estribillo:Triqui,triqui «jalovin» quiero papas para mi.Le doy un 5 plus.
Que podria comentar, si siempre has sido mi escritor favorito. Felicidades. Lindo Cuento.
Jairo
Uno de los mejores cuentos que he leido,ojala pronto tenga la informacion de que esta escribiendo un libro.Tu mas grande fan .a.p.
Es un cuento tardío de los 60 cuando la narrativa no accedía a lo citadino. Tiene incluso el comienzo «Del Coronel no tiene quien le escriba» para luego resolverse en el humor coloquial de un José Felix Fuenmayor.
Magistral relato de un simple robo por necesidad,pone de manifiesto como una sociedad mal gobernada,es capaz de generar absurdos en el colmo de su estulticia.
Una vez mas el autor Miguel Falquez-Certain demuestra su inigualable dominio del cuento, la narrative y la palabra. Ganas de vivir lo demuestra sin lugar a duda.